David Liss - Los rebeldes de Filadelfia

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Ethan Saunders, el que antaño fuera uno de los mejores espías del general George Washington, es ahora un ex capitán sin reputación ni dinero que ahoga sus penas de taberna en taberna en Filadelfia. Además, la acusación de traición por la que fue expulsado del ejército no solo le costó su buen nombre, sino que también significó el abandono de su prometida.
Sin embargo, en este momento, el peor de su vida, su integridad y resuelta valentía le llevan a aceptar una investigación que le enfrentará al poder y al secretario del Tesoro: un antiguo enemigo y, también, el artífice en la oscuridad de un enorme engaño financiero; un hombre sin escrúpulos cuyos manejos sucios y métodos viles conducen a la violencia más feroz. Desde Filadelfia, Ethan, el patriota proscrito, inicia una lucha denodada, una valerosa cruzada contra la corrupción para evitar que Estados Unidos se convierta en una vulgar tierra para especuladores.
«Una novela que te deja sin aliento. Una narración que te sumerge en una compleja trama protagonizada por un espía revolucionario y una mujer deslumbrante que se convierte en su aliada y su Némesis.»

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Seguimos cabalgando y, cuando salió el sol, apretamos el paso. Al cabo de dos minutos, ya estábamos trotando y, a los cinco, pasamos al galope. En la carretera aparecieron señales de que nos aproximábamos a una población: cabañas de granjeros, establos, cuadras y una taberna en la que deseé, deseé con toda el alma, que nos detuviéramos a tomar un té y un ponche caliente y a comer el pan recién hecho que perfumaba el aire. Era un deseo abstracto, pues lo que realmente quería era completar el trabajo, pasar la información a Hamilton y luego descansar. Comer y beber hasta hartarme y después tumbarme y dejar que el sueño me venciera y no despertar en veinticuatro horas o más. Luego buscaría a Cynthia. Y después, sin ningún apremio, con los conspiradores en desbandada, revolcándose en la inmundicia de sus propios planes fracasados, les daría caza uno a uno y me aseguraría de que se hiciera justicia con ellos.

Cabalgamos deprisa, inclinados hacia delante en la silla, sin notar el dolor, el frío o la fatiga. El viento helado y el matraqueo de los cascos de los caballos repicaban en mis oídos, pero me sentía alborozado y aturdido. Me volví hacia Lavien.

– ¿Sabe una cosa? En medio de toda esta locura…

Eso fue todo lo que dije, porque en aquel momento se desató la confusión, el cielo se volcó de costado y el suelo giró como un torbellino en dirección a mi rostro, que se estampó en él con fuerza y deprisa. Me rechinaron los dientes, y la boca y la nariz me sangraban. Sentí el dolor más terrible, el que se experimenta después de un porrazo en la cabeza.

No oí el disparo que abatió mi caballo, pero sí el siguiente. Debió de sonar un segundo después del que me había derribado, pero yo ya estaba en el suelo, confundido y notando que el dolor empezaba a extender por mi cuerpo sus tentáculos exploradores. Se produjo un segundo estampido y Lavien salió despedido de su caballo, que se encabritó y le cayó encima.

Pensé en lo estúpidos que habían sido disparándome a mí primero, pero no parecía importar, al menos de momento. Entonces recordé que contaban con un tirador de primera, un hombre que había luchado con Daniel Morgan, y advertí que no nos habían disparado a nosotros, sino a los caballos. No podía ser una casualidad. El día antes, habíamos matado a cinco de sus hombres y, en cambio, ellos procuraban que siguiéramos vivos. Pero entonces se me ocurrió que no tenían manera de saber lo sucedido. Nadie podía haber viajado más deprisa que nosotros. Si la noticia iba a llegar, todavía no lo había hecho.

Lavien estaba en el suelo a unos quince pasos de mí y el caballo le había caído encima de la mitad inferior del cuerpo. A su alrededor había un charco de sangre, del animal, supuse, pero él no se movía. Lavien yacía en el lodo de la King's Highway, tal vez muerto o agonizando. Decidí acercarme a él y estaba intentando despejarme la cabeza cuando oí la voz:

– ¿Puede ponerse en pie? -preguntó.

No supe si estaba allí desde hacía rato, diez pasos detrás de mí, o se había acercado mientras yo yacía aturdido. Bajo el resplandor del sol no lo reconocí, pero vi que era un tipo grande, que cabalgaba como un guerrero anciano sobre su montura. Era el irlandés.

– Le he preguntado si puede ponerse en pie.

– Lavien está herido -respondí. Me levanté despacio y comprobé que sí, que podía ponerme en pie. Me sentía aturdido y la cabeza me dolía. Pedí a Dios que me diera algo o alguien en que apoyarme, pero no quise decírselo al irlandés. Me enjugué la sangre de la nariz con la manga. Me sangraba, pero no la tenía rota.

