Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Solo por piedad, lo besé; muy suave y con tierna pasión, como una vez me había besado Onorato. Cerré los ojos, para evitar la visión de nuestros torturadores, e imaginé que estaba con mi antiguo amante. Pasé mis manos por la huesuda y estrecha espalda de Jofre; luego entre sus muslos. Se estremeció y gimió cuando acaricié su miembro, tal como me habían enseñado; muy pronto volvió a estar lo bastante firme para ser guiado dentro de mí, esta vez con éxito.

Mantuve los ojos cerrados. En mi mente, no había nada en el mundo excepto yo misma, mi nuevo marido y el trueno que se acercaba.

Jofre no era Onorato. Era pequeño, y yo recibía poco estímulo; de no ser por sus violentos empujes y porque yo había ayudado a entrar, apenas me hubiese dado cuenta de que me había penetrado.

A pesar de todo, lo abracé con fuerza; dada la presión que ejercía contra mi pecho, no pude evitar los jadeos. Rogué que los interpretase como sonidos de placer.

Después de quizá un minuto, los músculos de sus piernas se tensaron; con un grito, echó el torso hacia atrás. Abrí los ojos y vi los suyos abiertos por el asombro, luego se giró hacia arriba, momento en el que supe que habíamos culminado con éxito.

Se dejó caer sobre mí, jadeante. Sentí la sutil sensación de su miembro que se encogía dentro de mí, y después se deslizaba al exterior; con el movimiento llegó un calor líquido.

En ese momento, supe que no habría placer sexual para mí. Onorato se había preocupado de satisfacer mi deseo, pero ese no era el interés de ninguno de los tres hombres que se encontraban allí esa noche.

– Bien hecho, bien hecho -dijo el cardenal con una débil nota de desilusión al ver que su trabajo se había acabado tan rápido. Nos bendijo a nosotros y a la cama.

Detrás de él estaba mi padre. Con Jofre todavía sobre mí, miré al hombre que me había traicionado, mantuve mi mirada Iría, desapasionada. No quería darle el placer de ver la desdicha que me había infligido.

Él mostraba una pequeña sonrisa de victoria; no le importaba que le odiase. Se alegraba de haber acabado conmigo, y se i legraba todavía más por haber recibido algo valioso a cambio.

Los dos hombres se marcharon, y mi nuevo marido y yo nos quedamos por fin a solas. Mis damas no nos molestarían hasta la mañana, cuando recogerían las sábanas como una prueba más de la consumación de nuestro contrato.

Durante un largo rato, Jofre permaneció sobre mí en silencio. No hice nada, porque después de todo, él era ahora mi amo y señor y sería una descortesía interrumpirlo. Luego él empujó mis cabellos detrás de mis orejas y susurró:

– Eres muy hermosa. Me habían descrito cómo eras, pero las palabras no te hacían justicia. Eres la mujer más hermosa que he visto.

– Eres dulce, Jofre -repliqué con sinceridad. Era un chico, pero agradable, totalmente inocente, aunque careciese de inteligencia. Podría llegar a apreciarlo… pero nunca lo amaría. No de la manera en que había amado a Onorato.

– Lo siento -manifestó, con una súbita vehemencia-. Lo siento mucho… yo… -De pronto, se echó a llorar.

– Oh, Jofre. -Lo abracé-. Siento mucho que fuesen tan crueles contigo. Lo que hicieron no tiene nombre. Y lo que tú hiciste fue absolutamente normal.

– No -insistió él-. No es por la apuesta. Fue cruel por su parte, sí, pero soy un pésimo amante. No sé cómo complacer a las mujeres. Sabía que te decepcionaría.

– Calla -dije. Intentó apartarse, apoyarse sobre los codos, pero lo apreté contra mis pechos-. Únicamente eres joven. Todos comenzamos faltos de experiencia… y después aprendemos.

– Entonces aprenderé, Sancha -prometió-. Por ti, aprenderé.

– Calla. -Lo sostuve contra mí como el niño que era y comencé a acariciar sus largos y sedosos cabellos.

