Príamo, rey de Troya, estaba acurrucado en el peldaño superior, su barba y cabellos blancos resplandecían como plata entre la luz que se filtraba, y cubría su enjuto cuerpo con un camisón de hilo.
– ¡Coge una espada y muere, Príamo! -le grité desde donde me encontraba con el hacha colgando a un costado.
Pero él miraba ausente a algo que se hallaba detrás de mí con los legañosos ojos llenos de lágrimas: no se daba cuenta de lo que sucedía o no le importaba. El aire estaba impregnado con los ruidos de muerte y alboroto y el humo ya ensombrecía el cielo. Troya moría alrededor de él mientras, al borde de la locura, se sentaba al pie del altar de Apolo. Creo que nunca comprendió que procedíamos del caballo, por lo que el dios le ahorró tal conocimiento. Lo único que él entendía era que ya no existían razones para seguir viviendo.
Junto a él se hallaba una anciana encorvada, aferrada a su brazo, con la boca abierta en una constante sucesión de alaridos más propios de un perro que de un ser humano. Una joven con abundante masa de rizos negros estaba de espaldas a mí ante la mesa del altar, apoyadas las manos en la losa y la cabeza inclinada hacia atrás mientras oraba.
Llegaron más hombres para defender a Príamo y yo los vencí con desprecio. Algunos lucían la insignia de sus hijos, lo cual aún me sirvió de estímulo. No me detuve hasta que tan sólo quedó uno, un simple joven; ¿tal vez Ilio? ¿Qué podía importar? Cuando intentó atacarme con una espada se la arranqué fácilmente de un tirón y luego así sus largas y despeinadas trenzas con el puño izquierdo y abandoné el escudo. El muchacho se debatió y propinó puñetazos contra mis grebas con los nudillos mientras yo lo obligaba a doblegarse y lo arrastraba al pie del altar. Príamo y Hécuba se abrazaban; la joven no se volvió.
– ¡Aquí está tu último hijo, Príamo! ¡Mira cómo muere!
Apoyé el talón en el pecho del joven, lo levanté por los hombros limpiamente del suelo y a continuación aplasté su cabeza con la parte plana de mi hacha. Príamo se levantó como si reparara en mí por vez primera. Con la mirada fija en el cadáver de su último hijo cogió una lanza que se apoyaba a un lado del altar. Su mujer trató de contenerlo aullando como una loba.
Pero ni siquiera logró superar los peldaños. Tropezó y cayó tendido a mis pies cubriéndose el rostro con los brazos y ofreciendo el cuello al hacha. La anciana se había abrazado a sus muslos y la joven por fin se había vuelto y no me observaba a mí sino al rey con el rostro rebosante de compasión. Alcé el hacha y calculé el impacto para no errar el golpe. La hoja de doble filo cayó como una cinta en el aire y en aquel momento crucial sentí al sacerdote que vive en el corazón de todos los hombres nacidos para reinar. El hacha de mi padre culminó el impacto a la perfección. El cuello de Príamo se separó bajo sus cabellos plateados y la hoja lo atravesó por completo hasta chocar con la piedra mientras la cabeza saltaba por los aires. Troya estaba muerta. Su rey había sucumbido con la cabeza cortada por el hacha como solían morir los soberanos en tiempos de la Antigua Religión. Me volví y sólo encontré a griegos en el patio de Apolo.
– Busca una habitación que pueda cerrarse -le dije a Automedonte-, y luego regresa y mete en ella a estas dos mujeres.
Subí los peldaños del altar.
– El rey ha muerto -le dije a la joven, una gran belleza-. Tú serás mi botín. ¿Quién eres?
– Andrómaca de Cilicia, viuda de Héctor -dijo con firmeza.
– Entonces cuida de tu madre mientras te sea posible. No tardarás en separarte de ella.
– Déjame ir con mi hijo -repuso con gran serenidad.
– No, es imposible -respondí negando con la cabeza.
– ¡Por favor! -exclamó ella aún sin perder el control.
