Colleen Mccullough - La canción de Troya

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La canción de Troya es la mejor creación de Colleen McCullough. En ella se relata la trágica y terrible epopeya de la guerra de Troya, de tres mil años de antigüedad, una leyenda de amor perdurable, odio inestinguible, venganza, traición, honor y sacrifico. En la historia, tan apremiante y apasionada como si se narrara por vez primera, sus protagonistas, Príamo, Helena, el príncipe Paris, Aquiles, Héctor, Ulises y Agamenón, avanzan hacia un destino que ni siquiera los dioses pueden evitar.

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– ¡Aja! -resopló Capis-. ¡Muy conveniente! ¡Este brillante Ulises idea hacer el caballo demasiado grande y luego se larga! ¿Por qué tomarse tantas molestias sólo para zarpar? ¿Por qué preocuparse de las dimensiones que tendría el caballo? ¡Se han ido a su casa!

– ¡Porque la primavera próxima van a regresar! -replicó Sinón en un tono indicativo de que su paciencia llegaba a término.

– A menos que el caballo pueda pasar por nuestras murallas -dije levantándome de mi asiento.

– Es imposible -dijo Sinón recostándose a un lado del carro y cerrando los ojos-. Es demasiado grande.

– ¡No es imposible! -grité-. ¡Capitán! Trae cuerdas, cadenas, mulas, bueyes y esclavos. Es temprano, si comenzamos ahora podremos meter ese animal en la ciudad antes de que oscurezca.

– ¡No, no, no! -vociferó Laoconte con el rostro convertido en una máscara de terror-. ¡No, señor! ¡Déjame hacer primero rogativas a Apolo, por favor!

– Ve y haz lo que creas más conveniente, Laoconte -dije mientras me alejaba-. Entretanto comenzaremos a dar cumplimiento a la profecía.

– ¡No! -gritó mi hijo Capis.

Pero todos los demás gritaron alborozados:

– ¡Sí!

Nos costó la mayor parte del día. Lo sujetamos con cuerdas reforzadas con cadenas por la parte delantera y los costados de la maciza plataforma de madera, y luego uncimos mulas, bueyes y esclavos y con lentitud casi infinita el caballo de madera avanzó por el camino. Era una tarea dolorosa, frustrante y exasperante. Ningún griego, ¡ningún ser humano!, podía haber contado con nuestra paciencia y tenacidad ante semejante tarea. A cada recodo el objeto tenía que ser empujado de un lado para otro múltiples veces para mantenerlo sobre los guijarros y fuera de la hierba porque las ruedas sólo estaban atornilladas a la tabla, no había ejes bastante fuertes en el mundo para asumir tal montaña de peso.

Hacia mediodía lo habíamos arrastrado hasta la puerta Escea, donde pudimos comprobar por nuestros propios ojos que la cabeza era sin duda alguna cinco codos más alta que el pasillo arqueado que cruzaba la vasta puerta de madera.

– Timoites -le dije a mi hijo más entusiasta-, di a la guarnición que traiga picos y martillos y que rompan el arco.

Costó largo rato. Las piedras instaladas por Poseidón constructor de murallas no cedían fácilmente a los golpes de los mortales, pero se desmoronaron fracción a fracción hasta que se formó un enorme hueco sobre la abertura de la puerta Escea.

Los seres uncidos a la criatura tiraron de las cuerdas encadenadas y la poderosa cabeza se adelantó de nuevo. Contuve el aliento al ver cómo se apretaban cada vez con más fuerza las mandíbulas y cuando grité avisándolos era demasiado tarde: la cabeza se había quedado encajada. La separamos haciendo palanca, derribamos un poco más y lo intentamos de nuevo. Pero aún no pasaba. En cuatro ocasiones se atascó la noble cabeza sin que el espacio fuera suficiente. Luego el gigantesco objeto entró rodando, rechinante y aparatoso, en la plaza Escea. ¡Ah, Ulises se había visto frustrado!

Para asegurarme decidí que el caballo debía ser arrastrado por la escarpada colina y conducido hasta los manantiales de Troya, en la Ciudadela. Lo cual representó duplicar las bestias de carga y lo que parecieron eones de tiempo, aunque los ciudadanos también aportaron su grano de arena. La puerta de la Ciudadela no estaba coronada por ningún arco, por lo que el caballo pasó por ella sin dificultades.

