– Puedo pagaros mil -sugirió Miguel-. No es cantidad pequeña y debe verse sin duda como una muestra de nuestra seriedad.
En aquel momento, la mano de Nunes, que seguía apoyada sobre el hombro de Miguel, lo oprimió con tanta fuerza que lo acorraló contra un rincón.
– ¿Habéis perdido el juicio? -preguntó en un susurro ronco-. No se pueden hacer trucos con la Compañía. Si digo que necesito mil quinientos es que necesito mil quinientos, no una cantidad simbólica. Yo tengo un contrato con ellos, vos tenéis un contrato conmigo y hay que cumplir con lo pactado. Si no me dais ese dinero, habré de pagarlo de mi propio dinero. Sois mi amigo, Miguel, pero me ponéis en una situación terrible.
– Lo sé, lo sé. -Miguel levantó las manos en alto como un suplicante-. Son esos socios míos…, para hacer dinero no hay problema, pero a la hora de pagar… No obstante reuniré ese dinero. Para el final de la semana que viene, como decís. -Miguel le hubiera dicho cualquier cosa con tal de acabar aquella charla sobre juicios y contratos-. Acaso podríais decir una o dos palabrillas a Ricardo en mi nombre -sugirió.
– No pienso librar vuestras batallas por vos, Miguel, ni me interpondré entre vos y Parido.
Miguel ya había sufrido suficientes disgustos por un día, pero en el momento en que entró en la casa de su hermano, supo que algo terrible había pasado. Daniel estaba sentado en la sala de recibir con una extraña expresión en el rostro, de decepción y satisfacción a la par.
– ¿Qué tienes? -preguntó Miguel-. ¿Has estado registrando…? -Se detuvo. Era un asunto que no le haría ningún bien.
Daniel estiró el brazo para entregarle una carta sellada. Una carta sellada. ¿Cuántas veces habría de hablar con él de su correspondencia? Pero, incluso mientras pensaba estas cosas, supo que aquella carta era distinta… y que Daniel ya conocía su contenido.
Miguel, paralizado de temor, rompió el sello y desplegó el papel plegado en tres. No fue menester que leyera la florida caligrafía ni las palabras cuidadosamente escogidas en español formal. Ya sabía lo que decían. Miguel había sido convocado a la mañana siguiente ante el ma'amad.
Apenas quedaban unas horas de luz, y Miguel deseaba sacarles algún provecho. Ya se notaba el aliento caliente de la ruina sobre el cogote, pero acaso pudiera aún armarse para la batalla y vencer. A pesar de cuantas quejas pudiera tener contra el ma'amad -que eran muchas-, el Consejo poseía una peculiaridad que pudiera obrar en su favor y era que no condenaba por principio. Parido hablaría en su contra, sí, trataría de persuadir al Consejo para que actuara, pero los pa rn assim se atendrían a la razón. Querían que la comunidad prosperara, y por eso preferían aceptar las disculpas y tener en cuenta las circunstancias atenuantes. Muchos eran los que habían conseguido escapar al fuego del ma'amad con algún cuidado argumento cuando las armas ya estaban a punto.
Para preparar tal argumento era menester descubrir por qué deseaba verlo el ma'amad. Miguel estaba casi seguro de saberlo. Sin duda, Joachim habría dicho algo malo de él al Consejo. Ahora tenía que averiguar qué exactamente y qué acusaciones se le imputarían. Qué ironía: no había cosa que deseara más que evitar a aquel necio, y ahora tenía que salir en su busca.
Aún no había tenido tiempo de urdir un plan para encontrar a Joachim, cuando se le vino a las mientes una cosa que Hendrick dijo antes de que lo atacaran en la taberna. «Podéis contarnos algún relato de vuestras gestas amorosas o de vuestra extraña raza o de algún incomprensible plan para conquistar la Bolsa.» Geertruid había jurado que ocultaría su negocio en común a aquel perro suyo. Así pues ¿por qué iba él ladrándolo por ahí? ¿Y cuál era la verdadera fuente de su dinero? ¿Pudieran ser ella y esa boquita suya tan poco cuidadosa la causa de aquella convocatoria?
