– Espero poder contar con vuestra confianza, señor. Lamentaría mucho que mi interés en enderezar algo tan anómalo se viera acompañado por algo tan injusto como sería la pérdida de mi puesto. Confío en que lo comprendáis así, señor. Tengo que hacer lo que es justo, asegurarme de que no se pierde nada en los almacenes. Pero cuando hay hombres poderosos implicados, a veces no es fácil estar seguro de que lo justo es lo que más le conviene a uno hacer.
Él se inclinó hacia delante, estirando sobre la mesa su flaco cuerpo como una tortuga estira el cuello para asomar del caparazón.
– No tenéis que preocuparos por eso, señor Weaver. De ninguna manera. Os aseguro que podéis hablar con toda confianza, y tenéis mi palabra de que nunca le diré a nadie lo que me digáis sin contar con vuestro permiso. Confío en que eso os parecerá suficiente.
Casi bastaba.
– Me gustaría que así fuera -dije con cierto tono de duda-. Pero estoy corriendo un gran riesgo. Tal vez sería mejor que volviera cuando haya averiguado más cosas. Sí, creo que sería mucho mejor -dije, y empecé a levantarme.
– ¡No! -La palabra no fue una orden, sino un ruego-. Si sabéis algo, tenemos que resolverlo. No puedo soportar que haya habido una pérdida, alguna herida abierta que esté infectando el cuerpo de la Compañía. Hacéis bien, señor, en querer remediarla. Os prometo que no haré nada que no deseéis que haga. Pero ahora tenéis que decirme qué es lo que sabéis.
Me pareció muy raro todo aquello. Allí tenía a aquel administrativo, que adoraba a la Compañía como si fuera un perrillo faldero, un amante o un chiquillo. Si no se lo hubiera dicho, se habría vuelto loco por la comezón de lo inasequible; sin embargo, no tenía nada personal que ganar por saberlo, nada por intentar corregir cualquier fallo al que yo pudiera aludir: era meramente un hombre deseoso de ver las pequeñeces en orden, ya se tratara de las suyas o de las de un extraño, y que no se detendría ante nada para corregir una anormalidad.
Carraspeé para aclararme la garganta y porque deseaba hablar de forma más suelta para poder conseguir que su tortura fuera más exquisita.
– Días atrás -empecé-, Carmichael me habló de cierta anomalía. Pensé que la cuestión era de escasa importancia y que me ocuparía de ella con más calma, pero, como podéis ver, ya no estoy en situación de hacer nada con él. Y aunque también él consideraba que era un asunto menor… en fin, señor Blackburn. Creo que vos y yo opinamos de la misma forma… No quiero que este asunto se pase definitivamente por alto.
Seguía evitando el tema, no solo para atormentar más a Blackburn, sino también porque quería dejarle claro que no me tomaba la cosa demasiado en serio. No hacía falta darle a entender lo que creía realmente: que a Carmichael lo habían matado por lo que estaba a punto de revelarle.
El siguió perfectamente mi juego.
– Claro, claro -me dijo, agitando la mano mientras yo hablaba, como para acelerar el ritmo de mi revelación. Ya estaba a punto para darle algo de mayor enjundia.
– Carmichael me dijo que había una parte de uno de los almacenes… no puedo recordar cuál -me pareció que era mejor no precisar-, donde uno de los miembros de la junta de comisionados guardaba en secreto cajones de calicós. Me dijo que esos cajones eran llevados allí en la oscuridad de la noche y que se ponía sumo cuidado en asegurar que nadie se enterara de su existencia, de dónde estaban, qué contenían y en qué cantidad. Yo, naturalmente, no soy quién para cuestionar el proceder de los miembros de la junta pero, como capataz de los vigilantes, la práctica regular de unos hechos que escapan a nuestro escrutinio me resulta muy preocupante.
También se lo pareció a Blackburn. Se inclinó hacia mí y movió las manos por efecto de su agitación.
