Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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La atrajo hacia él y cayeron de cuclillas los dos contra la pared.

– ¿Por qué tiemblas ante ella? -preguntó Josiane.

Marcel le puso la mano en la boca y la atrajo contra él entre sus brazos.

– Olvidas que es ella la que tiene la firma.

– Porque fuiste lo suficientemente gilipollas como para dársela.

– Deja de querer hacer siempre la revolución.

– Y tú no dejes que te agarre por los cojones.

– Oh, venga, la señorita me da lecciones… Te hacías menos la lista el otro día al lado de la máquina de café, ¿eh? Toda modosita entre los brazos de ese guaperas que vendería a su madre por un diente de oro.

– Me estaba tomando un café. Eso es todo.

Marcel estuvo a punto de ahogarse. Con voz ensordecida, casi mudo, protestó:

– ¿Es que acaso no estabas en los brazos de Chaval?

– Nos achuchábamos un poco, es cierto. Pero sólo para picarte.

– Pues bien… lo conseguiste.

– Sí. Lo conseguí. ¡Y desde entonces no me hablas!

– Es que no me esperaba algo así…

– ¿Qué te esperabas? ¿Que te tejiese gorros de lana para tu vejez?

Marcel se encogió de hombros y, tirando de la manga de su chaqueta, se puso a dar brillo a la punta de sus zapatos.

– Estaba harta, Marcel…

– ¿Ah, sí? -dijo él, fingiendo estar absorto en la limpieza de su calzado.

– Harta de verte marchar cada tarde con la Escoba. ¡Harta! ¡Harta! ¿No piensas nunca que eso me vuelve loca? Tú, abuelete bien instalado en tu doble vida, yo recogiendo las migas que te dignas a lanzarme. Atrapándolas al vuelo, sin hacer ruido por si ella me oye. Y mi vida pasa a todo trapo sin que pueda ponerle la mano encima. ¡Hace lustros que dura lo nuestro! Y seguimos viéndonos a escondidas. Y nunca me llevas como pareja oficial, nunca me llevas a pasear por los sitios buenos, nunca me exhibes bajo el sol de islas paradisíacas. No, para el bomboncito la oscuridad completa. Los menús a veinte pavos y las flores de plástico. Oh, claro, cuando me pongo gallito, cuando amenazo con dejar plantado a papaíto, me sueltas una joya. Para que siga esperando, para calmar la tormenta en mi cabeza. En cuanto a lo demás, ¡promesas! Promesas a perpetuidad. Así que ese día, me harté… Ese día, además, ella me había agredido. Era el día en el que había perdido a mi madre y ella me prohibió llorar en el despacho. Estaba usurpando mi sueldo, me dijo. La habría descuartizado…

Marcel escuchaba pegado a la pared. Se dejaba invadir por la música de las palabras de Josiane y, poco a poco, fue pudiéndole la ternura. Su cólera caía como la tela de un paracaídas que se posa en tierra. Consciente de que le enternecía, Josiane desplegaba su relato, lo aumentaba, le añadía lágrimas, suspiros, figuras, pintándolo de malva, marrón, negro y rosa. Mientras susurraba su drama, guiaba el lento acercamiento del cuerpo de Marcel contra el suyo. Él todavía resistía, estrechaba sus rodillas entre sus manos para no dejarse caer sobre ella, pero se balanceaba suavemente acercándose.

– Ha sido muy duro perder a mi madre, sabes. No era una santa, qué más quisiera, ya lo sabes. Pero era mi madre. Creía que sería fuerte, que lo aguantaría sin decir nada y, después, ¡pam! Se me hizo un nudo en la garganta y perdí el aliento.

Ella le cogió la mano y la puso entre sus senos, ahí donde tanto le había dolido. La mano de Marcel se calentó en la suya y encontró su lugar de antaño en el suave y relajante canalillo.

