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Anchee Min: La Ciudad Prohibida

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Anchee Min La Ciudad Prohibida

La Ciudad Prohibida: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales. Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador. Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China. Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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– Él también os lleva en su corazón, mi señora.

– Que el cielo tenga piedad de él.

– ¿Tenéis vos modos de consolaros a vos misma? -preguntó An-te-hai.

– Estoy pensando en convertirme en una alcahueta.

El eunuco parecía horrorizado.

– Estáis loca, mi señora.

– No hay otro modo.

– ¿Y vuestro corazón, mi señora? ¿Queréis que sangre hasta la muerte? ¡Si me hiciera rico por recoger vuestras lágrimas del cielo, mi riqueza superaría a la de Tseng Kou-fan!

– Mi deseo se extinguirá una vez Yung Lu esté comprometido. Me obligaré; ayudándole a él, me ayudaré a mí misma.

An-te-hai bajó la cabeza.

– Lo necesitáis demasiado para…

– Debo… -No pude acabar la frase.

– ¿Habéis pensado alguna vez en lo que haríais si él viniera, digamos esta noche, a medianoche, por ejemplo? -me preguntó el eunuco después de un momento de silencio.

– ¿Qué estás diciendo?

– Sabiendo lo que vuestros corazones desean, mi señora, sabiendo que es seguro, que no estamos dentro de la Ciudad Prohibida, yo cedería a la tentación… es decir, deberíais invitarlo a venir.

– ¡No, no lo harás!

– Si pudiera controlarme, mi señora, si no os amara tanto.

– Prométemelo, An-te-hai. ¡Prométeme que no harás eso!

– Entonces golpeadme, porque mi deseo es veros sonreír otra vez. Creeréis que estoy loco, pero debo expresarme. Quiero que vuestro amor se vea satisfecho tanto como desearía recuperar mi hombría. No puedo dejar pasar semejante oportunidad.

Yo daba vueltas dentro de la tienda. Sabía que An-te-hai tenía razón y que necesitaba hacer algo antes de que la situación me superase. No era difícil ver que mi pasión por Yung Lu conduciría a la derrota de mi sueño por Tung Chih.

Llamé a Li Lien-yin.

– Ve a traer artistas del teatro local -le ordené.

– Sí, mi señora, ahora mismo.

– Las bailarinas nocturnas -especificó An-te-hai para asegurarse de que su discípulo comprendía a qué me refería.

Li Lien-yin me hizo una reverencia tocando el suelo con la frente.

– Sé un buen lugar a medio kilómetro de aquí, el pueblo de Melocotón.

– Envía a tres de sus mejores chicas a Yung Lu ahora mismo -le insté, y luego añadí-: Di que es un regalo de mi parte.

– Sí, su majestad.

Y el eunuco se fue.

Levanté la cortina y miré a Li Lien-yin desaparecer en la noche. Notaba una pesadez insoportable y aplastante. Me sentía como si tuviera el estómago lleno de piedras. No quedaba nada de la muchacha que había llegado a Pekín en el deslustrado crepúsculo de una mañana de verano diez años antes. Ella era ingenua, confiada y curiosa, rebosaba juventud, cálidas emociones y estaba presta a probar la vida. Los años que había pasado dentro de la Ciudad Prohibida habían formado un caparazón en torno a ella y el caparazón se había endurecido. Los historiadores la describirían como cruel y despiadada, dirían que su voluntad de hierro la llevaba de una crisis a otra.

Cuando me di media vuelta, An-te-hai me miraba con una expresión desconcertada.

– Soy como cualquier otra persona -exclamé-. No tenía dónde refugiarme.

– Habéis hecho lo imposible, mi señora.

Al día siguiente no había viento. Los rayos del sol se filtraban a través de las finas nubes. En el palanquín mis pensamientos se calmaron. Creía que ahora podía pensar en Yung Yu de otro modo, me sentía menos incómoda. Mi corazón aceptaba lo que había pasado y se levantaba lentamente de las ruinas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí brotar la esperanza dentro de mí. Me convertiría en una mujer que había experimentado lo peor, así que no tenía nada que temer.

