David Liss - Una conspiración de papel

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Una conspiración de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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En Una conspiración de papel, Benjamin Weaver se enfrenta a un crimen relacionado con la muerte de su padre, un especulador que se movía como pez en el agua en la Bolsa de Londres. Para hallar respuestas el protagonista deberá escarbar en su pasado y contactar con parientes lejanos que le reprochan su distanciamiento de la fe judia. Poco a poco, Weaver descubre a una peligrosa red de especuladores formada por hombres poderosos del mundo de las finanzas. David Liss elabora con maestría una complicada trama, una hábil combinación de novela histórica y de misterio.

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En un cuarto de hora, según lo acordado, el mozo reapareció, dándole con fuerza a la campana.

– El señor Martin Rochester -gritó-. Un mensaje para el señor Martin Rochester.

Me pareció una especie de golpe de genio por mi parte. No albergaba ninguna esperanza de que Rochester estuviera allí, ni de que se diese a conocer tan fácilmente; había llegado a demasiados extremos para mantenerse oculto como para hacerlo, pero pensé que esta demostración podía hacer que algún cabo se soltase. Y tenía razón.

No puedo decir que todas las conversaciones cesasen. De hecho, muchas conversaciones continuaron, ignorando los gritos del chico. Pero algunas cesaron. Observé cómo hombres sumergidos en sus conversaciones se callaban en mitad de una frase y levantaban la vista, con las bocas aún abiertas como ganado perplejo. Vi a hombres que susurraban, a hombres que se rascaban la cabeza, a hombres que miraban alrededor del café por si alguien respondía al aviso. El mozo se paseó por el café y no habría podido recibir más atención de haber sido la mejor actriz de la escena, llegada para pasearse desnuda en un club de caballeros.

El chico dio la vuelta entera, luego se encogió de hombros y volvió a sus quehaceres. Lentamente, los corredores a quienes mi experimento había sobresaltado regresaron a sus ocupaciones, pero a los pocos minutos vi a un hombre ponerse en pie y acercarse al mozo.

Era el amante de Miriam, Philip Deloney.

Le vi intercambiar unas palabras con el mozo y luego marcharse. Me levanté y fui a hablar con el chico, que se afanaba en recoger platos sucios de las mesas.

– ¿Te dijo ese hombre lo que quería?

– Quería saber quién había enviado ese mensaje, señor Weaver.

– ¿Y qué le dijiste?

– Le dije que había sido usted, señor.

Me reí suavemente. ¿Por qué no decírselo?

– ¿Y qué te dijo él?

– Me pidió que se lo enseñase, pero le dije que ya lo había roto en pedazos, como usted me dijo.

No podía ponerle pegas a la honestidad del muchacho. Le di las gracias y salí del Jonathan's.

Me golpeó un fuerte viento al abrir la puerta y echar a andar hacia la calle. ¿Qué interés podía tener Deloney en Martin Rochester? ¿Sería simplemente una coincidencia que tuviera intimidad con Miriam y que también estuviera relacionado con el hombre que yo creía responsable de la muerte de mi padre? No podía responder a esa pregunta con certeza. Pero sabía que no podía ya considerar mi interés por mi prima Miriam como una distracción de mi trabajo. No podía seguir albergando ninguna duda de que su amante, de algún modo, estaba vinculado a la muerte de mi padre.

Paseé hasta acercarme a Grub Street, donde la librera, la señora de Nahum Bryce, me había dicho que podía encontrar la tienda de Christopher Hodge, que había publicado panfletos de mi padre. En Grub Street entré en una taberna a pedir la dirección del establecimiento de Hodge, pero el tabernero se limitó a sacudir la cabeza.

– La tienda ya no existe -me dijo-. Y Hodge se fue con ella. Un terrible incendio lo mató a él y quemó de mala manera a un par de aprendices. Podía haber sido mucho peor, supongo, pero al menos ocurrió cuando les había dado a casi todos la tarde libre.

– Un incendio -repetí-. ¿Cuándo?

El tabernero levantó la mirada, intentando recordar.

– Me parece que hará unos tres meses, o cuatro ahora -especuló.

