Colleen Mccullough - La canción de Troya

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La canción de Troya es la mejor creación de Colleen McCullough. En ella se relata la trágica y terrible epopeya de la guerra de Troya, de tres mil años de antigüedad, una leyenda de amor perdurable, odio inestinguible, venganza, traición, honor y sacrifico. En la historia, tan apremiante y apasionada como si se narrara por vez primera, sus protagonistas, Príamo, Helena, el príncipe Paris, Aquiles, Héctor, Ulises y Agamenón, avanzan hacia un destino que ni siquiera los dioses pueden evitar.

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– Sí -asentí desanimado-. Y lo antes posible. Ahora que se ha extinguido mi ira, mi estómago no es bastante resistente.

Señaló con la cabeza.

– Veo que has encontrado a Príamo.

– Sí.

– ¿Y a quién tenemos ahí?

Observó a mis prisioneros y obsequió a Eneas con una exagerada reverencia.

– ¡De modo que has cogido a Eneas con vida! Estaba convencido de que te haría las cosas difíciles.

Le lancé al dárdano una mirada de desprecio.

– Durmió todo el tiempo como un bebé. Lo encontré desnudo en su lecho como su madre lo trajo al mundo y aún roncando.

Ulises prorrumpió en fuertes risotadas. Eneas, furioso, se puso en tensión. Los músculos de sus brazos rígidos, mientras luchaba por librarse de sus ataduras. De pronto comprendí que Eneas había escogido el destino más indignante. Era demasiado orgulloso para soportar burlas. En el momento en que lo desperté tan sólo pensaba en el trono de Troya. Ahora alcanzaba a comprender lo que conllevaría su cautiverio: insultos, sarcasmos, risas, la infinita repetición de cómo había sido encontrado borracho como una cuba mientras los demás luchaban.

Solté a la vieja Hécuba, que seguía bramando, la empujé hacia adelante y entregué el extremo de su cuerda a Ulises.

– Un regalo especial para ti. Sin duda sabrás que es Hécuba. Tómala y entrégasela a Penélope como sirvienta. Añadirá un considerable brillo a tu rocosa isla.

– No es necesario, Neoptólemo -repuso asombrado.

– Quiero que sea para ti, Ulises. Si tratara de conservarla yo, Agamenón me la arrebataría. Pero no se atreverá a pedírtela. Que una casa distinta a la de Atreo exhiba tan alto premio.

– ¿Y qué me dices de la joven? ¿Sabes que es Andrómaca?

– Sí, pero me pertenece por derecho.

Me incliné y le susurré al oído.

– Deseaba buscar a su hijo, pero comprendí que era imposible. ¿Qué ha sido del hijo de Héctor?

Por un momento advertí cierta frialdad en él.

– Astiánax está muerto. No podía permitírsele que viviera. Lo encontré yo mismo y lo arrojé desde la torre de la Ciudadela. Hijos, nietos, biznietos… todos deben morir.

Mudé de tema.

– ¿Habéis encontrado a Helena?

Su frialdad se disipó en una enorme risotada.

– ¡Por cierto que sí!

– ¿Cómo murió?

– ¿Helena muerta? ¡Muchacho, Helena ha nacido para llegar a una edad provecta y morir tranquilamente en su lecho rodeada de sus llorosos nietos y sus sirvientes! ¿Imaginas a Menelao matando a Helena? ¿O permitiendo que Agamenón ordenase su muerte? ¡Dios! ¡Si la quiere mucho más que a sí mismo!

Se tranquilizó aunque aún reía satisfecho.

– La encontramos en sus aposentos rodeada de una pequeña guardia y con Deífobo preparado para matar al primer griego que viese. Menelao entró como un toro salvaje. Se enfrentó por sí solo a los troyanos y los despachó en un santiamén. Diomedes y yo fuimos simples espectadores. Por fin acabó con todos ellos, salvo con Deífobo, al que se enfrentó en duelo. Helena se encontraba a un lado, erguida la cabeza, mostrando el pecho y sus ojos como soles verdes. ¡Tan hermosa como Afrodita! ¡Te digo, Neoptólemo, que nunca podrá comparársele mujer alguna! Menelao estaba dispuesto pero no hubo duelo. Helena tomó la iniciativa; ensartó a Deífobo con una daga entre los omóplatos y luego cayó de rodillas. «¡Mátame, Menelao, mátame! ¡No merezco vivir! ¡Mátame ahora mismo!», gritó. Desde luego que Menelao no lo hizo. Le bastó con mirarle los senos para que todo se fuera al traste. Salieron juntos de la habitación sin mirarnos siquiera.

