Anchee Min - La Ciudad Prohibida

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales.
Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador.
Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China.
Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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– Yehonala, ¿crees que tenemos posibilidades?

– Tú eres pariente de la familia imperial y eres hermosa -afirmé-. No estoy segura de mis opciones. Mi padre era taotai antes de morir. Si mi familia no se hubiera endeudado hasta las cejas, si no me hubieran obligado a casarme con mi primo retrasado Ping, si no…

Tuve que detenerme, porque se me saltaban las lágrimas. Nuharoo se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo de encaje.

– Lo siento. -Me tendió el pañuelo-. Tu historia parece terrible.

No quería estropearle el pañuelo, así que me enjugué las lágrimas con el dorso de la mano.

– Cuéntame más.

Negué con la cabeza.

– La historia de mi sufrimiento sería mala para tu salud.

– No me importa, quiero oírla. Es la primera vez que salgo de casa, nunca he viajado como tú.

– ¿Viajar? No fue una experiencia nada agradable.

Mientras hablaba, se me llenó la cabeza de recuerdos de mi padre. El olor a descomposición del ataúd y las moscas que lo rodeaban. Para alejarme de la tristeza, cambié de tema.

– ¿Fuiste al colegio de mayor, Nuharoo?

– Tuve tutores privados -rememoró ella-. Tres. Cada uno me enseñaba una materia distinta.

– ¿Cuál es tu favorita?

– La historia.

– ¡La historia! Creí que era solo para chicos.

Recordé haber escondido un libro de mi padre, Los anales de los tres reinos .

– No era historia general como tú te imaginas -me explicó Nuharoo, riendo-. Era la historia de la casa imperial, la vida de emperatrices y concubinas. Mis clases se centraban en las más virtuosas. -Después de una pausa, añadió-: Se suponía que tenía que parecerme a la emperatriz Hsiao Qin. Desde que era una niña, mis padres me decían que un día me uniría a las damas cuyos retratos cuelgan de la galería imperial.

No me extrañaba que pareciera como si siempre hubiera estado allí.

– Estoy segura de que causarás admiración -le dije-. Me temo que soy menos educada en este aspecto de la vida. Ni siquiera conozco los rangos de las damas imperiales, aunque sé mucho sobre eunucos.

– Será un placer compartir mi conocimiento contigo. -Sus ojos brillaron.

Alguien gritó:

– ¡De rodillas!

Entró un grupo de eunucos y formaron enfrente de nosotras. Nos arrodillamos. El eunuco jefe Shim apareció por el arco de la puerta y adoptó una pose, levantando el bajo de su túnica con la mano derecha. Dio un solo paso y quedó por completo a la vista.

Arrodillada, podía ver las botas azules en forma de barco del eunuco jefe Shim, que se quedó en silencio. Notaba su poder y su autoridad y, extrañamente, admiraba su estilo.

– Su majestad el emperador Hsien Feng y su majestad la gran emperatriz Jin citan a… -con un tono más agudo, el eunuco jefe Shim cantó varios nombres-… y Nuharoo y Yehonala.

Capítulo 4

Oía el tintineo de mi tocado y mis pendientes. Delante de mí, las muchachas caminaban grácilmente con sus magníficas túnicas de seda y altos zapatos de plataforma. Los eunucos iban y venían alrededor de nosotras siete, respondiendo automáticamente a los gestos que el eunuco jefe Shim les hacía con la mano.

Atravesamos incontables patios y puertas en arco, y por fin llegamos al vestíbulo de entrada del palacio de la Paz y la Longevidad. Tenía la camiseta empapada de sudor; aquello aumentaba mis probabilidades de perder.

Eché un vistazo a Nuharoo. Estaba tan serena como la luna en un estanque; lucía una adorable sonrisa y su maquillaje estaba aún inmaculado.

Nos condujeron a una habitación secundaria y nos concedieron unos instantes para recomponer nuestro aspecto. Nos habían dicho que dentro de la sala estaban sentadas sus majestades. Cuando Shim entró y anunció nuestra llegada, el aire se hizo más denso alrededor de las muchachas. Los más leves movimientos hacían tintinear nuestras joyas como si fueran móviles de campanillas. Me sentía un poco mareada.

