Jean-Pierre Luminet - El Incendio De Alejandria

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Luminet recurre a la erudición y la sensibilidad para narrar el destino de uno de los grandes símbolos de nuestra cultura. El incendio de Alejandría es un homenaje a la transmisión del saber más allá de las trabas ideológicas y religiosas.

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– También le escribí eso a Omar. Pero… acabas de hacerme comprender algo, Filopon. ¿Es éste el método del «parto de las almas» que practicaba el tal Sócrates y del que tanto me has hablado? Sí, acabo de comprender… Lo que el califa quiere destruir no son los libros sino a mí. Mis sucesivas victorias me han dado gloria y popularidad, de Mascate a Jerusalén pasando por Medina.

Y Omar teme que la utilice para derribarlo. ¡Qué equivocado está acerca de mí! Por muy general que yo sea, no me atrae el poder. Además, aunque lo tuviera no podría ambicionar ser califa. El Profeta nos dio el ejemplo: ese cargo debe corresponder a un hombre de Dios y no a un hombre de guerra. Entre nosotros, los soldados son sólo el brazo armado de un cuerpo cuya cabeza es el califa, y el alma, Dios. Sí, soy sincero. Pero también soy un asno. Para distinguirme ante mis amigos cultos de Medina y La Meca, les he contado todas las bonitas historias que me habéis relatado. ¡Les gustan tanto a mi pueblo! ¡Pero Omar ha debido creer que conspiraba! Soy un estúpido. También ha sido una estupidez haberle hablado de esos libros. Si no le hubiera dicho nada, no se habría preocupado por ello. Al pedirme que los destruya, quiere poner a prueba mi obediencia. Si me niego, hará que acaben conmigo como con un traidor. Si le obedezco, seré culpable de la desaparición de un milenio del pensamiento humano y la deshonra caerá sobre mí, sólo sobre mí. Estoy perdido…

– ¡No seas cobarde, general! Nos hablas de virtud, de honor, de fidelidad y, cuando llega el momento de elegir entre tu destino y tu reputación, eliges la fuga. ¿Así piensas gustarme? -le reprochó Hipatia, que se irguió ante ellos, hermosa y terrible.

Con su larga túnica blanca, su abundante melena negra sujeta por una diadema cuajada de perlas, parecía la diosa Atenea. La fulgurante mirada que lanzó a Filopon y a Rhazes les hizo comprender que había llegado el momento de que ellos dos se retiraran. El viejo filósofo y el fogoso médico no podían hacer nada ya para contrarrestar las órdenes del califa. De modo que, encogiéndose por última vez de hombros, ambos salieron lentamente, dignos y rígidos como estatuas.

La segunda mirada que Hipatia dirigió entonces a Amr fue inequívoca.

Las termas de Alejandría

Había transcurrido sólo una semana entre el momento en que Amr ibn al-As recibió la orden de destruir la Biblioteca y la llegada del gobernador, un familiar de Omar. El plazo era demasiado breve para que el general fuese acusado de sedición. El califa, temiendo que un acto de desobediencia del prestigioso jefe del ejército de Egipto provocara una reacción en cadena por parte de las tropas de ocupación acantonadas en Siria y en Palestina, había encontrado otro pretexto para neutralizar por algún tiempo a aquel emir demasiado popular: decretó que, al enviar sus famosas cartas a sus amigos de Medina y La Meca, Amr había cometido una grave indiscreción y revelado secretos de Estado. De este modo, nadie podría objetar nada ante el cese del general, ni siquiera el principal interesado.

De hecho, tal como Omar había previsto, Amr fue puesto en arresto domiciliario en sus aposentos de palacio. Dorada prisión, es cierto, pero en la que lamentó amargamente su imprudencia política. Lo que no lamentó fue haber cedido a las dulces exigencias de Hipatia. Cuando uno de sus soldados fue a anunciarle que el gobernador nombrado por Omar estaba a las puertas de la ciudad seguido por una nutrida tropa, el conquistador de Alejandría les dijo a sus amigos alejandrinos:

– Esta vez todo ha terminado. Podré retener a ese hombre unas pocas horas. Aprovechadlas para avisar a vuestra gente y salvar los libros que deban ser salvados.

– Todos los libros deben serlo -exclamó Hipatia.

