Anchee Min - La Ciudad Prohibida

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales.
Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador.
Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China.
Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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Creía que Nuharoo tendría una oportunidad de salir con vida, pero ¿y Tung Chih? ¡Qué sorprendentemente fácil le había resultado a Su Shun dar un golpe de Estado! Sin ejército ni armas, sin derramamiento de sangre; con solo unos pocos hombres disfrazados de bandidos. Nuestro gobierno era un dragón de papel que solamente servía para los desfiles. La Era de la Felicidad Auspiciosa era un chiste. ¡Cómo se sentiría el emperador Hsien Feng ahora que Su Shun había revelado sus verdaderas intenciones!

Las ramas golpeaban contra el saco. En la oscuridad aguardaba expectante algún ruido de Tung Chih, pero fue en vano. ¿Lo ejecutarían? No me atrevía a pensar en nada. Por el ángulo del palo, podía decir que nos encontrábamos en un terreno menos pronunciado.

Sin previo aviso me dejaron caer y choqué contra algo que parecía un tronco de árbol. Me di con la cabeza contra una superficie dura y el dolor fue terrible. Oí hablar a varios hombres y luego, pasos que se acercaban. Me arrastraron sobre hojas secas y me arrojaron a lo que parecía una zanja.

La tela de mi boca estaba empapada de saliva y al final se me cayó. No me atrevía a pedir ayuda; temía que si lo hacía, adelantaría mi fin. Intenté prepararme para lo peor, pero me atenazó una sensación demoledora: no podía morir sin saber dónde estaba Tung Chih. Intenté desgarrar el saco con los dientes, pero con las manos atadas a la espalda era inútil.

Oí pasos sobre las hojas secas. Alguien se acercó y se detuvo a mi lado. Intenté mover las piernas y ponerme en mejor posición para defenderme desde dentro del saco, pero también las tenía atadas. Podía oír la respiración de un hombre.

– ¡Por el amor del cielo, perdonad a mi hijo! -grité, y luego me encogí.

Imaginaba el cuchillo cortando el saco y el frío metal clavándose en mi carne.

Nada de eso sucedió; en cambio oí más ruido de pasos y el choque de armas metálicas. Hubo un grito ahogado y luego algo, un cuerpo, cayó sobre mí.

Durante un momento se hizo el silencio. Después, a lo lejos, llegó el sonido de cascos de caballos y gritos de hombres.

No conseguía decidirme; no sabía si debía guardar silencio o pedir ayuda. ¿Y si eran los hombres de Su Shun que venían a asegurarse de que estaba muerta? Pero ¿y si eran los hombres del príncipe Kung? ¿Prestaría alguien atención a un saco de yute tirado en una zanja debajo de un cuerpo?

– ¡Tung Chih! ¡Tung Chih! -grité.

Al cabo de un momento, un cuchillo abrió el saco y pude respirar bajo la luz del sol.

El cuchillo lo sostenía un soldado con el uniforme de la Guardia Imperial que estaba de pie ante mí, atónito.

– ¡Majestad! -exclamó arrojándose al suelo.

Quitándome las cuerdas de las manos y los pies, le pregunté:

– Levántate y dime quién te manda.

El soldado se levantó y señaló detrás de él. A unos pocos metros, un hombre a caballo volvió la cabeza.

– ¡Yung Lu!

Desmontó y cayó de rodillas.

– ¡Casi me convierto en fantasma! -grité llorando-. ¿O es que ya lo soy?

– Hablad; así lo sabré, majestad -me pidió Yung Lu.

Yo me vine abajo.

– Majestad -murmuró-. Es la voluntad del cielo que hayáis sobrevivido -dijo enjugándose la frente.

Intenté salir de la zanja, pero mis rodillas me traicionaron y me caí. Yung Lu me cogió del brazo. El contacto con su mano me hizo llorar como una niña.

– Podría haber sido un fantasma hambriento -me lamenté-. He dormido poco, no he comido nada en todo el día ni bebido una gota de agua. Ni siquiera estoy vestida como es debido; he perdido los zapatos. Si hubiera tenido que encontrarme con los antepasados imperiales, se habrían sentido muy avergonzados al recibirme.

Me atrajo hacia él.

– Ya ha acabado todo, majestad. Vayámonos a casa.

– ¿Estaba Su Shun detrás de todo esto?

– Sí, majestad.

– ¿Dónde está el asesino?

