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Anchee Min: La Ciudad Prohibida

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Anchee Min La Ciudad Prohibida

La Ciudad Prohibida: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales. Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador. Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China. Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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La temperatura empezó a subir y me sudaban las manos y el cuerpo. Todo el mundo parecía tener bastante y yo estaba ansiosa por volver, pero debía cumplir con el protocolo. La hilera de gente que se presentaba ante mí seguía creciendo. Se extendía desde la puerta de entrada hasta el pabellón de piedra. Miré con el rabillo del ojo y vi que los porteadores estaban contando un chiste y los guardias parecían aburridos. Los caballos piafaban y el viento del desierto traía de lejos silbidos fantasmales. Cuando el sol estuvo sobre nuestras cabezas, muchos ministros relajaron sus maneras y se aflojaron los botones del cuello. Se sentaron en el suelo y esperaron a que la tumba se cerrara.

Por fin el astrólogo principal de la corte anunció que todo estaba dispuesto. Me acompañaron hasta la tumba mientras An-te-hai iba delante para comprobar el lugar antes de que yo entrase. El astrólogo me comunicó que debía proceder según la costumbre.

– Su majestad está preparado para su último momento terrenal con vos.

De repente tuve miedo y deseé que Yung Lu estuviera conmigo.

– ¿Puede… venir alguien conmigo? -pregunté-. ¿Puede quedarse An-te-hai?

– No, me temo que no, majestad.

El astrólogo principal me hizo una reverencia.

An-te-hai salió y me informó de que dentro todo estaba preparado. Me temblaban las piernas, pero me obligué a moverme.

– Majestad -oí gritar al arquitecto-, por favor, salid antes del mediodía.

El túnel parecía largo y exiguo; me produjo una sensación diferente al lugar que Nuharoo y yo habíamos visto la última vez que estuvimos allí juntas. Oía el eco de mis propios pasos. Tal vez fuera a causa del nuevo mobiliario y los nuevos tapices. Vi un gran reloj de oro de mesa y me pregunté para qué necesitaría su majestad un reloj. Sabía poco acerca de la vida después de la muerte, pero lo que veía me convenció de que se necesitaban muchas cosas.

Mientras miraba a mi alrededor, me llamó la atención un tapiz que describía una cabaña vacía en un paisaje montañoso. Una mujer se reclinaba con su qin y, a través de la ventana redonda que había a su espalda, se veía una explosión de flores de melocotón. La vitalidad de la primavera contrastaba con la melancolía de la joven mujer. Obviamente estaba esperando a su marido o a su amante. Sus pies descalzos sugerían que lo anhelaba; para mi sorpresa, llevaba los pies vendados.

La luz que emitía la vasija de aceite desprendía un aroma dulce e irradiaba rayos anaranjados. Aquello añadía calidez al mobiliario rojo. Había capas de colchas, mantas, sábanas y almohadas sobre una mesa del rincón. Era tan acogedor como una alcoba. Vi la mesa y la silla familiar que Hsien Feng había usado. La alta silla negra tenía lirios tallados y recordé que una vez colgué mi vestido en su respaldo mientras pasaba la noche con el emperador.

Mis ojos se fijaron en un féretro vacío sobre el que estaba mi nombre. Lo habían colocado junto al de Hsien Feng, como si ya estuviera muerta y enterrada dentro, tal como Su Shun había deseado, tal y como su majestad casi ordena, tal como debía haber sido mi vida. Aquel sería mi lugar de descanso para siempre, lejos de la luz del sol, lejos de la primavera, lejos de Tung Chih y de Yung Lu.

Se suponía que tenía que llorar. Aquello era lo que se esperaba de una emperatriz; por eso me había quedado sola. Pero no tenía lágrimas y, si me hubiera quedado alguna, las hubiera derramado por mí, pues mi vida no era muy diferente a ser enterrada viva. Mi corazón tenía prohibido celebrar sus primaveras, había muerto cuando envió las prostitutas a Yung Lu. La muchacha llamada Orquídea de Wuhu no habría hecho una cosa así.

No era tan valiente como me habría gustado ser. Era lo que An-te-hai parecía comprender: una mujer común y corriente que amaba a Yung Lu.

