David Liss - La compañía de la seda

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David Liss, ganador del prestigioso premio Edgar, sorprende con una magnífica novela, protagonizada por un peculiar investigador que debe desentrañar un complot en torno al comercio de la seda con las colonias británicas de ultramar.
Londres, 1722. En la época de apogeo del mercado de importación de seda y especias, Benjamín Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, se ve acorralado por el excéntrico y misterioso millonario Cobb para que investigue en su provecho. Muy pronto Weaver se ve sumergido en una maraña de corrupción, espionaje y competencia desleal cuyo trasfondo son los más oscuros intereses económicos y comerciales.
Una vez más, el renombrado autor David Liss combina su profundo conocimiento de la historia con la intriga. Evocadoras caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía sumergen al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componen un colorido tapiz del comercio con las colonias, las desigualdades sociales y la picaresca de aquellos tiempos.
«Los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Publishers Weekly

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Cuando llegábamos al último piso, Carmichael se volvió hacia mi:

– A partir de aquí, la cosa se pone algo más difícil.

Levantó la vela y comprendí enseguida lo que quería decir. Los escalones parecían estar en ruinas y a punto de desmoronarse, sin ninguna señal que indicara qué parte de ellos resistiría el peso de un hombre y qué otra parte se desmoronaría con solo pisarla. Supuse que no podían ser tan frágiles como parecían, porque en tal estado Aadil y los suyos no podrían subir los cajones hasta el cuarto piso. Sin embargo, procuré que mis pies pisaran exactamente los lugares en que lo hacía Carmichael.

Cuando llegamos al rellano, mi guía me condujo por un polvoriento corredor que se abría a la izquierda, hasta que llegamos por él a una puerta. Probé a abrirla, pero vi que estaba cerrada con llave. Yo ya iba preparado, no obstante, y saqué del bolsillo un juego de ganzúas, que brillaron al dar en ellas la luz de la vela que llevaba Carmichael. Pero este no quiso ser menos: vi, a la escasa luz, que sus labios se curvaban en una sonrisa mientras hurgaba en sus ropas y sacaba de ellas una llave.

– No dudo de que seréis hábil con esas ganzúas, señor, pero creo que esta conseguirá lo que queremos de forma más sencilla.

Guardé las ganzúas y asentí. Después, tomando la vela para darle luz, vi cómo insertaba la llave, daba una vuelta al pomo, empujaba y abría la puerta. Finalmente, con un gesto teatral, que me pareció fruto de algo que no era simple cortesía, me invitó a pasar yo primero.

Así lo hice, levantando en alto mi vela para iluminar una amplia, si no enorme, estancia, llena de cajones de diferentes tamaños. Algunos estaban apilados hasta llegar casi al techo, otros diseminados por el suelo aquí y allá en aparente desorden. Todos estaban cerrados.

Bajé la vela, y al distinguir una palanqueta de hierro, la así y me acerqué al cajón que tenía más cerca.

– Aguardad -me detuvo Carmichael-. No podéis abrirlo. Sabrán que hemos estado aquí.

– Sabrán que alguien ha estado aquí, probablemente. Pero no quiénes han sido. Y nosotros no hemos subido hasta aquí simplemente para echar un vistazo a los cajones que hay en esta estancia. Necesito saber qué contienen.

Me dirigió un gesto de aceptación, nada entusiasta, así que desclavé la tapa del cajón. Estaba lleno de gruesos rollos de telas de vivos estampados florales. Acerqué la vela a ellos.

– ¿Qué es? -le pregunté a Carmichael.

Él tomó una pieza de tela en sus manos, la frotó entre los dedos, pasó la mano por encima y después la acercó a la vela.

– Nada de particular -dijo en voz baja-. Son solo las mismas telas que llevan a los demás almacenes.

Abrimos al azar otra media docena de cajones y de nuevo no encontramos en ellos más que telas normales importadas de las Indias Orientales:

– No le veo ningún sentido a todo esto -dijo Carmichael-. ¿Por qué tendrían que tomarse la molestia de hacer tantas cosas extrañas con reuniones a escondidas y entregas de mercancías en secreto y de noche? ¿Para artículos meramente ordinarios?

Dediqué un momento a imaginar por qué un miembro de la junta de comisionados podía dedicarse a reunir clandestinamente una serie de artículos que podrían almacenarse en cualquier otra parte.

– ¿Estarán intentando robarlos? -pregunté-. ¿Puede ser que planeen vender el contenido de esta estancia en su propio beneficio?

– ¿Robar? -Carmichael dejó escapar una carcajada-. ¿Con qué objeto? Dentro de un mes, habrá desaparecido por completo el mercado para estas telas.

– ¿Un mercado negro tal vez? ¿Puede ser que pretendan seguir vendiéndolas clandestinamente?

