– Y, si no me interesa, ¿podré ir a visitaros a pesar de todo?
– Os suplico que no tardéis en hacerlo -respondió.
De haber estado en una habitación privada, sé muy bien ahora adonde hubiera podido llevarnos esta conversación, pero un cuartito vacío en Craven House, durante una reunión de la asamblea de accionistas, difícilmente podía parecer el lugar más adecuado para rendir culto a Venus. Con el acuerdo de que no estaríamos mucho tiempo lejos el uno del otro, nos separamos; ella, sin duda, convencida de que había empezado nuestra relación con un triunfo. Y yo me fui a buscar a Elias para decirle lo que había averiguado: una idea que avivaba mis pasos.
En el coche que nos conducía a los dos, Elias seguía sacudiendo la cabeza:
– ¿Cómo no adivinaste que Franco era un espía?
– No me dio ningún motivo para sospechar de él. Es más, creo que la mayoría de sus acciones eran sinceras y tal como él hubiera querido comportarse, sin actuar con ningún disimulo.
– ¿Y adonde vamos ahora?
– Queda solo un último cabo suelto -dije-, que quiero resolver aunque no sea más que por mi propia satisfacción.
Fuimos a la taberna habitual donde encontramos a Devout Hale bebiendo amigablemente con sus compañeros y nos sentamos a su mesa. Presenté entonces a Elias, y los dos hombres se pusieron a conversar de inmediato sobre la escrófula. Elias se ganó la voluntad del tejedor con sus conocimientos acerca de su enfermedad, hasta que yo no pude aguantar más que congeniaran tanto.
– ¡Basta ya de charla! -dije dando una palmada sobre la mesa-. ¿Pensabais que no me enteraría de vuestra artimaña?
– ¿De qué? -preguntó Devout Hale, fingiendo una ignorancia nada convincente.
– Dejadme hablar, entonces. Me habéis traicionado y habéis traicionado a vuestros hombres. Os di un libro que obligaría a doblar las rodillas a la Compañía de las Indias Orientales, y habéis ido a entregárselo a Ellershaw. ¿Por qué obrasteis así?
Él bajó la cabeza, incapaz de ocultar su vergüenza.
– No me juzguéis con demasiada dureza. Es mi enfermedad la que me ha descarriado. Os dije que necesitaba desesperadamente sanar, y cambié el libro por eso. Fui a ver a los hombres de la Compañía y ellos me aseguraron que, a cambio del libro, me conseguirían una audiencia privada con el rey. No era más que un libro, Weaver…, algo sin importancia para mí, que no sé leer. Supongo que no podéis reprochar a un enfermo por cambiar algo que no puede usar o entender por lo que puede salvar su vida.
– No, supongo que no puedo censurar a un hombre por hacer tal cosa. Vuestra decisión me parece errónea, pero comprensible. -Bebí un sorbo de mi cerveza-. Salvo por una cosa… ¿Cómo se os ocurrió entregar el libro precisamente a la persona que más lo deseaba? Hay mucha gente en la Compañía, muchos directivos… ¿Por qué a Ellershaw?
– No sé… Una coincidencia, supongo.
– No, no fue una coincidencia -le dije-. Lleváis un tiempo trabajando con Ellershaw, ¿verdad?
– ¡Claro que no! Eso es absurdo.
– ¿Lo es? No tenía sentido al principio, pero cuando supe que la Compañía de las Indias Orientales tenía a su servicio urdidores de seda, debí haber comprendido que vos os habrías ofrecido a ella porque era evidente que estabais tan desesperado por obtener un remedio, que aceptaríais cualquier riesgo. Cuando hoy, en la asamblea de accionistas, mostró ese libro, supe enseguida lo que habíais hecho. Él no lo necesitaba para destruir a su rival, pero fue una buena baza para jugarla delante de la asamblea. Traicionasteis el futuro de vuestra causa por una gratificación de un hombre de la Compañía.
– Bajad la voz -me susurró.
– ¿Cómo es eso? -preguntó Elias-. ¿Vuestros hombres no saben que vivís del dinero de la Compañía?
– ¡Por supuesto que lo saben! -se apresuró a decir-. Ellos también hacen la vista gorda y no les importa si el dinero les llega de las Indias Orientales o de otra parte. Es un arreglo incómodo, pero han acabado aceptándolo.
Entonces yo me puse de pie.