– Está herido -repetí.

– Ya nos ocuparemos de él -respondió el irlandés. Era Dalton.

Debía de haber otros hombres, unos hombres que utilizaron el resplandor del sol y de mi propia desorientación en mi contra, pues una capucha me cubrió la cabeza y noté que unas ásperas manos me agarraban y empezaban a atarme las muñecas a la espalda. Esas manos me movieron de modo que me quedé de espaldas contra un árbol y me obligaron a sentarme. La sangre de la nariz me caía en un reguero sobre los labios.

Oí voces a lo lejos. Decían: «Tiene la pierna rota» y «Necesitaremos una camilla» y «A casa». Oí el acento irlandés de Dalton y oí a otro hombre que parecía escocés. Pensé que aún era temprano y, que si llegábamos a Filadelfia a las diez o las once, quizá todavía podríamos salvarlo todo, aunque no sabía cómo podíamos hacerlo. Estaba atado, aturdido y encapuchado. Lavien, al parecer, se había roto la pierna, ¿y quién era yo, sin Lavien? Una mente sin cuerpo, un brazo sin puño.

El tiempo pasó, no sé si despacio o deprisa, pero sentí su torturante y dolorosísimo paso. No temía por mí, pues aquella gente nos quería vivos o, al menos, no tenían la intención de matarnos. Sin embargo, ¿qué era la vida para mí? Habíamos hecho todo aquello porque Lavien creía, creía con todas sus fuerzas, que la supervivencia del país dependía de que llegáramos a Filadelfia a tiempo de que Hamilton tranquilizara los mercados. Había dejado de lado su humanidad y había matado a un hombre indefenso porque creía que, si no llegaba lo antes posible a Filadelfia, la ruina de Duer sería la chispa que encendería la destrucción de aquel nuevo y frágil país. Simplemente, no podía permitir que me retuvieran, ni quedarme pasivo mientras triunfaban las fuerzas de la destrucción.

Al final, noté que unas manos me ponían en pie. Eran unas manos suaves y capté el aroma floral de la carne femenina.

– Vamos, capitán Saunders -dijo la señora Maycott-. Por aquí.

– Lavien -gruñí. Tenía sed pero no le iba a pedir bebida.

– Está herido -dijo-. Le ha caído el caballo encima de la pierna, pero Dalton asegura que es una fractura limpia. En la guerra aprendió algo de cirugía y también en el Oeste. Ya le ha entablillado el hueso y dice que se curará bien. Lo han llevado de regreso a la casa.

– ¿Qué casa?

La señora Maycott me condujo y la seguí despacio, atreviéndome a confiar en su guía.

– Está a media milla de aquí, junto al río. Es preciosa, por cierto.

– ¿Qué quieren de nosotros?

– Como nuestros hombres de Nueva York no han conseguido detenerlos, tendremos que hacerlo nosotros. Lo único que queremos es que sean nuestros invitados -dijo-. Hasta esta noche, por ejemplo, en que ya será demasiado tarde para Hamilton. Entonces podrán marcharse.

Yo callé y eso pareció no gustarle.

– Había dos grupos cuyo objetivo era detenerlos. Cinco hombres en total. ¿Cómo han podido dejar atrás al señor Whippo y a los demás?

– No los hemos visto. -Sacudí negativamente la cabeza-. Debemos de haberlos adelantado sin darnos cuenta.

– Tal vez hayan adelantado a los hombres de Whippo, pero ¿qué hay de Mortimer? Su compañero y él tendrían que haberlos interceptado en Nueva Jersey.

– Pues no los hemos visto. -Sacudí la cabeza de nuevo.

– Bueno, pues supongo que ya aparecerán -suspiró-. De momento, vayamos a la casa.

No repliqué. No había nada que decir.

Caminamos y caminamos, y luego el terreno, sembrado de traiciones en forma de piedras y malévolas raíces de árboles, dio paso a un camino de gravilla. Nuestros pies crujieron sobre ella unos minutos y después Joan Maycott me hizo subir un tramo de escaleras y oí el sonido de una puerta que se abría. Subí otro tramo, seguido de otro más. Husmeé el aire, tratando de descubrir algo de mi entorno, pero no percibí nada más que la humedad de la capucha y mi propia sangre.

Me percaté de que se abría otra puerta y, a continuación, me obligaron a sentarme en una silla. La puerta se cerró, oí que accionaban el cerrojo y, finalmente, me quitaron la capucha.

Me hallaba en una habitación pequeña, sin más muebles que la silla en la que estaba sentado. Las marcas en el suelo y en las paredes indicaban que la sala había contenido previamente otros muebles y tapices que habían desaparecido. No pude por menos de preguntarme si los habían quitado por mí, por miedo de que convirtiera una silla o un cuadro en un arma letal.

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