Sin embargo mi corazón deseaba obstinadamente lo anterior, lo cual se hizo evidente cuando oí el sonido de cascos de caballo cerca de mi silla. Al instante, mi mente se emocionó con la familiar locura, dañando mi voluntad.

– ¡Buenos días, majestad! -dijo su voz.

La emoción y el placer me paralizaron. Mi mano parecía tener vida propia cuando descorrió la cortina. Allí estaba su rostro; él vestía su espléndido uniforme ceremonial montado en su caballo.

– He disfrutado de vuestros regalos -me dijo-. Habéis sido muy considerada.

Parecía sombrío, tenía los labios secos y sus ojos no sonreían.

Yo estaba decidida a controlar mis emociones, así que le respondí:

– Me alegro.

– ¿Esperabais que dijera que comprendía vuestro sacrificio y os estaba agradecido?

Quería decir que no, pero mis labios no se movieron.

– Sois cruel.

Sabía que si cedía, incluso un ápice, no tardaría en perder el control.

– Es hora de que vuelvas a tus obligaciones.

Y corrí la cortina.

Mientras el repiqueteo de los cascos del caballo se extinguía, lloré. Me vinieron a la memoria las palabras de Nuharoo: «El dolor hace cosas buenas. Nos prepara para la paz».

Al alba siguiente estábamos en la tumba de Hsien Feng. Esperé tres horas hasta que llegó el momento de trasladar el ataúd a su lugar. Para desayunar me sirvieron avena cocida. Luego tres monjes balancearon sus incensarios y caminaron en círculos a mi alrededor. El espeso humo me ahogaba. La música sonaba y el viento distorsionaba el sonido. Me encontraba ante un paisaje desnudo y vasto.

Los porteadores acercaban a hombros el ataúd, milímetro a milímetro, hacia la tumba. Me senté sobre mis rodillas y recé para que el espíritu de Hsien Feng hallara la paz en la otra vida. Doscientos monjes taoístas, doscientos lamas tibetanos y doscientos budistas entonaron cánticos. Sus voces eran extrañamente armoniosas. Permanecí arrodillada ante el altar hasta que los demás concluyeron su último adiós al emperador Hsien Feng. Sabía que no debía molestarme porque An-te-hai, que estaba a mi lado, me dijera paso a paso lo que tenía que hacer, pero aun así deseaba que se callara.

Yo sería la última y me quedaría a solas con su majestad antes de que la tumba se cerrase para siempre.

El arquitecto principal recordó a los ministros que siguieran puntualmente el horario previsto. Los cálculos exigían que la tumba se cerrara antes del mediodía, cuando el sol alcanzase el cuadrante.

– Si no, la energía vital empezará a perderse.

Esperaba mi turno mientras veía a la gente entrar y salir de la tumba. Me dolían las rodillas y añoraba terriblemente a Tung Chih. Me pregunté qué estaría haciendo y si el humor de Nuharoo habría cambiado. Estaba fuera de sí desde el día en que descubrió que todas sus rosas estaban muertas; los bárbaros habían arrancado sus raíces en su búsqueda de «tesoros enterrados». También encontró en el jardín los huesos de su loro favorito, Maestro Oh-me-to-fu. El pájaro era la única criatura de su especie que podía cantar el mantra budista: Oh-me-to-fu .

Pensé en Rong. No estaba segura de que hablar con ella pudiera ayudarla a sobrellevar la muerte de su hijo. Rong se asustaba con mucha facilidad y no iba a ser yo quien la culpara por pensar que la Ciudad Prohibida era un lugar terrible para criar a un hijo. Solo podía rezar para que el nuevo embarazo la llenara de esperanza.

Aquel día An-te-hai se había estado comportando extrañamente. Llevaba consigo un gran saco de algodón, y cuando le pregunté qué había dentro, dijo que era su abrigo. No podía entender por qué insistía en llevar un abrigo cuando en el horizonte solo se divisaba el cielo azul.

La gente que salía de la tumba me rodeaba. Se pusieron en fila para presentarme sus respetos, haciendo reverencias y tocando el suelo con la frente. Cada uno tardaba unos minutos en hacerlo. Un par de ministros ancianos estaban casi ciegos y les costaba caminar. No aceptarían que les excusara e insistían en concluir todo el protocolo. Nadie me preguntó si yo estaba cansada o hambrienta.

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