No sabía cuánto tiempo había permanecido en la tumba, pero no tenía ganas de irme y volver a la luz. No encontraba la vida que anhelaba en el exterior. La risa que una vez conocí no estaba allí. Ni siquiera podía mirar a Yung Lu a la cara. ¿Qué sentido tenía seguir?

Al mediodía la puerta al mundo exterior se cerraría para siempre. Mi miedo había desaparecido y allí reinaba una extraña paz, íntima y cálida como el vientre materno. Me producía alivio pensar que todos mis problemas acabarían si me quedaba allí. Ya no lucharía en sueños y me despertaría para oír a An-te-hai explicarme que había gritado. No tendría que degradarme confiando en que me consolase un eunuco. Podía decir adiós a Yung Lu allí mismo en la tumba y acabar con el dolor y la agonía. Podía convertir la tragedia en comedia. Ya nadie podría volver a hacerme sufrir. Lo cómico es que sería honrada por acompañar voluntariamente al emperador Hsien Feng al otro mundo. La historia elogiaría mi virtud y se construiría un templo para que futuras generaciones de concubinas pudieran adorarme.

Miré la puerta, el agujero en forma de sandía y la piedra, lista para rodar.

Mi ataúd estaba cubierto de lilas blancas. Comprobé si estaba abierto, pero no lo estaba y no podía abrirlo. ¿Por qué lo habían cerrado? Las tallas de los paneles no eran de mi agrado. Los movimientos de los fénix eran torpes; el dibujo, demasiado abigarrado y el color, demasiado estridente. Si lo hubiera pintado yo, le habría añadido elegancia y alma; habría hecho volar los pájaros y brotar las flores.

De repente descubrí algo que no pertenecía a aquella escena: el abrigo de An-te-hai, que lo había dejado allí tirado. Mis pensamientos fueron interrumpidos por aquel objeto terrenal. ¿Por qué lo habría dejado allí An-te-hai?

Oí pasos que se aproximaban y la rápida respiración de un hombre. No sabía si eran imaginaciones mías.

– ¡Majestad! -gritó la voz de Yung Lu-. ¡Es mediodía!

Al no poder frenar a tiempo, patinó sobre mí, empujándome sobre el abrigo de An-te-hai.

– Este es mi ataúd -conseguí decir.

– Por eso temía… -El calor de su boca rozaba mi cuello-. No puede ser un pecado robaros un momento de vuestra próxima vida.

Me cogió la túnica, pero estaba abotonada demasiado fuertemente. Me fallaban las piernas y parecía que empezaba a desmayarme. Oía las palomas en el cielo enviando la música de sus flautas chinas.

– Es mediodía -me oí decir.

– Y estamos en vuestra tumba -dijo enterrando su rostro en mi pecho.

– Tómame -dije abrazándole.

Yung Lu se apartó respirando con dificultad.

– No, Orquídea.

– ¿Por qué?, ¿por qué no?

Sin darme explicaciones, seguía rechazándome. Le supliqué, le confesé que nunca había deseado a ningún otro hombre; necesitaba su piedad y su misericordia, necesitaba que me tomara.

– ¡Oh, Orquídea, mi Orquídea! -seguía murmurando.

Un fuerte ruido llegó del extremo del túnel; era el sonido de la puerta de piedra.

– ¡El arquitecto ha ordenado cerrarla!

Yung Lu se puso en pie y corrió hacia la entrada arrastrándome con él.

Me abrumaba el miedo a salir. En mi mente daban vueltas los recuerdos de la vida que había llevado. La lucha constante por mantener las apariencias, la simulación, las sonrisas que habían encontrado mis lágrimas. Las largas noches insomnes, la soledad que envolvía mi espíritu y me convertía en un auténtico fantasma. Yung Lu me arrastraba con todas sus fuerzas.

– ¡Vamos, Orquídea!

– ¿Por qué haces esto? No me necesitas.

– Tung Chih os necesita. La dinastía os necesita. Y yo… -De repente como si se quebrase, se detuvo-. Espero con ilusión trabajar con vos, majestad, el resto de mi vida. Pero si insistís en quedaros, yo me quedaré aquí con vos.

Arrodillada vi sus ojos llenos de lágrimas y dejé de luchar.

– ¿Seremos amantes? -pregunté.

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