Lo que Chaves nos dice es cosa muy distinta: todos fueron unos asesinos, empezando por Lenin. Las ideas, más o menos hermoseadas por la propaganda occidental, no impidieron que se le mancharan las manos con los crímenes que cometió, como manchadas las tenía el zar a quien el mismo Lenin ordenó asesinar, con toda su familia, incluidos los niños.
«La guerra civil daba un mismo tono a los dos ejércitos en lucha, y al final unos y otros eran igualmente ladrones y asesinos; los rojos asesinaban y robaban a los burgueses, y los blancos asesinaban a los obreros y robaban a los judíos.»
¿Habla de Rusia, de España? Acaso fueron estas las palabras que oyó Chaves a Martínez, personaje real a quien conoció en París, años después de los hechos recordados por éste y en el curso de un reportaje que hacía el periodista español sobre los refugiados rusos en la ciudad francesa, tal vez fueron esas palabras, digo, las que le dieron la idea de escribir un libro. Chaves no quiso hacer una novela. El testimonio de Martínez, que seguía trabajando en París en lo suyo, el cabaret, le impresionó. Es un relato lineal, que tras una breve obertura, pasa a labios de Martínez. Podríamos considerar este libro sus memorias rusas. No hay en ellas recuerdos íntimos, ni estudios psicológicos, casi todo discurre por el nudo de los acontecimientos. Su compañera, que comparte con él todas las penalidades, apenas merece una descripción; es un nombre sin habla. Martínez quiere contarnos lo que ha visto, más que lo que ha sentido. Esto en él es elemental. Martínez es elemental. Se gana la vida bailando, y bailará siempre que alguien le pague por hacerlo, sin importarle más. Considera que es una persona sin otra fortuna que la salud y la vida, y quiere conservar ambas. Ese es todo su horizonte. Carpe diem . La vida como bien supremo. He ahí toda su filosofía: sobrevivir. Para ello no dudará en brujulear cuanto pueda, engañando, como un picaro en lo menudo. Lo suyo no son los grandes crímenes, sino las pequeñas trapisondas. Como el picaro, casi siempre se equivoca en las decisiones que ha de tomar.
Chaves le da a Martínez una literatura sin énfasis, la suya propia de periodista obligado a llegar a miles de lectores de toda clase. Chaves no es un artista de la palabra como otros periodistas, Ruano por ejemplo. Tampoco es un poeta, como Baroja. Chaves, que admira a Baroja, no es un sentimental como suele ser éste, más o menos despegado de todo y cínico, pero sentimental. Chaves es un hombre que no explota recursos retóricos propios de los demagogos, de modo que a veces nos resultará áspero y poco efusivo.
Las cosas que Martínez cuenta, porque las vio, fueron puestas en entredicho por muchos miles de hombres, que se negaban a admitir el fracaso de aquella revolución. El mérito de Chaves está no sólo en descubrir a Martínez en medio de las procelas parisinas, sino en creer lo que dice, y darle la voz al sentido común y, sobre todo, a las evidencias, por ásperas e inefusivas que resulten.
He aquí toda la fuerza de este libro que se deja leer como un reportaje admirable. Y aunque dijéramos que se lee como una novela, conviene recordar que es sobre todo como una novela como no deberíamos leerlo. Para los amantes de los detalles exactos, le diremos que está lleno de ellos, preciosos casi siempre, lo mismo si se trata de pendentifs de brillantes como de panecillos negros. Al fin y al cabo Martínez no siendo ruso lo mira todo con enorme distancia. No le va en ello la vida, como seguramente le fuese años después, al estallar la guerra civil española. La distancia emocional de Martínez le convenía mucho al propio Chaves, que sabía que sólo con distancia puede uno ver la realidad sin empañamientos sentimentales o afectivos.
