– Me ha dicho que te has puesto a escribir.
– ¿El te ha dicho eso?
– Entonces ¿es verdad, ya has empezado?
– No en serio. Tengo una idea, estoy dándole vueltas.
– En todo caso él te apoyará, evidentemente. No es la clase de marido celoso del éxito de su mujer. No como el señor Isambert, su mujer escribió un libro y no se le pasa el enfado; a punto está de ponerle un pleito para prohibirle publicarlo con SU apellido.
Iris no respondió. Lo que temía estaba ocurriendo: todo el mundo hablaba de su libro, todo el mundo pensaba en su libro. Salvo ella. No tenía la menor idea. Y peor aún: se sentía incapaz de escribirlo. Se imaginaba perfectamente hablando de él, haciendo como si, hablando de literatura, de la soledad del escritor, de las palabras que se escapan, de los nervios de antes de empezar, de la hoja en blanco, del agujero negro, de los personajes que se presentan en el relato, que te tiran de la manga… Pero ponerse a trabajar, sola, en su despacho… Imposible. Había mentido una no-che para pavonearse, para hacerse notar, y su mentira la estaba aprisionando.
– Me gustaría encontrar un marido como el tuyo -suspiró Caroline, que proseguía con sus reflexiones sin darse cuenta de la confusión de Iris-. Tenía que haberle echado el lazo antes de que te casaras con él.
– ¿Sigues soltera? -preguntó Iris, obligándose a interesarse por la suerte de Caroline Vibert.
– ¡Más que nunca! Mi vida es una fiesta perpetua. Salgo de casa a las ocho de la mañana, vuelvo a las diez de la noche, me trago un potaje y, ¡hala!, a la cama con la tele o una novela que no me haga pensar demasiado. Evito las novelas policiacas por no tener que esperar hasta las dos de la mañana para saber el nombre del asesino. Ya ves lo apasionante que es mi vida. Ni marido, ni hijos, ni amante, ni mascota, sólo una anciana madre que no se acuerda de mí cuando la llamo. La última vez me colgó en las narices pretendiendo que nunca había tenido hijos. Me reí hasta que se me saltaron las lágrimas.
Soltó una risa falsa. Una risa para maquillar su soledad, la vacuidad de su vida. Tenemos la misma edad, pensó Iris, pero yo tengo un marido y un hijo. Un marido que sigue siendo un misterio y un hijo que se está convirtiendo en otro. ¿Qué hay que añadir a la vida para convertirla en interesante? ¡Dios! ¿Un pez rojo? ¿Una pasión? La Edad Media, como Jo… ¿Por qué no me ha hablado de sus traducciones? ¿Por qué Philippe no me ha dicho nada? Mi vida se está disolviendo, roída por un ácido invisible, y estoy asistiendo, impotente, a esa lenta disolución. La única energía que me queda la uso para los periodos de rebajas, en el primer piso de la casa Givenchy. Soy una gallinita de lujo con cerebro de gallinita de fábrica, porque como yo las hay a patadas en el mundo de las privilegiadas.
Caroline había terminado de jugar con la pajita de su zumo de naranja.
– Me pregunto por qué arriesgo mi vida en las rebajas si nunca salgo o si cuando lo hago, es en chándal, los domingos por la mañana, para comprar el pan.
– Te equivocas. Deberías vestirte de Givenchy para comprar el pan. Es muy posible que encuentres a alguien el domingo, cuando todo el mundo se pasea por las panaderías.
– Menudo lugar de encuentro. Familias que compran cruasanes, abuelitas que dudan entre un hojaldre o un polvorón para no romperse la dentadura, y niños obesos que se llenan los bolsillos de chucherías. No es allí donde voy a conocer a Bill Gates ni a Brad Pitt. No, sólo me queda Internet… Pero me cuesta ponerme a ello. Mis amigas entran a veces y funciona. Consiguen citas.
