Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Cuando llegó el grupo, interpreté mi papelee anfitriona lo mejor posible, dado el entorno rural. Serví el banquete y escancié nuestro mejor Lachrima Christi, traído desde Nápoles, dado que el vino local era imbebible. Me vestí de negro, como debe vestir una buena esposa, y durante el festín, Jofre me exhibió con orgullo; los hombres me halagaron con innumerables brindis a mi belleza.

Sonreí; me mostré brillante y encantadora y atenta con los hombres que querían impresionarme con relatos de su coraje y su riqueza. Cuando se hizo tarde y todos estaban borrachos, me retiré a mis habitaciones y dejé a mi marido y a sus invitados.

Me desperté poco antes de la madrugada a causa de los gritos ahogados de un niño. Doña Esmeralda, que dormía a mi lado, también los oyó: alarmadas, nos miramos un instante, luego recogimos nuestras capas y corrimos hacia el lugar de donde procedía el sonido. Nadie con conciencia podía hacer caso omiso de algo tan conmovedor y doloroso.

No tuvimos que ir muy lejos. En el instante en que abrí la puerta que comunicaba mi antecámara con la del trono, me encontré con una bacanal que superaba todo lo imaginable. El suelo a medio levantar estaba cubierto de cuerpos abrazados; algunos se retorcían con la ebria pasión, otros permanecían inmóviles y roncaban por el exceso de vino. Eran los amigos de Jofre, y unas putas, comprendí con disgusto, aunque como mujer no me correspondía comentar nada sobre los pecadillos de los invitados de mi marido.

Sin embargo, cuando miré hacia los dos tronos, la ira se apoderó de mí.

Jofre, sentado en el suyo un tanto de lado, estaba desnudo de cintura para abajo; sus zapatillas, las medias y los calzones yacían en una pila en el escalón de la tarima y sus desnudas piernas estaban entrelazadas muy prietas con las de una mujer que estaba sentada sobre sus muslos. No era una cortesana de sangre noble, era la más vulgar y sucia de las putas locales -quizá le doblaba la edad a Jofre-; llevaba los labios pintados de un rojo fuerte y los ojos delineados con gruesos trazos de kohl; era esquelética, pobre, fea. Su barato vestido de satén rojo estaba recogido hasta la cintura, por lo que podía verse que no llevaba enagua debajo; sus pequeños y fofos pechos sobresalían por encima del corpiño para que mi joven esposo pudiese sujetarlos con las manos.

Jofre estaba tan borracho que no vio mi entrada y continuó montando a la muchacha, mientras ella soltaba exagerados gritos con cada movimiento.

Estas conductas eran de esperar por parte de los miembros de la realeza; no tenía ningún derecho a quejarme, excepto por la falta de respeto que Jofre mostraba hacia el símbolo del gobierno. Aunque había intentado prepararme para la inevitable infidelidad de Jofre, sentí la punzada de los celos.

Pero era el sacrilegio que se cometía junto a mi esposo lo que no podía soportar.

El cardenal Luis Borgia, que tanto adoraba todas las cosas romanas, estaba sentado en mi trono. Iba desnudo; la túnica roja y el capelo cardenalicio debían de haberse perdido en alguna parte en medio de la asamblea carnal. Sobre su falda se balanceaba uno de nuestros sirvientes de la cocina, un niño de unos nueve años, Matteo, que llevaba los calzones bajados hasta las rodillas. Las lágrimas caían por las mejillas del pequeño; era él quien había gritado, suyos eran los gritos que se habían convertido ahora en gemidos de dolor mientras el joven cardenal lo penetraba vigorosa, brutalmente, y lo aferraba por la cintura de forma que el niño no pudiera arrojarse al suelo. Matteo luchaba contra aquel movimiento sujetándose a los brazos del trono.

– ¡Basta! -grité. Furiosa por la crueldad y la irreverencia del cardenal, olvidé toda modestia y solté mi capa, que cayó al suelo; vestida solo con mi enagua, me acerqué sin más a Matteo e intenté apartarlo.

El cardenal, con el rostro desfigurado por la furia y la borrachera, se aferró al niño.

– ¡Déjalo que grite! ¡Le he pagado!

