Anchee Min - La Ciudad Prohibida

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales.
Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador.
Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China.
Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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Nuharoo, Tung Chih y el resto del desfile de la felicidad tardaron cinco días más en llegar a Pekín. Cuando llegaron a la puerta del Cenit, los hombres y los caballos estaban tan agotados que parecían un ejército derrotado. Las banderas estaban harapientas y sus zapatos agujereados. Los porteadores de los palanquines, con la cara cubierta de polvo y la barba crecida, arrastraban sus pies llagados. Los guardias, desmoralizados, no mantenían la formación.

Imaginé a Su Shun y a su desfile de la pena, cuya llegada estaba prevista para unos días más tarde. El peso del ataúd de Hsien Feng debía de aplastar los hombros de los porteadores. Para entonces Su Shun debía de haber recibido la noticia de mi ejecución y estaría ansioso por llegar a Pekín.

La alegría de llegar a casa insufló nueva energía al desfile de la felicidad. A las puertas de la Ciudad Prohibida, toda la comitiva volvió a formar. Al cruzar el umbral, los hombres se pusieron firmes y sacaron pecho con orgullo. Parecía que nadie sabía nada de lo ocurrido. Los ciudadanos se alineaban a uno y otro lado de la entrada y aplaudían. La multitud profirió vítores al ver los palanquines imperiales. Nadie sabía que la persona que iba en el mío no era yo, sino mi eunuco Li Lien-Ying.

Nuharoo celebró el fin del viaje bañándose tres veces seguidas. La doncella me informó de que casi se ahoga en la bañera porque se quedó dormida. Mandé llamar a Rong y a su joven hijo y visitamos a nuestra madre y a nuestro hermano. Invité a mi madre a mudarse al palacio y vivir conmigo para que pudiera cuidarla, pero ella declinó el ofrecimiento; prefería quedarse donde estaba: en una casa tranquila de un pequeño callejón situado detrás de la Ciudad Prohibida; así que no insistí. Si vivía conmigo, tendría que pedir permiso cada vez que quisiese ir a comprar o visitar a sus amigas. Sus actividades se limitarían a sus aposentos y al jardín, y no se le permitiría cocinar sus propios alimentos. Yo deseaba pasar más tiempo con mi madre, pero tenía que reunirme con Nuharoo para preparar nuestro plan con respecto a Su Shun.

– A menos de que sean buenas noticias, no quiero oírlas -me advirtió Nuharoo-. Las inclemencias del viaje ya han acortado bastante mi vida.

De pie ante la puerta desvencijada de Nuharoo, observé que los extranjeros habían destruido todo lo que habían encontrado. El espejo estaba rayado, habían quitado las tallas de oro y también los bordados de las paredes. Los armarios estaban vacíos y sobre su cama se marcaban las huellas de pisadas de hombres. Aún había añicos de cristal en el suelo. Su colección de arte había desaparecido. Los jardines estaban estropeados y todos los peces, pájaros, pavos reales y loros habían muerto.

– El sufrimiento es obra de la mente -sentenció Nuharoo mientras daba un sorbo a su té-. Domínalo y no sentirás más que felicidad. La belleza de mis uñas está intacta porque se quedaron dentro de los protectores.

La miraba y la recordaba sentada dentro del palanquín con la túnica empapada por la lluvia durante días. Sabía lo duro que había resultado porque yo misma lo experimenté. Los cojines húmedos me hacían sentir como si estuviera sentada sobre orina. No sabía si admirar el esfuerzo de Nuharoo por mantener la dignidad. Durante el viaje habría querido bajar de la silla para caminar, pero Nuharoo me había detenido. «Los porteadores están para llevarte», insistió. Le expliqué que estaba enferma por tener el trasero húmedo: «¡Tengo que airearlo de algún modo!».

Recordé que se había quedado en silencio, pero su expresión me decía claramente que desaprobaba mi conducta. Cuando por fin decidí salir y caminar al lado de los porteadores, se horrorizó. Me hizo saber que se sentía insultada, lo cual me obligó a volver al palanquín.

– No me mires como si hubieras descubierto una nueva estrella en el cielo -me dijo atándose el cabello-. Deja que comparta contigo una enseñanza de Buda: Tener algo es no tener nada en absoluto.