Oía la voz del eunuco jefe Shim, pero estaba demasiado nerviosa para entender lo que anunciaba. Sus sílabas sonaban distorsionadas, como las de un cantante de ópera que representara el papel de fantasma.

De repente la muchacha que estaba a mi lado se desplomó, le flaquearon las rodillas y, antes de que me decidiera a ayudarla, llegaron los eunucos y se la llevaron.

Me zumbaban los oídos. Respiré hondo varias veces para no perder el control como la pobre chica. Tenía los brazos rígidos y no sabía dónde colocar las manos. Cuanto más pensaba en calmarme, más perdía la compostura. Mi cuerpo empezó a temblar. Para distraerme, observé las obras de arte que rodeaban el marco de la puerta. En una caligrafía escrita en oro, sobre una tabla de madera negra, se leían cuatro caracteres gigantes: nube, ensimismamiento, estrella y gloria.

La muchacha que se había desmayado regresó, tan pálida como una muñeca de papel.

– ¡Sus majestades imperiales! -anunció el eunuco jefe Shim al entrar-. ¡Buena suerte, chicas!

Con Nuharoo a la cabeza y yo a la cola, las siete fuimos conducidas a través del pasillo formado por los eunucos.

El emperador Hsien Feng y la gran emperatriz Jin se sentaban en un kang -una especie de silla del tamaño de una cama- cubierto de seda amarilla; la emperatriz a la derecha y el emperador a la izquierda. La sala rectangular era espaciosa y de techo alto. A cada lado de la habitación, junto a las paredes, había dos árboles de coral anaranjados en unas macetas. Los árboles eran tan perfectos que parecían de verdad. Las damas de la corte y los eunucos estaban de pie junto a las paredes con los brazos cruzados. Cuatro eunucos, cada uno sujetando por un largo mango un abanico de plumas de pavo real, se hallaban apostados tras la silla. A sus espaldas colgaba un inmenso tapiz en el que se leía el carácter chino shou , longevidad, con los colores del arco iris. Al mirarlo de cerca, me di cuenta de que la letra estaba hecha de cientos de mariposas bordadas. Junto al tapiz había una vieja seta, alta como un hombre, en una bandeja dorada. Frente a la seta colgaba una pintura titulada La tierra inmortal de la reina madre en el reino medio , en la que aparecía una diosa taoísta surcando el cielo a lomos de una grulla y mirando hacia abajo, hacia un paisaje mágico de pabellones, torrentes, animales y árboles bajo los que jugaban los niños. Delante de la pintura había un recipiente de madera labrada de sándalo roja, en forma de calabaza doble, con flores y hojas talladas en altorrelieve. Años más tarde supe que aquel recipiente se usaba para guardar los tributos ofrecidos al emperador.

Las siete realizamos la ceremonia del kowtow [2] y nos arrodillamos.

Me sentía como si acabara de pisar un escenario. Aunque mantenía la cabeza baja, veía los preciosos jarrones, las patas espléndidamente talladas de los lavamanos, las linternas de pie con cordones que llegaban hasta el suelo y unas grandes cerraduras de la buena suerte cubiertas de seda en las esquinas de las paredes.

Me atreví a mirar al hijo del cielo. El emperador Hsien Feng era más joven de lo que imaginaba. Apenas tenía veinte años, una tez delicada y grandes ojos rasgados. Su expresión era amable y concentrada, pero carecía de curiosidad. Tenía la típica nariz mongólica, recta y larga, labios firmes y las mejillas febrilmente rojas. Al vernos entrar sus labios esbozaron una sonrisa.

Me parecía estar soñando. El hijo del cielo vestía una túnica dorada larga hasta los pies. Cosidos en la tela aparecían dragones, nubes, olas, el sol, la luna y numerosas estrellas. Un cinturón de seda amarilla le ceñía la cintura y de él pendían adornos de jade verde, perlas, piedras preciosas y una bolsita bordada. Las mangas tenían forma de cascos de caballo.

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