David Liss - La Conjura

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Una vez más, el aclamado autor David Liss combina su conocimiento de la historia con la intriga, atractivas caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía, que le permite sumergir al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componer un colorido tapiz de las intrigas políticas, los contrastes sociales y la picaresca reinante.
«Los lectores de El mercader de café, y los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Benjamin Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, es acusado injustamente de haber cometido un asesinato, y que se convertirá en un improvisado detective con imaginativos recursos. Conforme avance en su investigación, comenzará a emerger el turbio mundo portuario, la corrupción política y la sed de poder.

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– Bueno, como tú dices, la carrera parlamentaria es un asunto muy caro.

– Debe de tratarse de viejas deudas. No le molestaría por los gastos de la carrera mientras esta se está celebrando. Pero me había parecido entender que su esposa, si me perdonas que la mencione, aportó una considerable fortuna al matrimonio.

– Sin duda la señora Melbury fue lo bastante lista para poner sus propiedades por separado al casarse. Quizá a Melbury le resulta bochornoso mencionarle estas deudas. Lo he visto jugar, y tal vez sean deudas de honor. Pero las dificultades de Melbury son la menor de mis preocupaciones. Prefiero saber qué puedes contarme sobre ese asunto de los jacobitas.

– Bueno, ahí está la clave, ¿verdad? Si puedes demostrar que hay un importante jacobita entre los whigs, tendrás exactamente lo que necesitas. Solo tienes que esperar para ver cómo terminan las elecciones. Los tories harán lo que sea para que esa información no salga a la luz, pues les haría quedar como unos traidores. Ya sabes lo impresionable que es la gente: culparía a los tories por lo que han hecho los jacobitas. Y los whigs también harían lo que fuera para que no se sepa, porque quedarían como unos necios. Lo único que tienes que hacer es identificar a esa persona y estarás en el camino a tu libertad.

– ¿Lo único? Sin duda el nombre de ese hombre debe de ser un secreto muy bien guardado.

– Sin duda, sí, pero si alguien como Yate pudo descubrirlo, para un hombre de tu talento será un juego. Por cierto, ¿conoces los resultados de la votación de hoy?

Le dije que no.

– Ciento ochenta y ocho, Hertcomb; ciento noventa y siete, Melbury. La ventaja aumenta cada día que pasa.

– Malas noticias para Hertcomb.

– Me temo que también es una mala noticia para Melbury. Dennis Dogmill no renunciará al escaño de Hertcomb tan fácilmente.

– ¿Qué quieres decir?

– A menos que me equivoque -dijo, dando un bocado a un nabo hervido-, me temo que habrá violencia. Y mucha.

Las palabras de Elias resultaron perturbadoramente acertadas. Al día siguiente, un grupo de cuatro o cinco docenas de hombres se presentó en el centro electoral proclamando que no podía haber libertad sin Hertcomb. Varios de ellos se apostaron en el exterior de la cabina, y cuando salía un hombre que había votado a los tories, lo abucheaban, se mofaban de él y hasta lo golpeaban. Las personas que apoyaban a Melbury recibían una respuesta cada vez más agresiva, hasta que, al final, si alguno se atrevía a votar al candidato equivocado, era golpeado sin piedad.

Melbury y otros tories importantes de la ciudad exigieron la presencia del ejército para dispersar a los alborotadores, pero la triste realidad es que el alcalde y los concejales, así como la mayoría de los magistrados, confraternizaban con Dennis Dogmill y Albert Hertcomb, de modo que dijeron que un poco de violencia en tiempo de elecciones era inevitable, y que lo mejor era no reaccionar de forma exagerada, pues de lo contrario los ánimos de los alborotadores podían encenderse aún más.

Decidí visitar personalmente el lugar para ver a qué extremos llegaba la violencia. Vi que era cruel y real, y que sin duda le costaría a Melbury muchos votos. Ese día terminó con ciento setenta votos para el señor Hertcomb y solo treinta y uno para su oponente. Unos días más como aquel y Melbury perdería el liderazgo. Y si Melbury no ganaba, las posibilidades de limpiar mi nombre quedarían reducidas prácticamente a cero.

Por esta razón, y algunas otras, observé cierto hecho con gran interés. A menos que mis ojos me engañaran, los hombres que alborotaban en contra de Melbury eran los estibadores de Greenbill Billy.