Le di las gracias y me fui a Moor Lane, donde de nuevo me encontré con la viuda del señor Bryce. Emergió de la trastienda, con un temblor en la comisura de los labios que indicaba que le hacía cierta gracia volver a verme. Solicité una reunión privada, y me llevó a través de la trastienda a una especie de recibidor, donde me senté en un sofá algo viejo y raído. Ella tomó un sillón enfrente de mí y le ordenó a uno de los aprendices que nos sirviera té.

– ¿En qué puedo ayudarle, caballero? -me preguntó la señora Bryce.

– Deseo hacerle unas preguntas acerca de una información que usted me dio que me ha resultado de lo más extraña. Verá, me parece muy raro que usted me aconsejara que fuera en busca de un tal señor Christopher Hodge de Grub Street cuando la tienda del señor Hodge, junto con el propio señor Hodge, parece haberse quemado hace unos meses.

La boca de la señora Bryce se abrió y se cerró varias veces, mientras intentaba ordenar sus pensamientos.

– Me asombra usted -comenzó al fin-. Y me duele, señor, que usted crea que yo le he engañado de alguna manera. Si yo fuera un hombre, podría desafiarle por cometer un error semejante; como soy una mujer, debo entender que usted no me conoce, y cualquier insulto que usted profiera contra mí es un insulto dirigido a la persona que usted cree que yo soy, una persona que no existe.

– Estoy dispuesto a ofrecerle mis disculpas si la he juzgado mal de alguna manera.

– Nunca busco disculpas, se lo aseguro. Sólo que no esté usted convencido de una falsedad. Según yo lo recuerdo, señor, cuando usted me preguntó por el editor de los panfletos del señor Lienzo, yo le mencioné a Christopher Hodge, ya que efectivamente fue él quien había enviado a la imprenta algunos escritos del señor Lienzo. Sé muchas cosas acerca de las actividades del señor Hodge, porque era un gran amigo de mi marido y mío. De hecho, tras la muerte del señor Bryce, el señor Hodge me proporcionó una gran ayuda en el manejo de este negocio. No desconocía su muerte, porque me afectó muy profundamente. Pero en cuanto a que yo no le informase del fallecimiento de Kit Hodge, sólo tengo que recordarle que usted interrumpió mi narración para preguntarme por el señor Deloney, y luego se fue usted a toda prisa. Si omití algunos detalles que a usted le hicieran falta, debe considerar que el error recae en usted, señor, por haberse marchado tan apresuradamente.

Me puse en pie y le hice una reverencia.

– Es usted justa en sus críticas, señora Bryce. Me he apresurado.

– No importa. Como le digo, sólo deseaba que le quedasen las cosas claras. Aunque -dijo, y supe por la sonrisa que intentaba esconder, que quizá estuviese a punto de decir algo que le parecía divertido- que crea que yo intentaba engañarle a usted me parece de lo más interesante. Porque resulta que el señor Deloney volvió a mi tienda justamente ayer, y le pregunté si usted se había puesto en contacto con él. Cuando le dije su nombre, me aseguró que nunca había ido con usted a la universidad, y luego le insultó con unas palabras que nunca repetiré. De modo que, como ve, señor, desde mi punto de vista, parece claro que era usted quien intentaba engañarme a mí.

No me quedó más remedio que reírme, y con ganas. Volví a ponerme en pie y me incliné ante la señora Bryce.

– Me ha corregido usted, señora, y le doy las gracias.

Ella se limitó a devolverme su encantadora sonrisa de viuda.

– Debo decir que su respuesta me asombra. Y me encantaría que me contara por qué se sintió usted obligado a engañarme acerca de su relación con el señor Deloney.

– Señora Bryce -comencé-, seré franco con usted, pero espero que me disculpe si también me muestro circunspecto. Me han contratado para descubrir si hubo algo que no fuera accidental en la muerte de Samuel Lienzo, y he llegado a la sospecha de que ciertamente puede haber algo, y de que su muerte puede estar relacionada con una información que había adquirido, una información que deseaba publicar en forma de panfleto. Yo tenía en mi poder, y he perdido, un ejemplar manuscrito del panfleto, y deseaba saber si el señor Lienzo había intentado publicar una copia de él antes de su muerte. Si resulté falso, o si sospechaba que usted lo estuviera siendo, fue sólo porque esta investigación me ha impuesto la necesidad de ser tanto discreto como suspicaz.

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