– Preocupante. Preocupante en efecto, señor. Muy preocupante. Existencias secretas, cantidades ocultas… ¿y las calidades? Eso no puede ser. No debe ser. Estos registros tienen tres propósitos. Tres, señor -indicó levantando los dedos-: la implantación del orden; el mantenimiento del orden y la garantía de un futuro orden. Si los hombres se creen por encima de la tarea de documentar sus acciones, si creen que pueden entrar y retirar mercancía a su propio capricho… ¿para qué sirve todo esto? -señaló con un ademán los grandes archivadores de documentos que había en la estancia-, ¿qué utilidad tiene?
– Reconozco que no lo había pensado desde esta perspectiva -dije.
– Pero debéis hacerlo, debéis hacerlo. Yo tengo organizado este trabajo para que en todo momento cualquier miembro de la junta pueda venir aquí y conocer la situación de la Compañía. Si alguien decide dar rienda suelta a sus caprichos, nada de todo esto tiene objeto, señor. Nada en absoluto.
– Me parece que os comprendo.
– Comprendedme, sí. Os lo ruego encarecidamente, señor. Tenéis que darme más datos al respecto. ¿Os dijo algo Carmichael acerca de qué miembro de la junta pudiera estar actuando con tanta inconsciencia?
– No, nada en absoluto. Y no creo que él mismo lo supiera.
– ¿Tampoco sabéis de qué almacén se trata?
En este punto decidí que sería prudente ceder algo. Al fin, alguna cosa tenía que decirle sobre la que basar su investigación.
– Creo que tal vez mencionó el edificio llamado la Greene House, aunque no puedo decirlo con seguridad.
– Ah, sí, por supuesto. Adquirido al señor Greene en 1689, creo; un caballero cuyas lealtades y simpatías estaban demasiado próximas al difunto rey católico [9]por lo que, cuando este huyó, el señor Greene no permaneció mucho aquí. Greene House ha sido utilizada desde entonces como un almacén de importancia relativamente menor. De hecho está previsto derribarla y sustituirla por un nuevo edificio en un futuro próximo. Si algún malintencionado quisiera ocultar algo en la Casa de la India, podría elegir muy bien ese lugar para hacerlo.
– Tal vez podáis encontrar algunos datos en vuestros documentos -sugerí-. Manifiestos de embarque… cosas así. Algo que nos permita averiguar quién está haciendo un mal uso del sistema y con qué objeto.
– Sí, sí. Eso es precisamente lo que debe hacerse. Las irregularidades de esta clase son inadmisibles, señor. No haré la vista gorda a ellas, os lo prometo.
– Excelente, excelente… me alegra oíroslo decir. Y confío en que me lo hagáis saber, si descubrís algo.
– Volved por aquí hoy a última hora -murmuró. Estaba abriendo ya un enorme registro en infolio, de cuyas páginas salió una gran polvareda-. Habré resuelto ese problema, os lo garantizo.
En la propia Craven House reinaba un humor sombrío entre los criados. Conocían y apreciaban a Carmichael, y su muerte entristecía los ánimos de todos. Atravesaba las cocinas para ir a mis obligaciones en la finca, cuando Celia Glade me detuvo pasando sus finos dedos en torno a mi muñeca.
– Es una noticia muy triste -me dijo en voz baja, sin molestarse en fingir su voz de sirvienta.
– Lo es, sí.
La joven soltó mi muñeca para tomarme ahora la mano. Reconozco que me costó no atraerla hacia mí. Viendo aquellos grandes ojos suyos, su cara resplandeciente… oliendo su fragancia… sentí que mi corazón se revelaba contra mi sentido común y, a pesar de la cruel violencia del día, deseé besarla. Es más: creo que hubiera hecho algo tan peligroso, de no ser porque en aquel momento entraron en la cocina un par de pinches.
Celia y yo nos separamos sin decir nada.
Ese día, más tarde, tras una negra jornada de escuchar los gruñidos de los hombres y de resistir el impulso de golpear a Aadil en la cabeza cada vez que me daba la espalda, volví al despacho de Blackburn esperando que pudiera darme alguna información útil. No fue así, sin embargo.
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