– Me parece demasiado cruel -dije-. No quiero azotar a este hombre.
– Pero yo sí lo quiero -replicó Ellershaw-. Si queréis conservar vuestro puesto, os sugiero que obedezcáis.
Cuando un hombre va disfrazado y actúa como lo que no es, resulta inevitable que deba afrontar momentos como este, aunque no tengan consecuencias tan crueles hacia otro ser humano. Si yo tuviera que actuar como soy y hacer lo que me pareciera justo, debería rechazar mi cargo y así comprometer mi posición con el señor Cobb. Negarme a azotar a aquel inocente equivaldría a poner en peligro a mi tío y a mi amigo. Pero, por otra parte, mi conciencia no me permitía azotar a un hombre con semejante bastón solo para aplacar el deseo de Ellershaw de ver culos azotados.
Me debatía mentalmente por hallar una solución, pero solo conseguía justificarme. Iba disfrazado, es verdad, pero como yo mismo, y me gustaba pensar que quienes me conocían sabrían que no estaba dispuesto a azotar a nadie que no me hubiera hecho ningún daño. El señor Ellershaw había contratado a Benjamín Weaver y no podía culparme de actuar como yo mismo. Si fuera a perder mi puesto, siempre podría explicarle a Cobb que solo había querido actuar como era yo realmente, pensando que tal vez aquella orden fuera una especie de prueba. Esperaba que eso bastara para preservar a mis amigos de cualquier daño. Le tendí el palo a Ellershaw.
– Pienso que ese castigo no es necesario -dije-. No lo haré.
– Comprometéis vuestra posición con nosotros -me informó.
– Es un riesgo que estoy dispuesto a correr -repliqué sacudiendo la cabeza.
Ellershaw me fulminó con la mirada. Creí por un instante que azotaría él mismo al infeliz, pero, en lugar de eso, dejó caer al suelo la madera e hizo un ademán desdeñoso.
– Soltadlo -ordenó a los vigilantes que tenían sujeto a Carmichael.
Un grito de júbilo salió de la garganta de los hombres y oí también mi nombre pronunciado en términos de aprobación. Ellershaw frunció el ceño mirándolos a ellos y a mí.
– Os ruego que me aguardéis fuera, delante de la casa -me dijo-, donde confío que podáis ofrecerme una explicación para este motín.
Yo incliné la cabeza y salí entre los vítores de los hombres, porque parecía como si mi acto de desafío me hubiera granjeado su voluntad. Solo el indio, Aadil, estaba agazapado detrás, y seguía mirándome con su expresión extraña y amenazadora. Por mi parte, temía volver a encontrarme con Ellershaw, pues estaba seguro de que me despediría y con eso me vería obligado a explicarle a Cobb todo lo que había ocurrido. Pero estaba muy equivocado, porque el hombre de la Compañía de las Indias Orientales se acercó a mi con una gran sonrisa y me dio una palmada en el hombro.
– ¡Muy bien hecho! -me dijo-. Esos hombres os aprecian ahora y os seguirán a donde queráis.
Me quedé sin habla un instante.
– No comprendo… ¿Queréis decir que deseabais que me negara a azotar a ese pobre tipo? Ojalá me hubierais explicado mejor vuestros deseos, porque pensaba estar desafiándoos abiertamente.
– Oh, sí, claro… me desafiasteis. Yo no quería que os negarais, pero el resultado final es excelente, y no reñiremos por eso. Venid, volvamos a mi despacho. Hay algo de gran importancia que deseo comentar con vos.
– ¿Qué nueva sorpresa me daréis?
Él advirtió por el tono de mi voz lo mal que lo había pasado, y dejó escapar una risita.
– Vamos, Weaver… No debéis tomaros demasiado en serio este asunto del almacén. Lo que deseo discutir con vos es la verdadera razón por la que os he contratado.
Subimos por la escalera de nuevo. Ellershaw, como si se sintiera mareado por nuestro episodio en el almacén, tenía que ir agarrándose a la barnizada barandilla, y en una ocasión casi se cae de espaldas sobre mí. Cuando llegamos al final, miró hacia atrás y me sonrió, mostrándome una boca llena de una pulpa marrón masticada.
