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Anchee Min: La Ciudad Prohibida

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Anchee Min La Ciudad Prohibida

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales. Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador. Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China. Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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Mi madre se vino abajo cuando pronunciaron mi nombre.

– Es tiempo de partir, Orquídea. ¡Ten cuidado!

Bajé del palanquín con mucha delicadeza.

A mi madre casi se le cae la caja que le habían dado. Los guardias la acompañaron hasta su palanquín y le dijeron que se fuera a casa.

– Piensa que embarcas en una nave de misericordia en el mar del sufrimiento -gritó mi madre al despedirme-. ¡El espíritu de tu padre estará contigo!

Me mordí el labio y asentí. Me dije a mí misma que debía estar contenta porque con los quinientos taels mi familia podría sobrevivir.

– ¡Cuidad a mamá! -le dije a Rong y a Kuei Hsiang.

Rong me saludó con la mano y se llevó un pañuelo a la boca. Kuei Hsiang estaba tieso como un palo.

– Espera, Orquídea. Espera un poco.

Respiré hondo y me volví hacia la puerta rosada. El sol asomaba entre las nubes mientras me encaminaba hacia la Ciudad Prohibida.

– ¡Caminen, damas imperiales! -canturreó el eunuco jefe Shim.

Los guardias se alinearon a cada lado de la entrada, formando un pasillo por el que nosotras pasamos. Miré hacia atrás por última vez. La luz del sol bañaba la multitud. Rong agitaba los brazos con el pañuelo y Kuei Hsiang sostenía la caja de taels por encima de la cabeza. No veía a mi madre; debía de estar escondida dentro del palanquín, llorando.

– ¡Adiós!

Dejé brotar libremente las lágrimas mientras la puerta del Cenit se cerraba.

De no haber sido por la voz del eunuco jefe Shim, que seguía dando órdenes, obligándonos a girar a izquierda y derecha, habría creído que me encontraba en un mundo de fantasía.

Según caminaba, apareció un grupo de edificios palatinos de aire solemne y tamaño gigantesco. Los tejados amarillos vidriados brillaban a la luz del sol. Mis pies pisaban losas de mármol tallado. Hasta que no llegamos al salón de la Armonía Suprema, no me percaté de que lo que estaba viendo era solo el principio.

En lo que se consumen dos velas, pasamos por puertas ornamentadas, espaciosos patios y vestíbulos con tallas en cada viga y esculturas en cada esquina.

– Tomaréis los caminos laterales, que son las rutas para los criados y funcionarios de la corte -indicó el jefe eunuco Shim-. Nadie salvo su majestad usa la entrada central.

Atravesamos un espacio vacío tras otro. Allí no había nadie para ver nuestros sofisticados vestidos. Recordé el consejo de Hermana Mayor Fann: «Las paredes imperiales tienen ojos y oídos. Nunca sabes qué pared esconde los ojos de su majestad el emperador Hsien Feng o de su madre, la gran emperatriz Jin».

Sentía el aire pesado en mis pulmones. Eché una mirada a mi alrededor y me comparé con las otras chicas. Todas íbamos maquilladas al estilo manchú; un punto de carmín en el labio superior y el cabello recogido en forma circular a cada lado de la cabeza. Unas muchachas se habían vendado las coletas hasta arriba de la cabeza y las recubrían con resplandecientes joyas y flores, pájaros o insectos de jade. Otras usaban seda para crear una placa artificial, prendida con horquillas de marfil. Yo llevaba una peluca en forma de cola de golondrina que Hermana Mayor Fann había tardado horas en afianzar a una tablilla negra. En el centro de la tabla, lucía una gran rosa de seda púrpura con otras dos rosadas a cada lado. Había perfumado mi cabello con jazmines y orquídeas frescas.

La muchacha que caminaba a mi lado llevaba un tocado más elaborado, en forma de ganso volador, cubierto de perlas y diamantes. De él pendían hilos bermellones y amarillos, trenzados siguiendo un dibujo. El tocado me recordaba los que aparecían en las óperas chinas.

