– Buenos días, señorita Glade -me adelanté a decirle.
Ella se volvió y por un instante me sentí penetrado por una terrible sensación de miedo… miedo de no poder controlar mis sentimientos. La joven era simplemente una mujer, muy bella, sí… y sin duda también muy inteligente. Pero… ¿qué podía importar todo eso? ¿No estaba Londres lleno de mujeres así? ¿No había disfrutado yo de mi cupo de ellas? Sin embargo, al verme en su presencia, notaba que en ella había algo más, más allá de su belleza y su perspicacia. Estaba representando un papel, como yo, y lo hacía muy bien. Tanto, que yo creía estar en presencia de alguien muy capaz de echar por tierra mis esfuerzos.
Me saludó con una reverencia e inclinó el rostro respetuosamente, pero siguió manteniendo sus ojos oscuros fijos en los míos.
– Oh… no está bien que os dirijáis a mí en esos términos -dijo, mostrando su acento de las horas diurnas, en lugar del tono de dama que había empleado durante nuestro encuentro nocturno-.Aquí todo el mundo me llama simplemente Celia, o Celie mis amigos.
– ¿Y soy yo amigo vuestro, Celie? -le pregunté.
– ¡Oh, bueno! Eso espero, señor Weaver. No deseo tener enemigos.
Se la veía tan atareada y con el entrecejo fruncido y mostrando concentración, que durante un brevísimo instante tuve que preguntarme si sería realmente ella la misma mujer con la que me había encontrado de noche. No podía descubrir en ella nada revelador de que no era la mujer que quería que el mundo creyese que era.
No obstante, insistí.
– Si no recuerdo mal, cuando hablamos la primera vez vuestra voz tenía un tono diferente…
– ¿Cuando le llevé al señor Ellershaw su medicina para que la bebiera? Debía de estar distraída con mi trabajo u otra cosa así.
– Será como decís, Celie…
– Y ahora tengo que volver a mis obligaciones, señor. -me dijo. Pero cuando pasó a mi lado, rozándome, casi tropieza con la bandeja y tuve que alargar el brazo para ayudarla a no caer al suelo. En la confusión del momento, se las arregló para murmurarme hábilmente dos frases al oído-: Están siempre escuchando -me susurró tan quedamente que apenas pude oír su voz por encima del tintineo de la porcelana en su bandeja. Y después añadió-: El Pato y la Carreta, en St. Giles… esta noche.
– Esta noche no puedo -respondí susurrando también.
Ella asintió.
– Claro… vuestra cena con el señor Ellershaw… ¿Mañana por la noche, entonces?
– Mañana por la noche -confirmé.
Durante un breve instante, ella tomó mi mano entre las suyas.
– De acuerdo.
Mi corazón palpitó con fuerza mientras la vi salir de la cocina. Se diría que yo había olvidado que no se trataba precisamente de una invitación a una cita. Sentí incluso una punzada de sorpresa al darme cuenta de que, por lo visto, estaba al corriente de mi invitación a cenar con el señor Ellershaw. No tenía ni idea de lo que eso pudiera significar, ni sabía si encontrarme con la señorita Glade en un lugar de su elección era una ocurrencia sensata. En el mejor de les casos, tal vez recibiría alguna explicación de aquella doble naturaleza suya. En el peor, tal vez me vería metido en alguna clase de trampa.
Antes de vestirme para la cena, salí de mi alojamiento para ir a casa de mi tío en Broad Court. Había estado un tanto remiso en cumplir mis deberes de sobrino desde mi implicación en las actividades de Craven House… en parte porque no deseaba incurrir en las iras de Cobb, y en parte también porque había estado demasiado ocupado para atender mis obligaciones familiares. Me decía a mí mismo que las razones eran esas pero, para ser sincero, debo reconocer que había otra más: evitaba a mi tío porque me parecía un recordatorio vivo de lo mal que había manejado yo mis asuntos. El deterioro de su salud no podía imputarse a ninguna causa terrena, pero el de sus finanzas debía contarlo entre mis fallos. Decir que me sentía culpable hubiera sido exagerar la nota, porque era consciente de no haber hecho nada que pudiera conducir a ese fin, pero aun así me sentía responsable… si no de sus dificultades, por lo menos de poner los medios para resolverlas. Y el hecho de que aún no hubiera encontrado la forma para ayudar a mi tío no disminuía en absoluto mi deseo de continuar buscándola.