Lo dejamos para siempre en reposo en el verde patio consagradado a Zeus. Las losas crujieron y se hendieron bajo su enorme peso y las ruedas se hundieron en el suelo entre el pavimento fragmentado, pero el sustituto del Paladión se mantuvo enhiesto. Ninguna fuerza terrestre podría ya moverlo. Habíamos demostrado a Palas Atenea que éramos dignos de su amor y respeto. En aquel momento prometí públicamente que el caballo se mantendría en perfectas condiciones y que se levantaría un altar en su base. Troya estaba a salvo. El rey Agamenón no regresaría en la primavera con un nuevo ejército. Y nosotros, cuando nos hubiéramos recuperado, controlaríamos las fuerzas del mundo para conquistar Grecia.

Entonces llegaron a mis oídos las demenciales carcajadas de Casandra, que corría desde las columnas con los cabellos sueltos al viento y los brazos extendidos. La joven se echó a mis pies y, abrazada a mis rodillas, gimió, chilló y vociferó.

– ¡Échalo de aquí, padre! ¡Échalo de la ciudad! ¡Déjalo donde estaba! ¡Es una criatura fatídica!

Laoconte, allí presente, asentía con hosca expresión.

– Los presagios no son buenos, señor. He ofrecido una cierva y tres palomas a Apolo pero los ha rechazado a todos. Este objeto significa la perdición de nuestra ciudad.

– Yo también lo he visto. Padre dice la verdad -exclamó pálido y tembloroso el mayor de sus dos hijos.

Timoites se apresuró a adelantarse en mi defensa, pues mi genio también se estaba despertando y las voces que sonaban alrededor de mí reflejaban temor.

– Acompáñame, señor -dijo Laoconte en tono apremiante-. Acompáñame al gran altar y compruébalo por ti mismo. El caballo está maldito. ¡Destrózalo, quémalo, libérate de él!

Apremió a sus dos hijos para que se adelantaran, corrió al altar de Zeus y me dejó atrás por la lentitud de mis viejas piernas. De pronto, al llegar al estrado de mármol, se echó a gritar al igual que sus hijos, que saltaron y chillaron. Cuando uno de los guardianes llegó junto a él se había desplomado en una masa informe y gimiente, abrazado a sus hijos, que se retorcían. Entonces el guardián retrocedió rápidamente y volvió hacia nosotros su rostro horrorizado.

– ¡No te acerques, señor! -gritó-. ¡Es un nido de víboras! ¡Les han mordido!

Alcé las manos a las profundidades carmesíes del firmamento.

– ¡Oh padre de los cielos! ¡Has enviado una señal! ¡Has fulminado a Laoconte ante nosotros porque murmuró contra la ofrenda de tu hija a mi pueblo! ¡El caballo es bueno, es sagrado! ¡Él mantendrá a los griegos eternamente lejos de nuestras puertas!

Por fin habían concluido aquellos diez años de guerra contra un enemigo poderoso. Habíamos sobrevivido y aún éramos dueños de nosotros mismos. El Helesponto y el Ponto Euxino nos pertenecían de nuevo. La Ciudadela volvería a tener clavos de oro y sonreiríamos otra vez.

Conduje a la corte a mi palacio y ordené que preparasen un banquete; teníamos que echar al olvido nuestros últimos recelos y disfrutar como esclavos liberados. Exclamaciones de júbilo, cánticos, címbalos, tambores, cuernos y trompetas resonaban por las encrucijadas callejeras bajo la Ciudadela mientras desde el interior fluían idénticos ruidos hacia abajo. ¡Troya estaba libre! ¡Diez años! ¡Habían pasado diez años y Troya había vencido! ¡Troya había expulsado a Agamenón de sus playas para siempre!

¡Ah, pero para mí el mejor espectáculo lo constituía Eneas! Él no había ido a ver el caballo; no se había movido de palacio mientras duraron todos nuestros esfuerzos. Sin embargo, no podía en modo absoluto dejar de asistir al banquete, aunque permaneció con rostro impenetrable y mirada encendida en odio. Yo había ganado y él, perdido. La sangre de Príamo aún existía. Troya sería gobernada por mis descendientes, no por Eneas.

CAPITULO TREINTA Y TRES

NARRADO POR NEOPTÓLEMO

Cerraron nuestra trampilla mucho antes de que amaneciera y nosotros, que habíamos soportado la oscuridad todas las noches de nuestras vidas, descubrimos qué era realmente hallarse a oscuras. Por más que abría los ojos y me esforzaba por ver seguía sin distinguir nada. Nada. Estaba completamente ciego, el mundo era una negrura tangible e insoportable. Traté de pensar que tan sólo sería un día y una noche si podíamos considerarnos afortunados. Por lo menos un día y una noche sin un mínimo resquicicio de luz, sin poder discernir la hora por el sol, convertido cada instante en una eternidad, los oídos tan afinados que la respiración de los hombres sonaba como truenos distantes.

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