El cura del cornetín
A los pocos días de estar allí se declaró la guerra. Yo no me di cuenta de lo que era aquello hasta que los directores del teatro donde trabajábamos, que eran franceses, nos dijeron que no podían pagarnos, que cerraban y que se iban. Fuimos a ver al cónsul de España. Como les pasa siempre a nuestros cónsules, no pudo hacer nada. Fui al puerto. No había más que tres barcos y eran millares los franceses que en un plazo de tres horas tenían que embarcar. No había plazas para mujeres. Después de muchas gestiones, el representante diplomático de Francia me consiguió un pasaje, pero lo rehusé porque no me querían dar otro para Sole. Los buques zarparon abarrotados. Llevaban gente hasta en los palos. Muchos franceses, sobre todo mujeres, se quedaron sin embarcar. Viendo cómo se alejaban los buques, aquellas pobres mujeres gritaban de dolor, se arañaban el rostro y se tiraban al suelo desesperadas. La guerra nos cogía de nuevas, y hacíamos muchos aspavientos. Después aprendimos a afrontar las cosas con más decencia. Yo estuve al borde del malecón viendo cómo se perdía la vista del último buque francés. En la popa, bajo la bandera tricolor, iba un cura francés, con su sotana y su teja, que cuando el buque soltó amarras sacó un cornetín e inflando los mofletes se puso a soplar La Marsellesa . Rojo, congestionado, estuvo soplándola mientras alcanzamos a verle y oírle.
Guerra y dancings
Al principio la guerra no se notaba mucho, pero poco a poco todo fue cambiando. La gente tenía la cara cada vez más apretada, más dura. Ya no volvimos a ver caras anchas, abiertas, sonrientes, hasta muchos años después. Y, la verdad, creo que caras amables como las de antes de la guerra no se han vuelto a ver por las calles de Europa. Los cabarets no se cerraron. Al contrario, parecía que la gente tenía más ganas de beber y de tirar el dinero. Sole y yo caímos en un cabaret de ínfima categoría, el Kataclun, donde acudía una clientela escandalosa y derrochona: los marinos. El dueño era un griego sinvergüenza que engañaba a su padre. Cinco meses estuvimos allí, siempre con el alma en un hilo por los escándalos, los desafíos y las bestialidades de aquella canalla. Entonces conocí a fondo la mala vida de Constantinopla, aquellos chulos turcos con una oreja cortada invariablemente, aquellas bailarinas guapas, gordas y bestias, aquella morralla internacional de griegos, armenios, búlgaros, tíos de donde Cristo dio las tres voces, todos ladrones, todos pendencieros, que parecía que los llamaban a Constantinopla como con reclamo. Pero ya entonces empezaron a llegar los alemanes, y se pusieron a limpiar aquello de indeseables.
Había en Constantinopla barrios espantosos. Los «gallineros» de Galata eran un montón de casuchas de una planta hechas con adobes, en las que vivían las mujeres malas. Estas casuchas no tenían más que una habitación tan baja de techo, que en ella sólo se podía estar acostado, y en el sitio de la puerta presentaban todas una gran tela metálica, a través de la cual se veía un camastro y una mujer, absolutamente desnuda, tendida en él. Los transeúntes escogían mirando a través de la tela metálica, que no tenía otro objeto que el de evitar que les tirasen cosas a aquellas desgraciadas. Una cantidad equivalente a una peseta daba derecho a una botella de cerveza y a todo lo demás. Por lo general, las mujeres de los «gallineros» de Galata no eran turcas. Había muchas griegas, y hasta alguna española, que no sé cómo fue a parar allí. Los clientes eran marineros, soldados, boxeadores, luchadores de grecorromana y cargadores del puerto. Los musulmanes no iban casi nunca a los «gallineros» de Galata. Para entrar en las casas de placer había que llevar fez y ser conocido de alguien. Antes de que le abrieran tenía uno que hablar con la dueña por un torno como el de un convento. Había muchas cortesías y muchos cumplimientos. Todo estaba lleno de celosías y cortinas. Era bonito y raro. Siento no poder contarlo todo, pero Sole se me enfadaría.
Después de cinco meses de sobresaltos entre la clientela alborotada del Kataclun fuimos a trabajar en el Circo de Pera, donde dimos una función en honor de las dos esposas del sultán, la entrante y la saliente. A las sultanas les gustó mucho nuestro trabajo, y nos mandaron como regalo veinticinco libras turcas y una flor.