Cuando llegué, me encontré que las cosas estaban mucho peor de cuanto hubiera podido prever. A la luz del crepúsculo un grupo de hombres de aspecto rudo sacaban de la casa de mi tío una cómoda. Estacionado en la calle había un carretón, tirado por dos caballos que daban la impresión de estar medio muertos de hambre y malos tratos. En su interior aparecían cargadas varias sillas y un par de mesas auxiliares. Se había congregado bastante gente para presenciar la patética procesión, y los hombres que se ocupaban de cargar el carretón iban seguidos por el señor Franco, quien no dejaba de gritarles que fueran con cuidado o evitaran golpear la puerta, entre arranques de maldiciones y de improperios llamándolos granujas.
No debió de oírme, porque se dio la vuelta violentamente y pienso que, de haber habido menos luz aún, me habría asestado un golpe y se hubiera sentido muy apurado después al ver que eran mis costillas las que lo habían recibido.
Sin embargo, contuvo el golpe. Bien es verdad que, al verme, todo su cuerpo pareció relajarse. Agachó la cabeza y bajó la mirada.
– Acreedores, señor Weaver… Han olfateado la sangre. Temo que no tardarán mucho en caer sobre vuestro tío como cuervos. Y no podrían haber llegado en un momento peor, porque vuestro tío… bien, no se encuentra en buenas condiciones.
Me volví enseguida para entrar en la casa, sin prestar atención a un individuo que intentaba cargar con una silla demasiado grande para un solo hombre. Le di un empellón, pero no disfruté viendo sus esfuerzos para evitar perder el equilibrio.
Dentro, las habitaciones delanteras estaban bien iluminadas, sin duda para ayudar a los hombres del acreedor. Me precipité escaleras arriba hasta el segundo piso, donde se encontraba el cuarto de mi tío. La puerta estaba entreabierta, así que llamé y oí que mi tía Sophia me decía que entrara.
Mi tío estaba tendido en la cama, ciertamente, pero, de no haber sido aquella su casa, yo no sé si lo hubiese reconocido. Parecía haber envejecido diez años o más desde la última vez que lo había visto. Su barba mostraba ahora un nuevo tono gris, más profundo, y los cabellos de su cabeza, que llevaba sin cubrir, se habían hecho más finos y secos. Tenía abiertos los ojos, pero profundamente hundidos, enrojecidos y con abultadas ojeras, y pude ver que cada respiración le costaba un auténtico esfuerzo.
– ¿Habéis mandado llamar al médico? -pregunté.
Mi tía, que se hallaba sentada en la cama y sujetaba la mano del enfermo, asintió.
– Ya ha venido -dijo con su marcado acento inglés.
No añadió nada más, y por eso deduje que no había nada más que decir. Tal vez creyera que la situación de mi tío era desesperada, tal vez no hubiera sabido qué decir. En cualquier caso, mi tía no comentó nada acerca de una próxima recuperación, por lo que yo solo podía suponer que no había ninguna esperanza.
Me acerqué al lecho y me senté en el otro lado.
– ¿Cómo os encontráis, señor?
Mi tío intentó sonreír débilmente.
– No muy bien -dijo. De su pecho salía un estertor y tenía la voz grave y fatigada-. Pero no es la primera vez que he pasado por este trance antes y, aunque oscuro y tortuoso, siempre he conseguido salir.
Miré a mi tía, que asintió con un gesto como para decirme que era cierto que había sufrido previamente esos ataques, aunque quizá ninguno tan grave como este.
Читать дальше