– Me encontré como cuando tenía dos años y medio… Cuando levantas la cabeza, confiada, hacia el adulto que debería protegerte y recibes un bofetón, un viaje del que ya no vuelves… Nunca se repone una de esas heridas, nunca. Nos hacemos los orgullosos, levantamos el mentón, pero nuestro corazón late con fuerza…

Su voz se convertía en un hilillo, un susurro de suaves confidencias que envolvía a Marcel Grobz en guata vaporosa. Bombón cito, mi bomboncito, qué bien oírte de nuevo, mi niña, mi querida, mi amazona dorada… háblame, sigue hablándome, cuando balbuceas, cuando te enredas con las palabras como la aguja en la lana, yo resucito, la vida es árida sin ti, no brilla, no vale más que levantarse por las mañanas para apoyar la nariz en la ventana.

Henriette Grobz había subido al despacho de Marcel y, al no encontrar ni a Josiane ni a su marido, partió en busca de René. Le encontró en el almacén, en plena discusión con un obrero que se rascaba la cabeza: no había más sitio en altura para ordenar los palés. Henriette esperó, un poco alejada, a que le prestasen atención. Su cara estaba pintada como un fresco restaurado y su sombrero plantado sobre el cráneo dominaba como un trofeo arrancado al enemigo. René se volvió y la vio. Una mirada rápida a su despacho le tranquilizó: los dos amantes contrariados se habían escondido. Se despidió del obrero y preguntó a Henriette lo que podía hacer por ella.

– Estoy buscando a Marcel.

– Debe de estar en su despacho.

– No está allí.

Ella respondía con voz grave e hiriente. René puso cara de extrañado e hizo como que reflexionaba mientras la sopesaba con la mirada. El polvo rosa sobre su rostro dibujaba placas resecas e irritadas que subrayaban las finas arrugas de la boca y las carrilladas que se hundían. Su rostro avejentado, del que sobresalía una nariz de loro, se articulaba en torno a una boca tan estrecha que el carmín se salía de los labios pintados. Henriette Grobz intentaba dibujar la sonrisa de la que se planta esperando una propina a cambio, y que, decepcionada, quisiera escupir sobre el impostor que le ha hecho creer durante un segundo que obtendría su óbolo. Había hecho un esfuerzo con René, pensando que la informaría, pero, ante su ineficacia, retomó su aire de ayudante en jefe y giró los talones. Dios, pensó René, ¡qué mujer! ¡Tiesa como una verga empalmada! Seguro que no encuentra placer alguno ni en la comida ni en la bebida, ni en el menor abandono. ¡Habría que hacerla saltar con dinamita! Todo lo tiene bajo control, todo rezuma obligación, interés; el cálculo se alía con la frialdad de su ropa y de sus gestos. Un almidón perfecto embutido en un corsé de cálculos financieros.

– Voy a esperarle en su despacho -silbó mientras se alejaba.

– Eso es -respondió René-, si le veo le diré que está usted allí.

Mientras tanto, en el despacho de René, de cuclillas en la oscuridad y susurrándose, Marcel y Josiane proseguían su reencuentro.

– ¿Me la has pegado con Chaval?

– No, no te la he pegado… Me dejé llevar una noche de depresión. Me fui con él porque estaba allí… Pero podría haber sido cualquier otro.

– ¿Me quieres un poco a pesar de todo?

El se había acercado y su muslo reposaba contra el de Josiane. Su aliento cercano era cálido y él respiraba entrecortadamente a fuerza de estar doblado en dos.

– Te quiero sin más, mi osito…

Ella suspiró y dejó caer su cabeza sobre el hombro de Marcel.

– Te he echado de menos, ¿sabes?

– Yo, también. No te puedes hacer idea.

Estaban allí, los dos, atónitos, estrechados el uno contra el otro como dos colegiales que han hecho novillos y se esconden para fumar. Susurrando en la oscuridad y el calor que apestaba a lana mojada.

Permanecieron un largo rato sin moverse, sin hablarse. Sus dedos se estrecharon, se frotaron, se reconocieron, y fue toda una ternura, todo un calor lo que Josiane reencontró como un paisaje de la infancia. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, discernían en lo oscuro el contorno de los objetos. Me da igual que sea viejo, que sea gordo, que sea feo, es mi hombre, mi bola de arcilla a la que amar, con la que reír, a la que moldear, con la que sufrir; lo sé todo de él, puedo describirlo con los ojos cerrados, puedo adivinar sus palabras antes incluso de que las pronuncie, puedo leerle el pensamiento, leer sus ojitos vivaces, leer su gruesa barriga… describiría con los ojos cerrados a este hombre.

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