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Anchee Min: La Ciudad Prohibida

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Anchee Min La Ciudad Prohibida

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales. Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador. Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China. Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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Su majestad calzaba las botas más maravillosas que hubiera visto jamás. Hechas de piel de tigre y cuero verde teñido con hojas de té, con minúsculos animales de oro portadores de la buena suerte incrustados: murciélagos, dragones de cuatro patas y chee-lin , una figura mitad león mitad ciervo, símbolo de la magia.

El emperador Hsien Feng no parecía interesado en conocernos. Se levantó de su asiento como si estuviera aburrido, se inclinó hacia la izquierda y luego hacia la derecha, y miró repetidas veces dos bandejas colocadas entre él y su madre. Una era de plata y la otra, de oro. En la de plata estaban escritos nuestros nombres sobre fragmentos de bambú.

La gran emperatriz Jin era una mujer rellena con la cara como una calabaza seca. Aunque solo rondaba la cincuentena, estaba llena de arrugas desde la frente hasta el cuello. Hermana Mayor Fann me había contado que era la concubina favorita de Tao Kuang, el emperador anterior a su majestad. Se decía que la dama Jin había sido la mujer más hermosa de China. ¿Qué había sido de su belleza? Se le caían los párpados y tenía la boca torcida hacia la derecha. El punto de carmín de su labio era tan grande que parecía un botón rojo gigante.

La dama Jin vestía una túnica de radiante satén amarillo decorado con una cornucopia de símbolos naturales y mitológicos. Cosidos al vestido destellaban diamantes del tamaño de un huevo, adornos de jade y piedras preciosas. Flores, rubíes y joyas pendían de su cabeza y cubrían la mitad de su rostro. Las pesadas pulseras de oro y plata hacían que su majestad pareciera inclinarse hacia delante debido a su peso; se le apilaban desde las muñecas hasta los codos y le cubrían los antebrazos.

La gran emperatriz habló después de observar largo tiempo en silencio. Sus arrugas bailaban y sus hombros se inclinaban hacia atrás como si estuviera atada a un palo.

– Nuharoo, has llegado con muy buenas recomendaciones. Tengo entendido que has completado tus estudios de historia de la casa imperial. ¿Es cierto?

– Sí, majestad -respondió Nuharoo con humildad-. He estudiado varios años con los tutores que me puso mi tío abuelo, el duque Chai.

– Conozco al duque Chai, un hombre de mucho talento -asintió la gran emperatriz-. Es un experto en budismo y poesía.

– Sí, majestad.

– ¿Cuáles son tus poetas favoritos, Nuharoo?

– Li Po, Tu Fu y Po Chuyi.

– ¿De la última dinastía Tang y la primera Sung?

– Sí, majestad.

– También son mis favoritos. ¿Sabes el nombre del poeta que escribió «La roca que aguarda al esposo»?

– Wang Chien, majestad.

– ¿Me recitarías el poema?

Nuharoo se puso en pie y empezó:

Allí donde aguarda a su esposo
fluye incesante el río .
Sin mirar atrás ,
transformada en piedra .
Un día tras otro sobre la cima
se revuelven el viento y la lluvia.
Si el viajero regresara ,
esta piedra rompería a hablar .

La gran emperatriz levantó el brazo derecho y se enjugó los ojos con la manga. Se volvió hacia el emperador Hsien Feng.

– ¿Qué opinas, mi niño? -le preguntó-. ¿No es un poema conmovedor?

El emperador Hsien Feng asintió obedientemente. Alargó la mano y jugueteó con los trocitos de bambú de la bandeja de plata.

– Dime, hijo mío, ¿tendré que desgastar este asiento hasta que te aclares? -insistió la emperatriz.

Sin responder, el emperador Hsien Feng cogió el trocito de bambú con el nombre de Nuharoo y lo dejó caer en la bandeja de oro. Tras aquel sonido, los eunucos y las damas de la corte lanzaron al unísono un suspiro. Se arrojaron a los pies de su majestad y vitorearon:

– ¡Felicidades!

– ¡Ha sido elegida la primera esposa de su majestad! -anunció el eunuco jefe Shim hacia la pared exterior.