Yung Lu apuntó con la barbilla hacia la zanja. El hombre tenía la cara medio enterrada en la tierra, pero reconocí el grueso cuerpo. Era el monje principal.

Pregunté dónde estaban Tung Chih y Nuharoo. Yung Lu me explicó que los habían rescatado también y continuaban su viaje a Pekín. Yung Lu ya había enviado mensajeros a Su Shun con la noticia de que me habían encontrado muerta, pero el falso informe tardaría días en llegar hasta él, lo cual formaba parte del plan del príncipe Kung.

Yung Lu me subió al carruaje y él mismo me escoltó. Tomamos un camino más corto y llegamos a Pekín mucho antes que Su Shun y su procesión.

Capítulo 23

El príncipe Kung me esperaba en la Ciudad Prohibida y sintió un gran alivio cuando me vio llegar ilesa.

– Los rumores sobre vuestra muerte han viajado más rápido que nuestros mensajeros -anunció, al saludarme-. Me torturaba la preocupación.

Nos abrazamos entre lágrimas.

– Quizá vuestro hermano quiso llevarme con él -aventuré, sintiéndome aún un poco herida.

– Pero cambió de idea en el último minuto, ¿no creéis? Debió de colaborar en vuestro rescate desde el cielo. -El príncipe Kung hizo una pausa-. Estoy seguro de que no estaba en su sano juicio cuando nombró a Su Shun.

– Tenéis razón.

El príncipe Kung me miró de arriba abajo y luego sonrió.

– Bienvenida a casa, cuñada. Habéis tenido un viaje duro.

– Vos también -dije, y noté que el sombrero le quedaba demasiado grande.

Se retiró el ala hacia atrás con la mano de modo que no le tapara las cejas.

– He perdido peso, pero no esperaba que me encogiera la cabeza -respondió riendo.

Cuando le pregunté sobre el monje principal, el príncipe Kung me explicó que era un asesino conocido como la Mano de Buda; su poder era tan ilimitado como dicha mano y se decía que era capaz de «cubrirlo todo». En el folclore, cuando el rey mono de la magia cree que ha escapado después de recorrer en carreta miles de kilómetros, se encuentra con que ha ido a parar a aquella mano todopoderosa. Mi cabeza era la única que el asesino no había conseguido guardar en su caja ornamental.

El príncipe Kung y yo nos sentamos a hablar y así empezó nuestra larga relación laboral. Era un hombre de amplias miras, aunque seguiría perdiendo los estribos en el curso de los años. Le habían educado como a su hermano y podía ser igual de malcriado e impaciente. En muchas ocasiones tuve que ignorar su insensibilidad y egoísmo; sin querer, me humilló más de una vez delante de la corte. Podía haber protestado, pero me dije a mí misma que debía aprender a aceptar los fallos del príncipe Kung al igual que sus virtudes. Su influencia era mayor que la de sus hermanos, que no era insignificante. Aceptaba la realidad y estaba abierto a diferentes opiniones. En aquel momento nos necesitábamos mutuamente. Como manchú que era, le habían enseñado que el lugar de la mujer era la alcoba, pero no podía ignorarme del todo; sin mi apoyo, él hubiera carecido de legitimidad.

Cuando el príncipe Kung y yo nos conocimos mejor, nos fuimos relajando. Le hice saber que yo no tenía ningún interés en el poder en sí y que lo único que quería era contribuir al éxito de Tung Chih. Fue maravilloso que compartiéramos el mismo punto de vista. A veces nos peleamos, pero siempre nos las arreglamos para salir de nuestras trifulcas unidos. Para estabilizar la nueva corte, nos convertimos cada uno en el hombre de paja del otro.

Valiéndome del orgullo del príncipe Kung, yo alentaba su entusiasmo y sus ambiciones. Creía que si Nuharoo y yo éramos humildes con él, él sería humilde con Tung Chih. Practicábamos los principios confucianistas de la familia y ambos nos beneficiábamos.

Yo representaba mi papel, aunque me cansaba de ponerme la máscara teatral cada día. Tenía que simular que estaba absolutamente indefensa sin la corte. Mis ministros solo me respondían cuando creían que eran mis salvadores. Mis ideas no habrían ido demasiado lejos si me hubiera presentado ante ellos como «una idea que su señor tuvo hace seis años». Para poder dominar, aprendí que tenía que dar la imagen de que yo era la dominada.

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