– No -objetó-. La ley no prohíbe el comercio de calicós, sino solo usarlos. Si quisieran guardar o vender estas telas, pueden hacerlo, pero no habría nadie que quisiera comprarlas. Pasadas las Navidades, no podrán desprenderse de ellas. Aquí, en Inglaterra, el valor de todo esto es menos que nada.

– ¿Y estás seguro de que se trata de tejidos normales?

Él asintió solemnemente:

– Calicó ordinario.

Tenía la certeza de estar pasando por alto algo significativo. También lo leía en la cara de extrañeza con que me miraba Carmichael.

– Quizá si pudierais echar un vistazo a los registros… -me sugirió-. ¿Y si la clave no estuviera en el contenido de los cajones, sino en el lugar de donde provienen o al que están destinados?

Era una excelente sugerencia, y estaba a punto de decírselo así cuando oímos el inconfundible sonido de una puerta que se abría en el primer piso y el ruido de voces apagadas pero presas de agitación.

– ¡Por el culo del demonio! -maldijo Carmichael-. Deben de haber visto la luz por la ventana, a pesar de todo. Tenéis que salir de aquí.

– ¿Cómo?

– Por la ventana. Por esa de ahí. Esta fachada del edificio tiene piedras mal talladas, que si las escogéis bien, os permitirán subir hasta el tejado y esconderos allí.

– ¿Y vos?

– Tendré que cerrar la ventana cuando hayáis salido. Pero no os preocupéis por mí, señor Weaver. Conozco estos almacenes como un chiquillo conoce su propia calle. No me encontrarán, os lo aseguro.

– No puedo permitir que os las arregléis solo.

– No cabe otra elección. No podemos arriesgarnos a que os encuentren, en interés de los dos. Y creedme, nunca sabrán que estuve aquí. Dispongo de unos pocos minutos para poner todo en orden, cerrar la puerta y esconderme en algún hueco donde no puedan verme. Ya me veréis mañana por la mañana, pero ahora tenéis que salir por esa ventana.

No me gustaba hacerlo, pero vi la sensatez de su plan y comprendí que Carmichael no me lo proponía movido por un impulso altruista, sino porque era la decisión más razonable. Así que dejé que me guiara hasta la ventana que me señalaba. Estaba atascada por la falta de uso, pero me las arreglé para abrirla y echar un vistazo al exterior. Las piedras eran, ciertamente, muy desiguales. Un hombre que temiera las alturas o no estuviera acostumbrado a salir de situaciones difíciles -tal como entrar sin invitación en un lugar en el que no debía hallarse- podría estremecerse al ver aquello, pero yo solo podía pensar que, en el pasado, había salido de situaciones mucho peores, bajo la lluvia y la nieve también.

– Dejaré la ventana abierta lo justo para que encontréis un lugar al que asiros cuando volváis -me dijo Carmichael-, pero tendré que cerrar con llave la puerta cuando salga, así que más vale que sean buenas esas ganzúas vuestras.

No eran las ganzúas lo que había que probar, sino la habilidad de quien las manejaba, pero yo tenía cierta experiencia en eso, así que me limité a asentir.

– ¿Estáis seguro de que queréis quedaros?

– Es la mejor solución. Marchaos ahora -me instó.

No tardé en estar fuera, al otro lado de la ventana. Y, mientras me mantenía en equilibrio en el alféizar, que afortunadamente tenía la anchura suficiente para permitirme caminar por él en la oscuridad de la noche, distinguí una piedra saliente a la que podía agarrarme e hice fuerza para subir hasta ella, y después a otra, hasta situarme, con una facilidad casi pasmosa, en el tejado de la habitación. Una vez allí, me tendí de bruces en él, en un punto que me permitía ver bien la puerta de entrada del edificio. Pude oír cierto revuelo dentro, pero poco más. Y, después, tan solo los sonidos nocturnos de Londres: gritos lejanos de vendedores callejeros, los chillidos de prostitutas incitadoras o ultrajadas, el estrépito de los cascos de los caballos al golpear los adoquines. Desde diferentes lugares del patio me llegaban las toses, las risas y los gruñidos de los vigilantes.

Una fina llovizna empapaba mi capote verde y lo calaba poco a poco hasta alcanzar mi piel, pero permanecí allí sin moverme hasta que vi un grupo de hombres que salían del almacén. Desde mi elevado punto de vista no conseguí oír lo que decían, ni tampoco determinar quiénes eran; pero debían de ser cuatro y uno de ellos, por el bulto que se adivinaba bajo sus ropas, me pareció que debía de ser Aadil. Otro tal vez se hubiera lastimado en la escalera, pensé, porque uno de sus compañeros lo ayudaba a caminar.

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