– Gracias -contestó Nuharoo mientras tocaba levemente el suelo con la frente. Poco a poco concluyó sus reverencias; después de la tercera, se levantó y luego se volvió a arrodillar. Las demás nos arrodillamos con ella. Con una voz perfectamente educada, Nuharoo expresó-: Deseo a sus majestades diez mil años de vida. ¡Que vuestra suerte sea tan colmada como el mar del Este de China y vuestra salud tan lozana como las montañas del Sur!

Los eunucos hicieron una reverencia a Nuharoo y luego la escoltaron hasta afuera de la sala. La habitación recuperó su anterior quietud. Estábamos de rodillas; yo mantenía la barbilla baja. Nadie hablaba ni se movía. Incapaz de saber lo que sucedía, decidí volver a echar una ojeada. Contuve el aliento cuando mis ojos se toparon con los de la gran emperatriz. Me temblaron las rodillas y golpeé el suelo con la frente.

– Alguien intenta darse prisa -bromeó el emperador Hsien Feng con voz divertida.

La gran emperatriz no respondió.

– Madre, oigo tronar -comentó su majestad-. Las plantas de algodón del campo pronto estarán anegadas por la lluvia. ¿Qué puedo hacer con todas las malas noticias?

– Lo primero es lo primero, hijo mío.

El emperador suspiró.

Sentí la necesidad urgente de volver a mirar a su majestad, pero recordé que Hermana Mayor Fann me había advertido de que la gran emperatriz despreciaba a las chicas que se mostraban demasiado ansiosas por captar la atención del emperador. Una vez la gran emperatriz ordenó que azotaran a una de las concubinas imperiales hasta la muerte porque parecía flirtear con el emperador.

– Acercaos, muchachas. Todas -apremió la vieja dama-. Míralas bien, hijo mío.

– No quiero cigarras fritas para la cena -dijo el emperador Hsien Feng, como si no hubiera nadie más en la sala.

– ¡He dicho que os acerquéis! -nos gritó la gran emperatriz.

Di un paso adelante junto con las otras cinco.

– Presentaos vosotras mismas -nos ordenó la emperatriz.

Una tras otra pronunciamos nuestros nombres, seguidos de la frase: «Deseo a vuestras majestades diez mil años de vida».

Mi intuición me decía que el emperador Hsien Feng me estaba mirando. Estaba emocionada y deseaba mantener su atención, pero sabía que no podía permitirme desagradar a la gran emperatriz. Mantuve los ojos fijos en mis pies. Sentí que el emperador se movía y le dirigí una mirada furtiva mientras la gran emperatriz le preguntaba al eunuco jefe Shim por qué todas las muchachas parecían poco despiertas y sin temple.

– ¿Las has sacado de las calles?

Shim trató de explicarse, pero la gran emperatriz se lo impidió.

– No me importa de dónde las hayas sacado. Juzgo solo por la mercancía que has traído y no me complace. ¡Moriré ahogada en el escupitajo de los antepasados imperiales!

– Majestad. -El eunuco se arrodilló-. ¿Acaso una buena campana no necesita un buen campanero para que suene bien? Todo depende de cómo se afine a las muchachas, una tarea en la que todos sabemos que su majestad es excelente.

– ¡Muérdete la lengua, Shim! -La vieja dama estalló en una carcajada.

El emperador jugaba con los trozos de bambú de la bandeja de plata como si se aburriese.

– Pareces cansado, hijo mío -dijo la gran emperatriz.

– Lo estoy, madre. No cuentes conmigo mañana, porque no voy a seguir.

– Entonces tendrás que decidir hoy. Concéntrate y mira mejor.

– Pero ya lo he hecho.

– Entonces, ¿por qué no te decides? Cumple con tu obligación, hijo mío. ¡Delante de ti están las mejores doncellas que el reino puede darle a su emperador!

– Lo sé.

– Es tu gran día, Hsien Feng.

– Cada día es un gran día. Cada día me clava un largo palo metálico en el cráneo.

La gran emperatriz suspiró. Su ira estaba a punto de estallar. Respiró hondo para controlarse.

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