No me importó. El niño era demasiado pequeño para comprender por qué le habían pagado. Tiré de nuevo con más fuerza; la sobriedad me confería una decisión de la que Luis carecía. Se aflojaron sus manos y me llevé al niño lloroso para encomendárselo a una enfurecida doña Esmeralda. Ella se lo llevó para que lo atendiesen.

Indignado, Luis Borgia se levantó demasiado rápido dada su borrachera. Se tambaleó y cayó sentado en el escalón que conducía a mi trono, luego apoyó un brazo y la cabeza sobre el nuevo cojín de terciopelo, ahora manchado con la sangre de Matteo.

– ¡Cómo te atreves! -dije, con mi voz temblando de ira-. ¡Cómo te atreves a hacerle daño a un niño, le hayas pagado o no, y cómo te atreves a faltarme al respeto al realizar semejante acto en mi trono! Ya no eres un huésped bienvenido en este palacio. Te marcharás en cuanto amanezca.

– Soy el invitado de tu marido -balbució-, no el tuyo, y harías bien en recordar quién manda aquí. -Se volvió hacia mi marido; Jofre mantenía aún los ojos cerrados, los labios todavía entreabiertos, mientras embestía el cuerpo de la puta-. ¡Jofre! ¡Alteza, prestad atención! ¡Vuestra nueva esposa es un maldito marimacho!

Jofre parpadeó; sus movimientos cesaron.

– ¿Sancha? -Me miró titubeante, demasiado borracho para darse cuenta de las implicaciones de la situación, para sentir vergüenza.

– Estos hombres deben marcharse -manifesté, con una voz clara y fuerte para asegurarme que me escuchaba-. Todos ellos, por la mañana, y las rameras deben irse ahora.

– ¡Puta! -gritó el cardenal, y después inclinó la cabeza sobre el flamante cojín de terciopelo de mi trono, y vació el contenido de su estómago.

Tras mi insistencia, los huéspedes de Jofre se marcharon a la tarde siguiente. Mi esposo estuvo indispuesto la mayor parte del día; no fue hasta última hora que hablé con él de los acontecimientos de la noche anterior. Apenas recordaba nada, ya que sus amigos lo habían empujado a beber. Afirmó no recordar nada de las putas, y por supuesto aseguró que él nunca hubiese mancillado el honor del trono cometiendo voluntariamente semejantes actos, de no haber sido por la incitación de sus amigos.

– ¿Es ese comportamiento habitual en Roma? -pregunté-. Porque aquí no podrá ser, ni en ninguna otra parte donde yo viva.

– No, no -me aseguró Jofre-. Fue mi primo Luis; es un lujurioso, pero nunca debería haber permitido que me emborrachara hasta perder los sentidos. -Hizo una pausa-. Sancha. No sé por qué busqué consuelo en los brazos de una puta, cuando tengo la esposa más adorable de toda Italia. Tú lo sabes… tú eres el amor de mi vida. Sé que soy torpe e insensato; sé que no soy el más listo de los hombres. No espero que correspondas a mi amor. Solo que te apiades de mí…

Entonces suplicó mi perdón, de manera tan lastimosa que cedí, porque no tenía ningún sentido hacer que nuestras vidas fuesen desagradables solo por despecho.

Pero recordé su debilidad, y tomé nota del hecho de que mi marido era fácil de convencer, y no un hombre en el que se pudiera confiar.

Menos de dos semanas después, recibimos a un nuevo visitante, este enviado por Su Santidad, el conde de Marigliano. Era un hombre mayor, pulcro y majestuoso, con los cabellos canosos y un vestido discreto y elegante. Le di la bienvenida con una excelente cena; me quedé mucho más tranquila al ver que, a diferencia de los demás amigos de Jofre, no parecía en absoluto interesado en la juerga.

En cambio me sorprendió lo que sí le interesaba.

– Doña Sancha -dijo con voz grave, mientras disfrutábamos de las últimas botellas de Lachrima Christi después de la cena (los amigos de Jofre se habían bebido casi todas las que habíamos traído de Nápoles)-. Debo ahora abordar un tema muy difícil. Lamento tener que hablar de estos asuntos contigo en presencia de tu marido, pero ambos debéis ser informados de los cargos que se han presentado contra ti.

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