Sin detenerse a dar explicaciones a Daniel, Miguel salió con grandes prisas de la casa y volvió a la Carpa Cantarina, rogando para sí para que Geertruid estuviera aún allí. No estaba. Miguel pidió razón de ella al tabernero, quien le hizo saber que acaso hubiera oído algo sobre el destino de la viuda y que sin duda una moneda le despabilaría la memoria; por dos ochavos, el sujeto recordó que había de asistir a un banquete en el extremo más apartado del Bloemstraat.
Miguel halló la entrada a la sala del banquete en la parte superior de un edificio de ladrillo rojo poco destacable. Subió las escaleras y aporreó la puerta. Un joven sirviente abrió, y Miguel no dijo sino que venía por el banquete, a lo que el joven lo acompañó por más escaleras hasta una amplia sala con seis o siete oscuras mesas de madera colocadas sobre una serie de alfombras orientales mal emparejadas. A ambos lados de la puerta y a lo largo de las paredes, había candelabros con buenas velas que no hacían humo, y candelabros más grandes que colgaban del techo. Docenas de cuadros se habían colocado sin consideración al espacio ni a la comodidad del ojo. Dos grandes chimeneas en extremos opuestos de la estancia generaban un calor opresivo, y en un rincón un par de violinistas tocaban con frenesí, tratando de hacer que la música se oyera por encima del alboroto de los invitados.
Sobre las mesas, a cada una de las cuales sentábanse diez o doce comensales, había montañas y marmitas de comida: ostras, gallina hervida, una marmita humeante de hutsepot con la pierna de algún sucio animal asomando como la mano desesperada de un hombre que se ahogara. Había enormes quesos y bandejas con arenque encurtido, cocinado, estofado. Cuencos de leche caliente con mantequilla fundida flotando encima; panes blancos, higos y dátiles, chirivía asada y sla holandés, hecho con col cruda troceada y zanahoria. Mientras Miguel luchaba por contenerse, Geertruid se despachaba a su gusto.
Lindas mozas entradas en carnes iban de una mesa a otra, echando bebida en copas sin pie. Miguel mismo había visto y había sido víctima de tales objetos, pues no podían soltarse, de suerte que hacían que la persona bebiera más allá de sus límites. La venturosa multitud estaba formada ante todo por hombres, pero en cada mesa había una o dos mujeres, tan encarnadas, borrachas y alegres como el surtido de caballeros ataviados con negras ropas y sombreros altos, que se las ingeniaban para beber, fumar y comer a la par.
En la mesa más próxima a la entrada, un individuo con un solo ojo y un solo brazo se fijó en Miguel. En la mano que le quedaba, la izquierda, aferraba su copa, sin poder soltarla ni tan siquiera para comer.
– Eh, mirad -gritó por encima del vocerío-. ¿Quién ha invitado a un judío?
Miguel no había reparado en Geertruid hasta ese instante. Incluso de lejos, a una distancia de dos o tres hombres, veía la torpeza de sus movimientos y la mirada desenfocada de sus ojos. Ayudándose con una mano, la mujer se incorporó de la silla y fue a su encuentro tambaleándose.
– Serenaos -dijo Miguel algo brusco-. Debo tener unas palabras con vos. ¿Qué es todo esto? ¿Con qué gentes coméis?
– Es la guilda de los cerveceros.
– ¿Y qué asuntos tenéis vos con ellos? -preguntó Miguel.
– Oh, Miguel, tengo muchos amigos y conocidos que no contarían con vuestra aprobación. Y ahora decidme qué ha pasado. -Sus ojos se abrieron con igual desmesura que los de una criatura.
– Es el ma'amad. Me ha convocado a su presencia mañana por la mañana.
La mujer lanzó una risotada que atravesó el clamor y griterío.
– Vos y vuestro Mahoma. ¿Sois judío o sois turco?
Él respiró hondo.
– Geertruid, es menester que sepa algunas cosas. -Casi nunca la llamaba por su nombre. Recordaba haberlo hecho la noche que trató de besarla, y el recuerdo aún le mortificaba-. ¿Habéis hablado de nuestro asunto con alguien?
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