En cuanto abrió la puerta de su despacho, se vio sorprendido por un individuo de unos cuarenta años, de cuerpo rechoncho, cuya cara redonda exhibía una mueca nerviosa que trataba de parecer una sonrisa de grata familiaridad.
– Ah, señor Ellershaw. Espero que no le importe que me haya tomado la libertad de esperaros aquí.
– ¡Vos! -exclamó Ellershaw-. ¡Vos! ¿Cómo os atrevéis a presentaros aquí? ¿No os prohibí bajo pena de muerte que vinierais?
El extraño individuo medio se agachó e hizo una reverencia.
– Ya os dije, señor Ellershaw, que el vuestro era un tema delicado, que necesitaríais seguir mis instrucciones al pie de la letra, y que deberíais mostraros paciente. Por lo que veo, no habéis seguido ninguno de mis consejos. Pero, si empezamos de nuevo, creo que podríamos…
– ¡Fuera de aquí! -gritó Ellershaw.
– Pero, señor… Debéis creerme cuando digo…
– ¡Fuera, fuera, fuera! -chilló, y entonces nos sorprendió a los dos abrazándose a mí como si fuera un chiquillo y yo su madre. Su cuerpo olía a grasa y a un perfume extraño, amargo, y noté que se derrumbaba sobre mí de una forma extraña y poco natural. Pero lo más sorprendente de todo fue que pude notar sobre mi cuello el reguero de sus lágrimas-. Obligadlo a marcharse -me pidió sollozando.
En contra de mis deseos, me encontré dándole golpecitos en la espalda, en una fría imitación del prestar a otro consuelo. Con la otra mano espanté al intruso, que retrocedió y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.
A través de las lágrimas, Ellershaw empezó a decir algo que yo no lograba entender. Al principio pensé no hacer caso, pero cuando repitió el mismo murmullo, le dije amablemente que no conseguía entenderlo. El, empero, reanudó una vez más la misma aguda cantinela infantil ininteligible.
– Me temo que no os entiendo, señor.
Fue entonces cuando Ellershaw me sorprendió empujándome a un lado violentamente. Después me miró desde tres o cuatro pasos de distancia.
– ¡Maldito seáis, señor! ¿No entendéis el inglés? Os preguntaba si podrías recomendarme un buen cirujano.
Reconozco que tuve que hacer un gran esfuerzo para controlarme y reprimir una sonrisa.
– Pues, en realidad, señor Ellershaw, resulta que conozco al hombre adecuado.
Una vez que se hubo marchado el intruso, que, según deduje, debía de ser el antiguo cirujano del señor Ellershaw, le di a mi patrón el nombre de Elias Gordon, con lo cual las cosas se calmaron bastante. Pero ya no hubo más indicios de la anterior familiaridad entre nosotros, si no es que Ellershaw se mostraba excesivamente preocupado en poner bien sus ropas: tirarse de las mangas, sacudirse el polvo de la casaca y demás cosas por el estilo. Tras una serie de carraspeos y tosecillas para aclararse la garganta, Ellershaw tiró del cordón de su campanilla e hizo venir a una joven, que por fortuna no era Celia Glade, para pedirle que nos trajera té.
Mientras aguardábamos, Ellershaw se negó a abordar cuestiones de importancia y solo habló de una comedia que había visto y de las escandalosas bailarinas francesas que habían actuado después de la obra. Finalmente llegó el té -la mezcla verde de la que me había hablado antes-, que bebí con bastante placer, pues tenía un delicado sabor a hierba que yo no había paladeado antes en ningún otro té.
– Y ahora, señor -empezó-, sin duda os estaréis preguntando por qué querría yo contrataros para ocuparos de los vigilantes, siendo así que tenemos ya un capataz encargado de hacerlo.
Se refería, naturalmente, al indio Aadil, aunque yo me había quedado con la impresión de que él desconocía incluso la existencia de aquel hombre. Ahora ya no sabría decir si hasta entonces habían sido también una mascarada o si estaba jugando a algo más profundo.
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