Como zapatera que era, presté especial atención a lo que las chicas llevaban en los pies. Solía pensar que, si bien no sabía de otra cosa, al menos sabía de calzado, pero mi conocimiento se vio puesto en entredicho. Todos los zapatos de aquellas muchachas llevaban incrustados perlas, jade, diamantes y bordados de lotos, ciruelas, magnolias, la mano de buda y la flor del melocotón. Y en los lados lucían los símbolos de la suerte y la longevidad, peces y mariposas. Las damas manchúes no nos vendábamos los pies como las chinas, pero no desperdiciábamos la ocasión para estar a la moda, por lo cual calzábamos zapatos de plataforma muy elevada. Pretendíamos que nuestros pies parecieran más pequeños, como los de las chinas.

Me empezaban a doler los pies. Franqueamos claros de bambú y árboles más grandes. El camino era cada vez más estrecho y las escaleras más empinadas. El jefe eunuco Shim nos apremiaba y todas las chicas nos quedábamos sin resuello. Justo cuando creí que habíamos llegado a un callejón sin salida, apareció ante nosotras un grandioso panorama. Contuve la respiración cuando un mar de tejados dorados se desplegó de repente delante de mí. A lo lejos veía las formidables torres de entrada de la Ciudad Prohibida.

– Os encontráis en la colina del Panorama. -El eunuco jefe, con los brazos en jarras, respiraba pesadamente-. Es el punto más alto de todo Pekín. Los expertos en el antiguo feng shui creían que esta zona poseía una gran energía vital y estaba poblada por los espíritus del viento y el agua. Muchachas, deteneos a recordar este momento porque la mayoría de vosotras no volveréis a verlo nunca. Tenemos la suerte de disfrutar de un día despejado. Las tormentas de arena del desierto de Gobi descansan.

Siguiendo el dedo del eunuco jefe Shim, vi una pagoda blanca.

– Estos templos de estilo tibetano cobijan a los espíritus de los dioses que han protegido a la dinastía Qing durante generaciones. Cuidado con lo que hacéis, muchachas. Evitad molestar u ofender a los espíritus.

En el descenso de la colina, Shim nos llevó por otro sendero, que conducía al jardín de la Paz y la Longevidad. Era la primera vez que yo veía higueras sagradas de verdad. Eran gigantescas y tenían las hojas tan verdes como la hierba tierna. Las había visto dibujadas en manuscritos y templos budistas. Se consideraban el símbolo de Buda y constituían una rareza. Allí aquellos árboles centenarios proliferaban por doquier, sus hojas cubrían el suelo como cortinas vegetales. En el jardín habían colocado grandes y hermosas piedras según un trazado agradable a la vista. Cuando levanté la mirada, vi magníficos pabellones ocultos tras los cipreses.

Después de varias vueltas, perdí el sentido de la orientación. Debimos de pasar unos veinte pabellones antes de que nos condujeran hasta uno azulado con flores de ciruelo talladas. El tejado de tejas azules tenía forma de caracol.

– El pabellón de la Flor de Invierno -indicó el eunuco jefe Shim-. Aquí vive la gran emperatriz Jin. Dentro de un momento vais a conocer a sus majestades los emperadores, aquí mismo.

Nos dijeron que nos sentáramos en unos bancos de piedra mientras Shim nos daba una rápida lección de etiqueta. Cada una de nosotras diría una sencilla frase, deseando a sus majestades salud y longevidad.

– Después de expresar vuestro deseo, guardad silencio y responded solo cuando se dirijan a vosotras.

Se propagó el nerviosismo. Una muchacha empezó a llorar incontroladamente. Los eunucos se la llevaron de inmediato. Otra, empezó a murmurar para sí. También se la llevaron.

Fui consciente de la presencia constante de los eunucos. La mayor parte del tiempo se quedaban de pie contra las paredes, silenciosos e inexpresivos. Hermana Mayor Fann me había advertido de que los eunucos experimentados eran horribles y se alimentaban de la desgracia ajena. «Los jóvenes, todavía inocentes, son mejores -me había dicho-. La maldad de los eunucos no se revela hasta que alcanzan la madurez, cuando se percatan de la importancia de su pérdida.»

Según Hermana Mayor Fann, los poderosos eunucos dirigían la Ciudad Prohibida. Eran los maestros de la intriga. Como habían sufrido mucho, tenían una gran resistencia al dolor y la tortura. Los recién llegados eran azotados con látigos a diario. Antes de llevar a los muchachos a palacio, los padres de los eunucos compraban tres piezas de cuero de vaca. Los nuevos eunucos se envolvían la espalda y los muslos con el cuero para protegerse de la mordedura del látigo. A esta pieza de cuero se le llamaba «el Verdadero Buda».

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