Tampoco yo pude contener la risa.

– ¡Oh, qué ironía! Pensar que has combatido contra un grupo de naciones durante diez años para ver morir a Helena y acabarás viéndola regresar a su hogar de Amidas convertida en mujer libre… y sin dejar de ser reina.

– Bien, la muerte raras veces está donde uno la espera -dijo Ulises.

Se le hundían los hombros y por vez primera advertí que era un hombre que rondaba la cuarentena, que se resentía de su edad y de su exilio y que pese a todo su amor por la intriga sólo deseaba volver a encontrarse en su hogar. Se despidió de mí, marchó llevándose a la vociferante Hécuba y por fin desapareció por una callejuela. Le hice una seña a Automedonte y nosotros seguimos adelante hacia la puerta Escea.

Los caballos avanzaron lentamente por el camino que conducía a la playa. Eneas y Andrómaca marchaban detrás, el cadáver de Príamo brincaba entre ellos. Al llegar al campamento rodeé el complejo de los mirmidones, vadeé el Escamandro y tomé el sendero que conducía a las tumbas.

Cuando los caballos ya no pudieron avanzar desaté a Príamo de la barra, así su túnica con la mano y lo arrastré hasta la puerta de la tumba de mi padre. Lo instalé en la postura de un suplicante, arrodillado, hundí en el suelo el extremo de Viejo Pelión y amontoné piedras en su base para formar un círculo de refuerzo. Luego me volví para contemplar Troya en la llanura con sus casas que despedían llamas sin cesar y sus puertas abiertas como la boca de un cadáver cuando su sombra ha huido a los oscuros páramos subterráneos. Y por fin, en el último momento, lloré por Aquiles.

Traté de evocarlo como cuando estaba en Troya pero había demasiada sangre, una neblina mortal. Al final logré recordarlo pero tan sólo de un modo, con la piel ungida al salir del baño y brillantes los dorados ojos porque me miraba a mí, a su hijo pequeño.

Sin importarme que pudieran verme llorar, regresé al carro y subí junto a Automedonte.

– Regresemos a las naves, amigo de mi padre. Volvamos al hogar -le dije.

– ¡Al hogar! -repitió con un suspiro el fiel Automedonte, que había zarpado de Áulide con Aquiles-. ¡Al hogar!

Troya quedaba atrás envuelta en llamas, pero nuestros ojos sólo veían los destellos saltarines del sol sobre un mar de color de vino que nos atraían hacia la patria.

EPILOGO

EL SINO DE ALGUNOS SUPERVIVIENTES

Agamenón regresó a Micenas sano y salvo, ignorando totalmente que su esposa Clitemnestra había usurpado el trono y se había casado con Egisto. Tras acoger cortésmente a Agamenón, la mujer lo convenció para que tomara un baño y, mientras él chapoteaba alegremente, lo asesinó con el hacha sagrada. Luego mató a su concubina Casandra, la profetisa.

A Orestes, hijo de Agamenón y Clitemnestra, lo sacó subrepticiamente de Micenas Electra, su hermana mayor, temerosa de que Egisto matara al muchacho. Éste, cuando creció, vengó a su padre asesinando a su madre y a su amante. Pero aquélla era una solución condenada al fracaso, pues, aunque los dioses exigían venganza por su padre, condenaron a Orestes por parricidio y éste enloqueció.

Según la tradición latina se supone que Eneas huyó de la ciudad de Troya en llamas cargando al hombro con su anciano padre Anquises y el Paladión ateniense bajo el brazo. Embarcó y concluyó su periplo en Cartago, al norte de África, donde la reina Dido se enamoró ciegamente de él. Cuando volvió a zarpar, la soberana se suicidó.

Eneas desembarcó entonces definitivamente en la llanura latina del centro de Italia, combatió en una guerra y se instaló allí. Su hijo Julo, habido con la princesa latina Lavinia, se convirtió en el rey de Alba Longa y fue antepasado de Julio César. Sin embargo, la tradición griega rechaza todo esto. Según ella, Eneas fue tomado como rehén por Neoptólemo, hijo de Aquiles, que obtuvo su rescate de los dárdanos, y luego se instaló en Tracia.

Andrómaca, viuda de Héctor, le correspondió como botín a Neoptólemo. Fue su esposa o concubina hasta que él murió y le dio por lo menos dos hijos.

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