El resultado fue este libro original (no deja de ser curioso que revolución tan trascendente como la soviética la relate un especialista en castañuelas), un viaje que no olvida nunca la receta suprema de la literatura, a saber, que sólo el humor puede aligerar el amargo paso de la Historia.
Andrés Trapiello
El maestro Juan Martínez que estaba allí
A la sombra espectral del Moulin de la Galette, en el calvario pedregoso de la rue Lepic, deslizándose junto a los jardincillos empolvados de los viejos estudios de pintor, que huelen a permanganato y aguarrás; cobijándose en las grietas de la desvencijada plaza de Tertre, en aquel paisaje lunar que es hoy el corazón de Montmartre, va haciéndose viejo mi amigo Martínez.
Martínez es flamenco, de Burgos, bailarín. Tiene cuarenta y tres años, una nariz desvergonzadamente judía, unos ojos grandes y negros de jaca jerezana, una frente atormentada de flamenco, un pelo requetepeinado de madera charolada, unos huesos que encajan mal, porque, indudablemente, son de muy distintas procedencias —arios, semitas, mongoles—, y un pellejo duro y curtido como el cordobán.
Hace veinte años, cuando Martínez vino a Montmartre, era un mocito chulapo de pañuelo de seda al cuello, hongo y pantalón abotinado. Bailarín, hijo de bailarín, granujilla madrileño y castizo, con arrequives de pillo de playa andaluza, pero muy mirado, de una peculiar hombría de bien y una moral casuística complicadísima, había robado a Sole —una moza de pueblo, alegre y bonita como una onza de oro— y se había ido con ella a París de Francia.
Le enseñó a bailar aquel flamenco litúrgico con bata de cola y enagua almidonada, heredado del Salón Burrero y el café Silverio. Ella bailaba mejor, sin embargo, una jota trepidante de aldea celtíbera, cuyo sprint final le arrebolaba las mejillas tersas y le hacía palpitar —como buche de paloma en mano— los pechos, muy levantados y oprimidos por el alto corsé de ballenas.
Bajo la rúbrica imperial de «Los Martínez» se ganaban la vida bailando por los cabarets de Montmartre. Habían tenido un gran éxito en el Pigalle, en el Moulin Rouge y en un teatrillo de varietés que había entonces debajo de la torre Eiffel. Él era todo un hombrecito, y navegaba bien por aquellas sirtes del Montmartre cabaretero del año 1914, entre maquereaux , apaches, cabotinieres , agentes del chemin de Buenos Aires, pederastas, traficantes de neige , policías que les chantajeaban y honestos y sencillos ladrones. En este mundillo de la delincuencia parisiense, los españoles encuentran siempre la leal protección de ilustres compatriotas que gozan de un bien ganado prestigio.
Ella era muy simple, muy alegre y muy buena. Se había ido a correrla con aquel chiquillo simpático abandonando de súbito el cántaro y el refajo. Él, muy pintoresco, con una gruesa cadena de oro en el chaleco y unos luises en el bolsillo, quería ponerla a la moda, y la llevaba a las tiendas de la rue de la Paix, donde entonces vestían a las mujeres con unas robes largas, de tules incitantes, con aberturas y escotes muy aquilatados y fimbrias de piel o pluma. Era la época de los sombreros monumentales. Sole , la pobre, no sabía ponerse aquellos sombreros. Iba la peinadora y se los colocaba, según arte, pero apenas salía a la calle un movimiento brusco de la cabeza o un tropezón al subir al fiacre —aún había fiacres en París— hacía que el sombrero se ladease, y allí iba Sole arrastrando aquel promontorio desgraciado con su carita de Pascuas, que París entero se volvía a mirar.
Aprendieron a bailar el tango argentino, y como se querían mucho llegaron a bailarlo con un acoplamiento perfecto. Hubo entonces en París un concurso internacional de danza, y fueron proclamados los mejores bailarines de tango argentino del mundo. Les dieron una medalla conmemorativa, que Sole guarda todavía como oro en paño.
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