Colleen Mccullough - La canción de Troya

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La canción de Troya es la mejor creación de Colleen McCullough. En ella se relata la trágica y terrible epopeya de la guerra de Troya, de tres mil años de antigüedad, una leyenda de amor perdurable, odio inestinguible, venganza, traición, honor y sacrifico. En la historia, tan apremiante y apasionada como si se narrara por vez primera, sus protagonistas, Príamo, Helena, el príncipe Paris, Aquiles, Héctor, Ulises y Agamenón, avanzan hacia un destino que ni siquiera los dioses pueden evitar.

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– ¡Es una trampa! -gritaron Capis y Laoconte casi al unísono.

La discusión prosiguió con violencia a medida que la gente importante de Troya se reunía junto al sorprendente caballo, asombrándose, teorizando y abrumándome con sus opiniones. Para alejarme de ellos, paseé una y otra vez en torno al animal, examinándolo minuciosamente, sondeando el significado de sus símbolos, maravillándome ante la cualidad del trabajo realizado. Se encontraba exactamente a mitad de camino entre la playa y la ciudad. ¿Pero de dónde procedía? Si los griegos lo hubieran construido, lo hubiéramos visto levantarse. ¡Sin duda debía proceder de la diosa!

Laoconte había enviado a algunos miembros de la guardia real al campamento griego para inspeccionarlo. Yo seguía dando vuelta tras vuelta cuando aparecieron dos guardianes en un carro de cuatro ruedas custodiando a un hombre. Desmontaron a mi lado y lo ayudaron a apearse.

Llevaba cadenas en brazos y piernas, sus ropas se veían reducidas a harapos y sus cabellos y su persona estaban sucios.

El guardián de más edad se arrodilló ante mí.

– Señor, hemos descubierto a este individuo escondido en una de las casas griegas. Como ves, está cargado de cadenas y ha sido azotado recientemente. Cuando lo prendimos rogó por su vida y pidió ser conducido ante el rey de Troya para comunicarle sus noticias.

– ¡Habla, hombre! Soy el rey de Troya -le dije.

El hombre se humedeció los labios y gruñó sin poder articular palabra. Un guardián le dio agua. Bebió con avidez y luego me saludó.

– Gracias por tu amabilidad, señor -dijo.

– ¿Quién eres? -inquirió Deífobo.

– Me llamo Sinón, soy griego argivo, un noble de la corte del rey Diomedes, que es mi primo. Pero servía en la unidad de tropas especiales que el gran soberano de Micenas delegó para el uso exclusivo del rey Ulises de las islas exteriores.

Se tambaleó y tuvo que ser sostenido por los guardianes. Me apeé del carro.

– Soldado, siéntalo en el borde de tu carro y yo me instalaré a su lado.

Pero alguien encontró una silla, por lo que me situé frente a él.

– ¿Estás mejor, Sinón?

– Gracias, señor. Tengo fuerzas para proseguir.

– ¿Por qué ha sido azotado y encadenado un noble argivo?

– Porque yo estaba al corriente de la conjura urdida por Ulises para liberarse del rey Palamedes. Al parecer, Palamedes había insultado a Ulises de algún modo poco antes de que comenzara nuestra expedición a Troya. Se dice que Ulises puede aguardar toda una vida la oportunidad perfecta para vengarse. En el caso de Palamedes esperó más de ocho años. Hace dos años Palamedes fue ejecutado por alta traición. Ulises tramó los cargos y elaboró las pruebas que lo condenaban.

Fruncí el entrecejo.

– ¿Por qué iba a conspirar un griego para conseguir la muerte de otro? ¿Eran vecinos, rivales de algún territorio?

– No, señor. Uno reina sobre las islas de la parte occidental de la isla de Pélops; el otro, en un importante puerto de mar de la costa este. Se guardaban rencor por algo que desconozco.

– Comprendo. ¿Por qué entonces te hallas en tal situación? Si Ulises pudo elaborar cargos de traición contra un rey griego, ¿por qué no hizo lo mismo contigo, un simple noble?

– Soy primo hermano de un rey muy poderoso, señor, al que Ulises ama entrañablemente. Además, yo le confié mi historia a un sacerdote de Zeus y, mientras yo permaneciera ileso, el sacerdote no debía decir nada; pero si yo moría, por la causa que fuese, el sacerdote debía presentarse. Como Ulises ignoraba quién era mi confidente, me creí a salvo.

– Imagino que el sacerdote jamás narró la historia porque no has muerto, ¿no es cierto? -le pregunté.