Caroline Vibert seguía hablando, pero Iris ya no la escuchaba. La miraba con una mezcla de ternura y de piedad. Sentada con las piernas cruzadas, con ojeras y la boca amargada, Caroline Vibert parecía un pobre objeto usado, roto, mientras que, una hora antes, era una arpía, dispuesta a pegarle un tiro a su prójimo por una blusa de seda color crema de Givenchy. Busca lo falso, pensó Iris. ¿Quién es la auténtica? Disimulada entre las ramas de un árbol, como en las adivinanzas que me gustaba resolver cuando era pequeña. El malvado lobo está escondido en este dibujo y Caperucita Roja no se ha dado cuenta, encuéntrale y salva a Caperucita. Siempre encontraba al malvado lobo.
– Oh, tengo que dejar de hablar contigo -suspiró Caroline-, me deprime. Nunca pienso en todo eso. Me pregunto si no volver a arriesgar mi vida en Givenchy. Eso, por lo menos, fortalece el carácter. A condición de que la loca del cúter haya desaparecido.
Las dos mujeres se besaron y se separaron.
Iris volvió a su taxi saltando por encima de los charcos. Pensó en sus botas de cocodrilo y se felicitó por haberlas comprado.
Bien resguardada en el coche, miró a Caroline Vibert colocarse en la fila para esperar un taxi, en la plaza de l'Alma. Llovía, y la fila de espera era larga. Había colocado sus compras bajo el abrigo para protegerlas. Parecía uno de esos capuchones que se colocan sobre las teteras para conservar el té caliente. Iris pensó proponerle que le acompañara, se acercó a la ventana para gritarle, pero su móvil sonó y descolgó.
– Sí, Alexandre querido, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras, mi amor? Dime…
Tenía frío, estaba mojado. Estaba esperando delante del colegio desde hacía una hora a que viniese a buscarle para ir al dentista.
* * *
– ¿Qué te pasa, Zoé? Díselo a mamá. Sabes que mamá lo comprende todo, lo perdona todo, quiere a sus hijos incluso cuando son asesinos sanguinarios. ¿Lo sabes?
Zoé, erguida en su pantalón escocés, había introducido el dedo índice en un agujero de la nariz y la exploraba con aplicación.
– Uno no se mete los dedos en la nariz, mi amor… Incluso cuando está muy apenado.
Zoé lo retiró con desgana, lo inspeccionó y lo secó en su pantalón.
Joséphine consultó el reloj de la cocina. Eran las cuatro y media. Tenía una cita dentro de media hora con Shirley para ir a la peluquería. «Te pago el peluquero -le había dicho Shirley-me he embolsado un buen fajo. Voy a transformarte en bomba sexual». Joséphine había abierto los ojos como platos, sorprendida como si la amenazasen con un bigudí. «¿Vas a volverme sexual? ¿Me vas a teñir de rubia platino?». «No, no, un cortecito y algunas mechas para añadir algo de luz». Jo sintió algo de aprensión. «No me cambies demasiado, ¿eh?». «Que no, te voy a poner guapa como una golondrina y después festejamos la Navidad todos juntos antes de que te vayas con los ricos». No le quedaba más que media hora para hacer hablar a Zoé. Había que aprovechar: Hortense no estaba.
– ¿Puedo hacer como un bebé? -preguntó Zoé escalando hasta las rodillas de su madre.
Jo la izó hasta ella. Las mismas mejillas regordetas, los mismos rizos enredados, la misma barriguita redonda, el mismo aspecto torpe, la misma frescura inquieta. En las fotos familiares Jo se parecía a ella cuando era pequeña. Una niña regordeta en su chándal que saca barriga y mira el objetivo con aire desconfiado. «Mi amor, mi niña bonita que quiero con locura. ¿Sabes que mamá está aquí? ¿Siempre, siempre?». Zoé asintió con la cabeza y se estrechó contra ella. Debe de estar deprimida, pensó Jo, se acercan las Navidades y Antoine está lejos. No se atreve a decírmelo. Las niñas no hablaban nunca de su padre. No le enseñaban las cartas que les envía una vez por semana. A veces llamaba por la noche. Siempre era Hortense la que descolgaba y después tendía el teléfono a Zoé, que balbuceaba síes y noes. Habían hecho una separación bien precisa entre su padre y su madre. Jo empezó a acunar a Zoé canturreándole palabras dulces.
– ¡Cómo ha crecido mi niña! ¡Ya no es un bebé! Es una chica muy guapa de hermosos cabellos, una hermosa nariz, una hermosa boca…
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