Aquello no tenía ningún sentido para mí. Nuharoo movió la cabeza con lástima.

– Buenas noches y que descanses, Nuharoo.

Ella asintió.

– Envíame a Tung Chih, por favor.

Yo quería pasar la noche con mi hijo después de estar separados durante tanto tiempo, pero conocía a Nuharoo. En lo tocante a Tung Chih, su voluntad era la que mandaba. Me quedé allí de pie sin ninguna oportunidad.

– ¿Puedo enviártelo después de su baño?

– Sí -respondió, y me di media vuelta para irme.

– No intentes subir muy alto, Yehonala -me aconsejó su voz a mis espaldas-. Abraza el universo y abraza lo que venga a ti. No tiene sentido luchar.

Cuando el príncipe Kung salió de Pekín para Miyun, dejó que yo terminara la última parte del decreto que condenaba a Su Shun. La ciudad estaba a veinticuatro kilómetros de la capital y era la última parada de la procesión antes de su llegada. Su Shun y el ataúd de Hsien Feng debían llegar a Miyun a primera hora del mediodía.

Se ordenó a Yung Lu que regresara con Su Shun y que permaneciera cerca de él. Su Shun supuso que todo estaba saliendo según lo previsto y que yo, su mayor obstáculo, había sido eliminada.

Su Shun se encontraba ebrio cuando la procesión llegó a Miyun. Estaba tan emocionado ante sus propias perspectivas que ya había empezado a celebrarlo con su gabinete. Se vio a prostitutas locales que corrían alrededor del féretro imperial y robaban ornamentos. Cuando el general Sheng Pao saludó a Su Shun en las puertas de Miyun, este último anunció mi muerte con gran júbilo.

Al recibir una fría respuesta por parte de Sheng Pao, Su Shun miró a su alrededor y vio al príncipe Kung, que no estaba lejos del general. Su Shun ordenó a Sheng Pao que echara al príncipe Kung, pero Sheng Pao no se inmutó.

Su Shun se volvió hacia Yung Lu, que estaba detrás de él, y este tampoco se movió.

– ¡Guardias! -gritó Su Shun-. ¡Llevaos al traidor!

– ¿Tenéis un decreto para hacerlo? -preguntó el príncipe Kung.

– Mi palabra es el decreto -fue la respuesta de Su Shun.

El príncipe Kung dio un paso atrás y el general Sheng Pao y Yung Lu avanzaron. Su Shun imaginó lo que se le avecinaba.

– No os atreváis. Me ha nombrado su majestad. ¡Soy la voluntad del emperador Hsien Feng!

Los guardias imperiales rodearon a Su Shun y a sus hombres. Su Shun se puso a gritar:

– ¡Os colgaré a todos por esto!

A una señal del príncipe Kung, Sheng Pao y Yung Lu prendieron a Su Shun por los brazos. Su Shun se debatió y pidió ayuda al príncipe Yee. El príncipe Yee llegó corriendo con sus guardias, pero los hombres de Yung Lu los interceptaron. El príncipe Kung sacó un decreto amarillo de una de sus mangas.

– Aquel que se atreva a contrariar una orden del emperador Tung Chih será ejecutado.

Mientras Yung Lu desarmaba a los hombres de Su Shun, el príncipe Kung leyó lo que yo había escrito:

– El emperador Tung Chih ordena que Su Shun sea arrestado de inmediato. Su Shun ha sido hallado culpable de organizar un golpe de Estado.

Encerrado en una jaula sobre ruedas, Su Shun parecía una bestia de circo cuando el desfile de la pena reanudó su viaje desde Miyun hasta Pekín. En nombre de mi hijo, informé a los gobernadores de todos los Estados y provincias del arresto de Su Shun y su expulsión del cargo. Le notifiqué al príncipe Kung que consideraba crucial ganar también en el campo moral. Necesitaba conocer la opinión de mis gobernadores para poder recuperar la estabilidad. Si reinaba la confusión, quería ocuparme de ello en aquel mismo instante. An-te-hai me ayudó en la empresa, incluso aunque había sido liberado del excusado de la prisión imperial solo pocos días antes. Estaba lleno de vendajes pero feliz.

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