– No, señor, en modo alguno -repuso Sinón, que había bebido de nuevo y parecía menos desdichado-. El tiempo transcurrió sin que Ulises dijera ni hiciera nada y… bien, señor, ¡me olvidé del asunto! Pero durante las últimas lunas el ejército estaba cada vez más desanimado. Cuando Aquiles y Áyax murieron, Agamenón abandonó toda esperanza de entrar algún día en Troya. De modo que se celebró un consejo en el que se sometió la cuestión a voto y decidieron regresar a Grecia.

– ¡Pero ese consejo debió de celebrarse a mediados de verano!

– Sí, señor. Mas la flota no podía zarpar porque los auspicios no eran favorables. Taltibio, el gran sacerdote, dio por fin a conocer la respuesta: Palas Atenea hacía soplar vientos adversos. Había endurecido su corazón contra nosotros tras el robo del Paladión y exigía una reparación. Entonces también Apolo declaró su ira. Deseaba un sacrificio humano. ¡El mío! ¡Pronunciaron mi propio nombre! Tampoco pude encontrar al sacerdote en quien había confiado, pues Ulises lo había enviado en una misión a Lesbos. De modo que cuando expliqué mi historia nadie me creyó.

– Entonces el rey Ulises tampoco te había olvidado.

– No, señor, desde luego que no. Sólo aguardaba a que llegara el momento oportuno para golpear. Me azotaron, me cargaron de cadenas y me dejaron abandonado a tu merced. Bóreas comenzó a soplar y por fin zarparon. Palas Atenea y Apolo habían sido aplacados.

Me levanté, estiré las piernas y volví a sentarme.

– ¿Y qué me dices de ese caballo de madera, Sinón? ¿Por qué está ahí? ¿Pertenece a Palas Atenea?

– Sí, señor. Pidió que su Paladión fuera sustituido por un caballo de madera y lo construimos nosotros mismos.

– ¿Por qué no pidió simplemente que devolvierais su Paladión? -inquirió Capis, receloso.

Sinón pareció sorprendido.

– El Paladión había sido contaminado.

– Prosigue -le ordené.

– Taltibio profetizó que en el momento en que el caballo de madera se encontrara en el interior de Troya, la ciudad nunca caería y que retornaría a ella su antigua prosperidad. De modo que Ulises sugirió construir el caballo demasiado grande para que no pudiera pasar por vuestras puertas. De ese modo, dijo, podíamos obedecer a Palas Atenea y, a la vez, asegurarnos de que no se cumpliría la profecía. El caballo de madera tendría que permanecer fuera, en la llanura.

Gruñó, movió los hombros y trató de sentarse más cómodamente.

– ¡Ay, ay! ¡Me han destrozado!

– En seguida te llevaremos a la ciudad y te cuidaremos, Sinón -lo tranquilicé-, pero primero debemos oír toda la historia.

– Sí, señor, lo comprendo. Aunque no sé qué esperas oír. Ulises es brillante y el caballo demasiado grande.

– Ya cuidaremos de eso -repuse con torva sonrisa-. Concluye.

– En realidad ya he concluido, señor. Zarparon y me dejaron aquí.

– ¿Marcharon hacia Grecia?

– Sí, señor. Con estos vientos les será fácil la travesía.

– Entonces ¿por qué dotaron de ruedas a esa bestia? -preguntó Laoconte aún muy escéptico.

Sinón parpadeó asombrado.

– ¡Para sacarlo de nuestro campamento!

¡Era imposible dudar de aquel hombre! Sus sufrimientos eran demasiado reales, al igual que los verdugones de los azotes y su extremo adelgazamiento. Y la historia encajaba a la perfección.

Deífobo observó la enorme masa del animal y suspiró.

– ¡Oh, qué lástima, padre! Si pudiéramos meterlo en… -Hizo una pausa-. Sinón -añadió-, ¿qué le sucedió al Paladión? ¿Cómo se contaminó?

– Cuando lo trajeron a nuestro campamento… Ulises lo robó…

– ¡Muy característico! -lo interrumpió Deífobo.

– Fue exhibido en su propio altar -prosiguió Sinón-, y el ejército se reunió para verlo. Pero cuando los sacerdotes le efectuaron sus ofrendas, la diosa se envolvió tres veces en llamas y al extinguirse el fuego por tercera vez comenzó a sudar sangre. Grandes gotas surgían de su rostro de madera y rodaban por sus mejillas, sus brazos y las comisuras de sus ojos, como si llorara. La tierra se agitó y desde el claro cielo cayó una bola de fuego entre los árboles más allá del Escamandro. ¡Debisteis de verla! Nos golpeamos el pecho y oramos… todos, hasta el gran soberano. Después descubrimos que la diosa había prometido un favor a su hermana Afrodita, que si el caballo de madera se colocaba dentro de Troya, entonces la ciudad dirigiría las fuerzas del mundo y conquistaría Grecia.

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