Jean-Pierre Luminet - El Incendio De Alejandria

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Luminet recurre a la erudición y la sensibilidad para narrar el destino de uno de los grandes símbolos de nuestra cultura. El incendio de Alejandría es un homenaje a la transmisión del saber más allá de las trabas ideológicas y religiosas.

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– Creo, Nicolás, que vosotros, los cristianos, tenéis la vieja costumbre de encender piras. Extraña costumbre de la que tal vez Cirilo y Teófilo fueron los gloriosos inventores. La destrucción de la Biblioteca ha sido contada numerosas veces y atribuida a otras tantas facciones y gobiernos distintos, no para hacer la crónica verídica del edificio sino para servir de panfleto político. Creo, pues, que no es necesario intentar dar un nombre al incendiario del Museo: César, Teófilo, Cirilo u Omar, ¡qué importa! Si los libros desaparecieron en la toma de Alejandría por los árabes, pues bien, la única culpable es la guerra. Fue un homicidio involuntario, en cierto modo. Diré por fin que Averroes, Avicena y otros muchos extraordinarios sabios musulmanes que tradujeron a su lengua a Euclides y Aristóteles, a Platón y Tolomeo, a Eratóstenes y Galeno, no descubrieron sus obras en un montón de cenizas. Como tú sabes muy bien, Nicolás, lo adivinas como yo lo supe en Ispahan y en Bagdad, entre aquellos beduinos, aquellos hombres del desierto, entre sus descendientes y los pueblos que habían sometido surgieron muy pronto astrónomos, matemáticos, filósofos, geógrafos que se convirtieron en traductores y depositarios del saber de los Antiguos. Mientras la cristiandad se entregaba con oscura voluptuosidad a esperar la llegada del final de los tiempos, ellos, «los infieles», como vosotros decís, reedificaban pacientemente las ruinas del pensamiento, un pensamiento que vuestros reyes, vuestros sacerdotes y vuestras pestes se habían empecinado en derribar. Y nosotros, los iniciados, los custodios del verdadero saber, prudentes intermediarios entre vuestras dos sectas que nos lo deben todo, os entregábamos modestamente sus trabajos, que vosotros os apresurabais a arrojar a las hogueras. Nuestra única ambición era proporcionaros algo de luz. Nos lo agradecisteis con el fuego y la sangre. Permíteme que llore por el destino de los justos que, entre vosotros, se atrevieron a estudiar los conocimientos que les aportábamos: Abelardo fue castrado, Beckett apuñalado y Pico della Mirándola envenenado.

– Nosotros, vosotros, ellos… ¡Qué cosas dices, Juan! -masculló Nicolás-. Mi padre era un sencillo negociante de Torún, y en toda su vida no quemó más que los pobres pagarés de sus más humildes deudores, para perdonárselos. ¿Cómo va a ser cómplice de los crímenes de Teófilo, de Cirilo, de Domingo, de Torquemada o de Isabel de España, llamada la Católica? ¿Y tengo yo que pagar, también, por ellos? ¿Obligarías a mis hijos, si los tuviera, a arrepentirse a su vez, a mortificarse por ello hasta la enésima generación?

Ambos amigos guardan silencio sin atreverse a mirarse, mientras el vehículo desciende traqueteando por las colinas. Oyen el resoplar de los caballos y las groseras invectivas con que el cochero los arrea. Fausto se pasa la larga y morena mano por la cascada de ébano de sus cabellos. Dice por fin:

– Sólo he aprendido una cosa en todos mis viajes: hay que escuchar al otro, al extranjero; hay que leer al otro, al extranjero. Hay que comprenderle. Ésta debe ser nuestra regla ordinaria, Nicolás, nuestra regla absoluta. Como dice el viejo proverbio griego: «Da buena acogida a los extranjeros…»

– «Da buena acogida a los extranjeros, pues también tú algún día serás extranjero» -completa la frase Nicolás.

El pequeño convoy llega ahora al valle en cuyas profundidades se levanta Nuremberg, encaramada sobre un espigón. Se detienen no lejos de una hermosa mansión flanqueada en un lado por la casa del impresor Froben, y en el otro por la del pintor Durero.

– Bueno, aquí nos separamos, Nicolás -dice Fausto-. Mi hermano mayor, Martin Béhaïm, me espera. Estoy impaciente por ver su alegría cuando le regale ese mapa de China que ha dibujado para mí mi amigo Chu Su Pen, ciudadano de la ciudad más grande del mundo, Hangzhu. ¡Ah, lo olvidaba, viejo compañero! He aquí mi regalo: este bastón de madera esculpida y labrada. No, no es el tirso de Baco sino una obra de arte de gran valor. Me la dio un amigo gramático de Bagdad que presume de ser descendiente del astrónomo Al Battani. Utilízalo bien.