– Os ruego unos momentos de atención, señores tejedores de seda… ¿Es cierto que sabéis que el señor Hale está a sueldo de la Compañía de las Indias Orientales?
Los ojos de todos se fijaron en mí. Creo que me habrían condenado por mentiroso y por canalla, si Hale no se hubiera levantado y corrido a la puerta con toda la rapidez que su estado se lo permitía. Media docena de hombres lo siguieron. Dudé de que Hale pudiera ir muy lejos y la única cosa que no sabría decir fue qué le harían una vez lo atraparan. Era un hombre desgraciado y enfermo, que había vendido a sus muchachos por la falsa esperanza de una curación mágica. Serían muy duros con él, de eso no me cabía ninguna duda, pero tampoco la tenía de que Hale viviría para aceptar su recompensa de ser tocado por el rey… y para descubrir la falsedad de su esperanza.
Elias y yo pensamos que lo mejor era ir a otra taberna, y encontramos una no lejos de allí. Nos sentamos pensativos frente a nuestras jarras.
– Admito tu astucia en descubrir la traición de Hale -me dijo-,pero la verdad, Weaver…, encuentro que ha sido demasiado poco y demasiado tarde. No puedo evitar pensar que teníamos que haber venido aquí antes.
Yo enarqué una ceja.
– ¿Qué dices?
– Bueno…, no es la primera vez que ha ocurrido esto. Te implicas en alguna investigación, y descubres que hay grandes fuerzas que están intentando manipularte…, pero luego, a pesar de todos tus esfuerzos, al final acabas siendo manipulado por ellas. Tal vez logres que algunas de las personas más culpables reciban su castigo, pero aquellas que son más poderosas acaban logrando exactamente lo que desean. ¿No te molesta eso?
– Por supuesto que me molesta.
– ¿No hay forma de que seas más cauto? -preguntó-,ya sabes…, ¿de que evites que esta clase de cosas ocurran con tanta regularidad?
– Supongo que la habrá.
– Entonces…, ¿por qué no te sirves de ella?
Alcé la vista y sonreí.
– ¿Quién dice que no la empleo ya? -Acabé mi cerveza y dejé la jarra sobre la mesa-. Con tantos espías y tanta manipulación por medio, no podía evitar la preocupación de que algunos quisieran aprovecharse de la situación si abandonaba mi vigilancia un momento. Como siempre que trato con hombres tan poderosos, no hay mucho que pueda yo hacer, pero creo que en esta ocasión he puesto todo mi empeño en frustrarlos.
– ¿Por qué lo dices? -me preguntó.
– Acaba tu cerveza y lo averiguarás.
Tomamos un carruaje hasta Durham Yard, donde llamamos una vez más a la puerta y una vez más fuimos recibidos por Bridget Pepper, la hija de la mujer de Ellershaw. Era la principal, creía ahora, de las que había optado finalmente por llamar «viudas Pepper». Elias y yo fuimos introducidos enseguida en la casa, donde estuvimos esperando un momento antes de que la buena señora acudiera a la salita.
– Buenas tardes, señora -la saludé-. ¿Está vuestro mando en casa?
– ¿Qué cruel broma es esta? -me preguntó-. Sabéis muy bien que mi marido está muerto.
– Creí que lo sabía, sí -le expliqué a Elias, pero con la intención de que ella me oyera también-. Es una de las pocas verdades básicas que me facilitó Cobb. Pero luego comencé a preguntarme… Con tanto engaño que hay en esto…, ¿cómo sé que Pepper está realmente muerto? ¿Y si Cobb me hubiera engañado, o si alguien hubiera engañado a Cobb? Dado lo que sabemos de sus mentiras, ¿por qué no pensar que esta también lo era?
– Es decir… ¿que Pepper no ha muerto?
– No. Eso fue parte del acuerdo que alcanzó con la Compañía de las Indias Orientales. Entregaría los planos…, los planos que ellos sabían que jamás podría reescribir por sí mismo porque, como nos dijo una de sus otras viudas, olvidaba sus ideas en cuanto las ponía por escrito. A cambio de este sacrificio, se le permitiría seguir casado con esta joven dama aquí presente. Y tal vez algo más. Una nueva vida en el extranjero, sospecho. Debéis de sentir un gran amor por él, para continuar a su lado a pesar de…, digamos…, sus excesos.
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