Finalmente estuvimos bailando en el Parisina, un cabaret de más empaque, al que iba mejor gente. Los alemanes, que se iban haciendo los dueños de Constantinopla, lo frecuentaban. Allí conocí a muchos oficiales alemanes.
Allí conocí al barón Stettin. El barón Stettin, que estuvo a punto de ser mi ruina.
Profilaxis germánica
Al mes de estar allí los alemanes, Constantinopla era otra.
Y se había acabado el pan. Limpiaron aquello de maleantes, metieron a los turcos en cintura, pero no quedó un panecillo blanco en toda Turquía. Barrieron para dentro. Se llevaron a Alemania todo cuanto necesitaban para seguir haciendo la guerra. En las tiendas empezaron a escasear los víveres; pero, eso sí, el orden era admirable. Exactos, inflexibles, laboriosos, los oficiales alemanes substituyeron con ventaja a los funcionarios turcos, que eran un pendones. Todavía recuerdo a un capitán turco con unos bigotazos imponentes, jefe de la policía, que andaba siempre por los cabarets rodeado de seis o siete muchachitos guapos, con los que se emborrachaba. Aquello lo acabaron los alemanes a rajatabla. No es que los oficiales alemanes no fuesen también a los cabarets y no se emborrachasen, pero tenían otros modales. Muy serios, muy suyos, muy correctos, les besaban las manos a las artistas y las obsequiaban con ramos de flores. A mí uno me tiró una moneda de oro al terminar de bailar el tango.
La policía alemana echó a un lado a la policía turca y le hizo la vida imposible al que no tenía sus asuntos en regla. Llegaron a expulsar a todas las parejas de artistas de cabaret que no eran matrimonio, pusieron muchas restricciones a la bebida —claro que sólo para los que no eran alemanes—, y con el miedo a los espías no dejaban moverse a nadie. A los pobres franceses que se habían quedado en Constantinopla no se les permitía salir a la calle después de las siete de la tarde, bajo pena de fusilamiento. Sólo una noche, la Nochebuena, les dejaron un poco en libertad para que pudiesen celebrarla. Así y todo, había muchos aliadófilos, y un día intentaron celebrar una manifestación. La policía turca les cortó el paso con descargas cerradas contra los manifestantes. Al día siguiente yo mismo, con mis propios ojos, vi en medio del Cassim balanceándose media docena de ahorcados. Los únicos que se las tenían tiesas con los alemanes eran los marinos del buque norteamericano Escorpión , que estaba anclado en el puerto. Los yanquis tenían broncas constantes con las patrullas alemanas. Los demás, turcos o extranjeros, no chistaban siquiera. La opresión era cada día mayor. Y más grande la escasez.
Yo procuraba estar a buenas con ellos. Uno es artista de cabaret, y en todas partes tiene que congraciarse con los que mandan para que le dejen vivir. Llegué a estar muy bien relacionado con los alemanes. Un día fui presentado al conde Spee, que era el jefe, una especie de virrey. Por entonces di lecciones de baile al cónsul de Austria y a la baronesa de Gooten, una dama alemana muy importante, doctora, que estaba en Turquía organizando enfermeras. También conocía a Juan Radsmusen, un aviador alemán famoso. Y al barón Stettin.
«Tú eres un espía»
El barón Stettin se encajó bien el monóculo, apoyó el codo en el mantel y me dijo fríamente:
—Tú eres un espía.
Me quedé sin sangre en las venas. Yo sabía bien cómo las gastaba el barón con los espías. Con su aire correcto y glacial había mandado al otro barrio más gente que pelos tenía en la cabeza. El barón Stettin era un capitán del ejército alemán, coronel entonces de la caballería del sultán, y al parecer, uno de los jefes del servicio de contraespionaje. Yo había notado ya que desde hacía algún tiempo cada vez que iba por el cabaret, y lo hacía frecuentemente, me buscaba, charlaba conmigo, me hacía beber y estaba demasiado amable. Aquella noche, cuando hubimos terminado nuestro número en el escenario, me mandó un recado invitándome a tomar una copa de champaña. Y mientras Sole se vestía yo fui a su palco. Me recibió con una sonrisa, me invitó a sentarme y me llenó una copa. No había hecho más que vaciarla cuando me espetó aquello:
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