– Lamentablemente, sobrina -suspiró Filopon-, no queda ya tiempo. Cuando la casa arde, hay que escoger lo que te llevas.

Filopon y Rhazes se apresuraron a actuar. Pero ¿qué libros salvar? La elección era desgarradora, ya que no podrían llevarse más que una parte de las obras. Amr se había propuesto almacenarlas en sus aposentos, contiguos al museo. Hipatia le había mostrado una puerta secreta que, antaño, permitía a los bibliotecarios deslizarse en sus habitaciones a cualquier hora del día o de la noche. Nadie habría sospechado que el general ocultara allí lo que tenía orden de destruir. Nadie, además, se habría atrevido a registrar su casa, ni siquiera el enviado del califa.

¿Qué decidir? Ante todo había que abandonar los libros de los que existía por lo menos una copia en otra biblioteca imperial, ya fuera de Oriente o de Occidente. Ahora bien, se sabía el contenido de la de Constantinopla, pero el de las demás bibliotecas era muy aleatorio. Roma había sido saqueada tantas veces por los bárbaros que era imposible determinar qué seguía existiendo allí; desde hacía dos siglos, las bibliotecas de la ciudad estaban cerradas como tumbas. Toledo había caído en manos de un rey visigodo que, según decían, era aficionado a las artes y las letras. Pero ¿sería fiable ese rumor? En cuanto al resto, la Galia estaba ocupada por las hordas francas, a Pérgamo se la disputaban Bizancio y Persia, de modo que esos lugares debían ser un montón de ruinas.

Filopon y Rhazes decidieron entonces salvaguardar únicamente lo esencial de las grandes obras anteriores al cristianismo. En efecto, ¿quién sabía si también el patriarca de Bizancio no decidiría destruir las obras impías o paganas? Filopon se encargó pues de ocultar las obras de Platón, Aristóteles y Calímaco, la Biblia de los Setenta, prohibida ahora por Constantinopla, las de Filón y algunos más. Rhazes, por su parte, se encargó de Euclides, Arquímedes, Eratóstenes, Hiparco, Herón y otros más. Estuvieron dudando unos momentos sobre el destino de los trabajos de Tolomeo el Geógrafo y Galeno el Médico. ¿Acaso esos dos no eran tolerados por el dogma cristiano? Pero los salvaron de todos modos, pues ¡la cristiandad era tan cambiante al albur de sus concilios…!

Hipatia, en su juvenil intransigencia, se negó a participar en sus debates y en ese salvamento.

– El crimen es el mismo -declaró- por un libro quemado que por un millón. Salvando sólo algunos, nos hacemos cómplices de los asesinos. -Luego les abandonó sin permitir que intentaran hacerle cambiar de opinión.

– ¡Señor, señor, ya están aquí!

Un aterrorizado esclavo había aparecido en la galería. De inmediato los dos amigos, con los brazos cargados de rollos, se dirigieron a la puerta oculta que llevaba a los aposentos de Amr.

– ¿Hipatia? ¿Dónde está Hipatia? -se preocupó Rhazes.

– He dejado a la señora en la escalinata del Museo -respondió el esclavo-. Ha debido de refugiarse en su casa.

– ¡Mi bastón! ¿Dónde está mi bastón? -preguntó a su vez Filopon.

– Vuestra sobrina lo llevaba, señor.

La puerta de los aposentos de Amr se cerró tras ellos cuando el paso de los soldados resonaba ya en el primer peristilo.

Hipatia se hallaba en lo alto de las escaleras, ante el porche de la Biblioteca. Blandía el pesado bastón labrado de su tío, como un centinela sujeta su arma. Ante esa visión, la tropa se detuvo al pie de la escalinata. Era como si vieran una estatua de mármol que de pronto hubiese cobrado vida.

– Nadie tiene derecho a entrar armado en el templo de la ciencia y el arte -anunció la joven con voz grave y fuerte.

– ¡La reconozco! -gritó uno-. Es la bruja que ha hechizado a nuestro general. ¡Maldita seas!

Una piedra golpeó a Hipatia en pleno pecho. Ella lanzó un grito de dolor y se tambaleó. Entonces, más y más piedras llovieron sobre ella y acabaron derribándola y cubriéndola. Los soldados saltaron sobre su cuerpo y penetraron en la Biblioteca.

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