22

No me complacía que mi destino tuviera que estar tan estrechamente ligado al de un hombre como John Littleton, pero no veía la forma de evitar solicitar sus servicios una vez más. Le mandé una nota en la que le pedía que se reuniera conmigo en una taberna de Broad Street, en Wapping. Me presenté sin disfraz, pues Littleton no sabía nada de mi personaje de Matthew Evans y me pareció más seguro. Hasta el momento, a su manera, se había mostrado deseoso de ayudarme, pero uno nunca sabe cuándo pide demasiado o se convierte en una gran tentación.

Casualmente, Littleton estaba deseando verme. La intervención de sus rivales en el terreno político parecía haberle alterado profundamente. Sus hombres no sabían cómo reaccionar, pero muchos creían que si los hombres de Greenbill estaban provocando disturbios era porque algo sacarían, y Littleton tenía que asegurarles la parte que les tocaba a ellos.

– Es un caos -me dijo, y se tomó la cerveza de un trago, como si no hubiera bebido nada en todo el día. Tenía un moretón en el rostro, bajo la oreja izquierda, y me pregunté si no habría estado peleándose… ¿con sus hombres, tal vez?

– ¿Qué sabéis del asunto? ¿Qué significa?

– ¿Que qué significa? -repitió-. ¿Y vos qué creéis? Dogmill les ha pagado para que provoquen disturbios y perjudiquen a Melbury. Más claro el agua.

– Pero ¿por qué iba a aceptar Greenbill el dinero de Dogmill para hacer algo así? ¿No quería ver a Hertcomb fuera de su escaño y a Dogmill reducido a la nada?

– Pensáis como un político. Ese es vuestro problema. Tendríais que pensar como un estibador. Les han ofrecido dinero, y eso ya es bastante, pero además les han ofrecido el dinero para que hagan tropelías, que es mucho mejor. Y eso de que esté bien o mal, no tiene ninguna importancia, nos da lo mismo lo uno que lo otro. Greenbill fue y les dijo a sus chicos que si Melbury sale elegido arruinará a Dogmill, y que si Dogmill se arruina, pueden ir olvidándose de trabajar esta primavera. Así de sencillo. Deben procurar lo mejor para su amo, porque si hay una cosa peor que estar sometido, es no tener amo.

– ¿De verdad cree eso Greenbill? ¿De verdad cree que si Dogmill no importa el tabaco nadie lo hará?

– De lo que estoy seguro es de que cree en la plata que Dogmill le ha dado para que les cuente ese cuento. Y, si te paras a pensarlo, no hay nada más. Es como descargar un barco: Dogmill paga a Greenbill para que haga el trabajo y Greenbill paga a sus chicos. No ha cambiado nada, solo que este invierno hay un poco más de trabajo.

– ¿Hasta cuándo seguirán con los disturbios?

– Creo que solo unos días. Hertcomb y Dogmill no podrán mantener al ejército al margen mucho tiempo. Entre tanto, yo me he puesto en contacto con el señor Melbury y le he dicho que no tiene por qué mirar todo esto de brazos cruzados.

– ¿Mandaríais a vuestros chicos a luchar con los de Greenbill?

– Ya hace tiempo que se veía venir. No veo nada malo en dejar que las cosas sigan su curso.

Aquello me superaba. Sí. ¿Quería que hubiera más disturbios o menos? ¿Deseaba ver triunfar a Melbury, un hombre a quien había despreciado como rival? Sin duda él lo arreglaría todo. Si salía elegido, él ayudaría a restituir mi nombre. Pero sentía cierto placer al ver que sus votantes se quedaban acobardados en sus casas, temerosos de acercarse a votar. Melbury había sido demasiado ambicioso. Había tomado lo que no era suyo y ahora iba a probar el fracaso.

Sin embargo, mis vengativos pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de mi casera, la señora Sears, que me hizo saber, con un marcado tono de desaprobación, que una joven dama deseaba verme. No podía haberme sentido más feliz cuando vi que la señorita Dogmill entraba en mis habitaciones.

Me levanté para recibirla.

– Como siempre, es un placer veros, señorita Dogmill.

Ella cerró la puerta, prácticamente en las narices de mi casera.

– Me considero digna de tal entusiasmo, señor, pues no encontraréis mejor amiga. -Se sentó sin esperar a que la invitara… acto que en mí invariablemente parece hostil y desafiante, pero que en aquella señorita solo hizo que pareciera atrevida y a sus anchas-. Os he traído algo que tal vez os interese. -Y dejó unas cartas sobre la mesa.

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