Se disipó el resto de mi ira y la compadecí. Agamenón no permitiría que el muchacho viviera, pues había ordenado el total exterminio de la casa de Príamo. Antes de que pudiera negarle al acceso a su hijo por segunda vez regresó Automedonte. Las dos mujeres, una aún aullando y la otra implorando quedamente ver a su hijo, fueron retiradas de allí.
Marché del patio y comencé a explorar aquel laberinto de pasillos abriendo cada puerta e inspeccionando el interior para ver si quedaban más troyanos que exterminar. Pero no encontré a ninguno hasta que llegué a un perímetro exterior y abrí otra puerta.
Tendido en un lecho y durmiendo profundamente se encontraba un hombre muy corpulento y atlético. Era un varón atractivo, bastante moreno para ser hijo de Príamo, aunque no tenía el característico aire familiar. Entré sin hacer ruido, me aposté junto a él con el hacha muy cerca de su cuello y luego lo agité bruscamente por el hombro. Gruñó, era evidente que se hallaba bajo los efectos del vino, pero se despabiló bruscamente en el instante en que se encontró ante un hombre que vestía la armadura de Aquiles. Sólo la hoja del hacha que se apoyaba en su garganta le impidió dar un rápido salto en busca de su espada. Me lanzó una mirada asesina.
– ¿Quién eres tú? -le pregunté sonriente.
– Eneas de Dardania.
– ¡Bien, bien! Eres mi prisionero, Eneas. Soy Neoptólemo.
Un destello de esperanza iluminó sus ojos.
– ¿Cómo? ¿No vas a matarme?
– ¿Por qué tendría que matarte? Eres mi prisionero, nada más. Si tu pueblo dárdano aún te tiene en bastante estima para pagar el exorbitante rescate que me propongo pedir, puedes ser un hombre libre. Una recompensa por ser a veces… digamos amable con nosotros en la batalla.
Su rostro se iluminó de alegría.
– ¡Entonces seré el rey de Troya!
Me eché a reír.
– Cuando se haya reunido tu rescate no habrá ninguna Troya en la que reinar, Eneas. Vamos a destruir este lugar y a someter a esclavitud a su pueblo. Las sombras pasearán por la llanura. Creo que tu perspectiva más sensata consistirá en emigrar. -Dejé caer el hacha-. Levántate, desnudo y con cadenas marcharás detrás de mí.
Aunque a regañadientes hizo exactamente lo que le decía sin crearme ningún problema.
Un mirmidón me trajo mi carro entre las calles incendiadas y en ruinas. Busqué algunos pedazos de cuerda, saqué a ambas mujeres de su prisión y las até fuertemente. Eneas me tendió las muñecas por voluntad propia para que se las atara. Con los tres bien sujetos, ordené a Automedonte que nos condujera fuera de la Ciudadela, de retorno a la plaza Escea. Los soldados sometían la ciudad a saqueo, algo que no interesaba al hijo de Aquiles. Alguien subió el cadáver decapitado de Príamo a la parte posterior del carro al igual que hicieron con el de Héctor y se arrastró por las piedras entre los pies de mis tres cautivos con vida. La cabeza de Príamo quedó ensartada en Viejo Pelión, su barba y sus cabellos plateados empapados en sangre, los negros ojos desorbitados, paralizados por el dolor y la ruina, mirando sin ver los hogares incendiados y los cuerpos despedazados. Los pequeños llamaban inútilmente a sus madres, las mujeres corrían enloquecidas en busca de sus hijos o huían de los soldados que se entregaban al crimen y a la violación.
No había modo de dominar al ejército. En aquel día de triunfo daban rienda suelta a la cólera de diez años de exilio y ausencia del hogar, de camaradas muertos y viudas infieles, del odio experimentado hacia toda cosa y persona troyana. Merodeaban como bestias por las calles envueltas en nubes de humo. No hallé ni rastro de Agamenón. Tal vez algo de mi apresuramiento en dejar la ciudad fuera resultado de lo poco dispuesto que estaba a verlo aquel día de profunda devastación. Era su victoria.
Ulises asomó por una callejuela no lejos de la Ciudadela y me saludó alegremente.
– ¿Te marchas, Neoptólemo?
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