– No vas a hacerme creer, Juan, que tu regalo es el bastón de Euclides, aquél del que tanto me has hablado. No soy tan ingenuo.

– ¿Te he dicho algo parecido?

– ¡Claro que no! ¡Pero siempre se puede soñar! -exclama riendo Copérnico-. Caramba, el bastón suena a hueco. ¿Habrá algún tesoro desconocido oculto en el interior?

– Ya lo verás, amigo mío, ya lo verás.

– Oye, una cosa más antes de que desaparezcas, querido Fausto: dime con franqueza, a tu entender, ¿quién quemó la Biblioteca de Alejandría?

– El fuego, Nicolás, sencillamente el fuego. ¿Por qué no el fuego del Faro cuando se derrumbó, cierto día que la tierra temblaba algo más que de costumbre? El fuego y el tiempo que pasa, más devorador que todos los fuegos. Eso es al menos lo que contó antaño el viajero andaluz Ibn Battuta. Un musulmán que viajó hasta China.

Fausto, rechazando el pequeño escabel que pone a sus pies un mozo de establo, salta de un brinco a la calzada entablada y cierra a sus espaldas la portezuela del carruaje que ostenta las armas del obispo de Warmie. Da varios pasos hacia la morada de su hermano, luego su colosal silueta, algo encorvada, se detiene. Sin volverse, levanta un brazo que parece inmenso, agita la mano en señal de despedida, muy en alto hacia el cielo, como si quisiera arrancar el Sol, y suelta con voz fuerte:

– ¡La paz sea contigo, Nicolás Copérnico!

POSTFACIO

Acabáis de leer una novela y no un ensayo histórico. Esta es la razón por la que no citaré las (numerosas) fuentes que he consultado ni daré bibliografía. Rindo homenaje, sin embargo, al libro de Luciano Canfora, La Véritable Histoire de la bibliothèque d'Alexandrie (Desjonquères, 1986), que me inspiró mucho.

Algunos lectores curiosos se preguntarán, a pesar de todo, qué parte pertenece a la realidad y cuál a la ficción novelesca. Los siguientes apéndices les están destinados. Las biografías de los sabios y los eruditos resumen aquéllas que pueden encontrarse en todas las buenas enciclopedias. El cuadro sinóptico de los reyes y los sabios permite situar el paralelismo cronológico entre los acontecimientos políticos y los personajes. Por lo que se refiere a las «notas eruditas», destinadas a los aficionados a la geometría y a la astronomía, explicitan algunos de los grandes descubrimientos llevados a cabo por los sabios alejandrinos. (Véanse Anexos.)

Aparte de esos pocos jalones reconocidos por (casi) todos los historiadores, hay que recordar que ninguna «verdad» histórica sobre esos antiguos tiempos ha sido firmemente establecida. Los relatos referentes a la Biblioteca de Alejandría y a los personajes que con ella tuvieron que ver son numerosísimos, aunque en su mayoría son testimonios tardíos. Además, los historiadores del pasado estaban muy influidos por las ideologías, hasta el punto de que su modo de contar la historia no tenía la objetividad que en el presente se exige a los historiadores: ciertos enemigos de Roma acusaron a César de haber incendiado la Biblioteca, mientras que otros atribuyeron el espantoso crimen a los árabes, a los bizantinos o a los cristianos.

Tan dudosa realidad histórica deja cierta libertad al novelista… ¡Libertad que he aprovechado ampliamente! ¿Existieron realmente los personajes de la novela? La respuesta es sí, salvo esa Hipatia del siglo VII que, en mi relato, tiene mucho que ver en la decisión final del emir Amr. Pero no es seguro que el filósofo cristiano Juan Filopon, infatigable comentarista de Aristóteles muy conocido por historiadores y filólogos, viviese todavía durante la conquista de Alejandría y pudiera dialogar con Amr, como afirma Ibn al-Kifti (1172-1248) en su Historia de los sabios. Según otras fuentes, Amr habría mantenido algunas entrevistas con un tal Juan, patriarca jacobita de Siria, entrevistas en las que habría participado también un médico judío, Filareto. Teniendo en cuenta las imprecisiones históricas, decidí basarme en la versión «romántica» de al-Kifti, poniendo en escena al muy venerable y auténtico Filopon. Por lo que se refiere al judío Filareto, le he dado el nombre de Rhazes, en homenaje a un gran médico persa que vivió un siglo antes de estos acontecimientos.

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