Fuera, se había desatado la tormenta y llovía a cántaros.

Verano de 1494-Invierno de 1495

La Cautiva De Los Borgia - изображение 8
***

Capítulo 5

A primera hora de la mañana siguiente, Jofre y yo iniciamos el viaje a nuestro nuevo hogar en el extremo sur de Calabria. Mantuve mi promesa de ser valiente: abracé a mi hermano y a mi madre y los besé sin derramar una lágrima; todos repetimos las promesas de visitarnos y escribirnos.

El rey Alfonso II, por supuesto, no se tomó la molestia de despedirse.

Squillace era una roca calcinada por el sol. La ciudad estaba colgada en lo alto de un empinado promontorio. Nuestro palacio, muy rústico para las costumbres napolitanas, se alzaba lejos del mar; la vista quedaba tapada en parte por el viejo monasterio fundado por el erudito Casiodoro. La costa era escabrosa y árida, y carecía de la graciosa curva de la bahía de Nápoles; las hojas desteñidas de los raquíticos huertos de olivos eran el único verdor. La contribución más importante a las artes de toda la región, de la que el populacho estaba muy orgulloso, era la cerámica marrón rojiza.

El palacio era un desastre; el mobiliario y las persianas estaban rotos, los cojines y los tapices destrozados, las paredes y los lechos agrietados. La tentación de ceder a la autocompasión y maldecir a mi padre por enviarme a un lugar tan horrible era grande. En cambio, me ocupé de transformar el palacio en una vivienda adecuada para la realeza. Pedí que trajeran el mejor terciopelo para reemplazar el brocado comido por las polillas en los viejos tronos, mandé rehacer los muebles y encargué el mejor mármol para reemplazar el desnivelado suelo de terracota en la sala del trono. Las habitaciones privadas de la pareja real -la del príncipe a la derecha de la sala del trono, la de la princesa a la izquierda- estaban incluso en peor estado de abandono, lo que me obligó a encargar más telas y a contratar a más artesanos para poner las cosas en orden.

Jofre tenía otra forma de mantenerse ocupado. Era joven, y estaba lejos de su dominante familia por primera vez; ahora que era el amo de su propio reino, no tenía idea de cómo comportarse con la corrección debida; así que no lo hizo. Muy poco después de nuestra llegada a Squillace, recibimos la visita de un grupo de los amigos romanos de Jofre, todos ansiosos por celebrarla buena fortuna del nuevo príncipe.

En los primeros días después de nuestro matrimonio -incluido el tiempo pasado en nuestro cómodo carruaje durante el viaje al sur- Jofre había intentado sin mucho entusiasmo cumplir su promesa de convertirse en mejor amante. Pero tendía hacia la ineptitud y la impaciencia; su propio deseo lo abrumaba muy pronto, y por lo general satisfacía sus necesidades sin ocuparse de las mías. Después de la ternura y las lágrimas que había mostrado en nuestra noche de bodas, pensé que había encontrado a alguien tan bondadoso como mi hermano. Muy pronto supe que las bonitas palabras de Jofre no salían tanto de la compasión como del deseo de apaciguar. Había una gran diferencia entre la bondad y la debilidad, y la agradable naturaleza de Jofre nacía de esto último.

Esto quedó del todo claro cuando aparecieron los amigos de Jofre a la semana de instalarnos en Squillace. Todos ellos eran jóvenes nobles; algunos estaban casados, pero la mayoría no, y ninguno de ellos era mayor que yo. También había un par de parientes, que habían ido hacía poco a Roma para sacar el máximo partido de sus vínculos con Su Santidad: el conde Hipólito Borja de España, que aún no había italianizado su apellido, y un joven cardenal de quince años, Luis Borgia, cuyos aires de relamida grandeza de inmediato provocaron mi desagrado. El palacio era un caos; había andamios por todas partes, había que reemplazar las cerámicas rotas de los suelos y ni siquiera estaba colocado el mármol en la sala del trono. Don Luis no perdía ocasión de comentar qué patética era nuestra vivienda y nuestro principado, sobre todo comparado con la magnificencia de Roma.

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