– Y, sin embargo, señora Cortès, va a tener que…
– Me las arreglaré, señor Faugeron, me las arreglaré…
– Mientras tanto, este cheque de ocho mil doce euros llenará el agujero dejado por su marido… Los pagos son de mil quinientos euros al mes, así que haga usted misma el cálculo…
– He hecho algunas compras esta tarde -consiguió articular Joséphine-. Para las niñas, las Navidades de las niñas… He comprado un ordenador y… Espere, tengo los recibos de la tarjeta…
Rebuscó en el bolso, tomó su monedero, lo abrió rápidamente y sacó los recibos de la tarjeta. Sumó las cifras gastadas y se las anunció al banquero.
– Vamos a andar muy justos, señora Cortès… Sobre todo si no cumple con el pago del 15 de enero… No quiero asustarla en esta época de Navidad, pero andamos muy justos.
Joséphine no sabía qué decir. Su mirada calló sobre la mesa de la cocina donde reinaba su máquina de escribir, una vieja IBM de bola que le había regalado Chef.
– Le haré frente, señor Faugeron. Déjeme el tiempo para adaptarme. Me han prometido, esta mañana, otro trabajo bien remunerado. Es cuestión de días…
Estaba soltando cualquier cosa. Estaba a punto de ahogarse.
– No es urgente, señora Cortès. Volveremos a hablar a primeros de enero, si quiere, quizás tenga usted noticias…
– Gracias, señor Faugeron, gracias.
– Vamos, señora Cortès… no se atormente usted, saldrá usted de ésta. Mientras tanto, intente pasar unas buenas fiestas de Navidad. ¿Tiene usted proyectos?
– Voy a casa de mi hermana, en Megève -respondió Joséphine como un boxeador noqueado al que el árbitro está contándole hasta diez.
– Está muy bien no pasarlas sola, tener familia… Venga, señora Cortès, felices Navidades.
Joséphine colgó y titubeó hasta el balcón. Se había acostumbrado a refugiarse allí. Desde el balcón contemplaba las estrellas. Interpretaba un tintineo, el paso de una estrella fugaz como el signo de que era escuchada, que el cielo velaba por ella. Esa noche, se arrodilló sobre el cemento, juntó sus manos y, elevando sus ojos al cielo, recitó una oración:
«Estrellas, por favor, haced que ya no esté sola, haced que deje de ser pobre, haced que ya no me sienta acosada. Estoy hastiada, tan hastiada… Estrellas, no hago nada bien estando sola, y estoy tan sola. Dadme la paz y la fuerza interior, dadme también al que espero en secreto. Ya sea grande o pequeño, rico o pobre, guapo o feo, joven o viejo, me da igual. Dadme un hombre que me ame y al que ame. Si está triste, le haré reír, si duda, le consolaré, si se bate, estaré a su lado. No os pido lo imposible, os pido simplemente un hombre porque, ya veis, estrellas, el amor es la mayor de las riquezas… El amor que damos y el que recibimos. Y yo no puedo pasarme sin esa riqueza…».
Inclinó la cabeza hasta el suelo de cemento y se dejó caer en una infinita plegaria.
* * *
Marcel Grobz había instalado sus oficinas en el número 75 de la avenida Niel. No lejos de la place de l'Étoile, no muy lejos tampoco del bulevar periférico. Un lado pasta, otro palacio, se pavoneaba con René cuando enseñaba sus dominios en los que entra un céntimo y salen diez euros.
Había comprado, hacía años, un edificio de dos plantas en un patio empedrado, cubierto por una enredadera que dibujaba círculos y guirnaldas. Había sentido un flechazo. El joven Marcel Grobz buscaba un sitio fresco y burgués para alojar su empresa. ¡Dios!, había exclamado viendo el lote que le proponían por una bagatela, esto sí que va a dar buena impresión, más contento que un piojo en la cabeza de un tiñoso. Esto parece un convento de carmelitas. Aquí se me hablará con respeto, y se esperará si me retraso un poco en los pagos. Este sitio rezuma bienestar, sabor provinciano, negocio honesto y próspero.
Lo había comprado todo: el edificio y los talleres, el patio y la enredadera, y las antiguas caballerizas de ventanas rotas que había renovado para hacer de ellas locales complementarios.
Fue allí, en el número 75 de la avenida Niel, donde su empresa había comenzado el despegue.
Fue allí también donde, un buen día de octubre de 1970, había visto llegar a René Lemarié, un chico joven, diez años menor que él, cuyo talle estrecho de chica se extendía hasta sus hombros de cariátide, el cráneo afeitado, la nariz rota, el tinte rojo ladrillo, ¡un buen mozo!, se había dicho Marcel mientras escuchaba los argumentos de René, que buscaba trabajo. «No quiero presumir, pero sé hacer de todo. Y no pierdo el tiempo. No tengo un apellido ilustre, no salgo de la Politécnica, pero le seré muy útil. Póngame a prueba y me suplicará usted que me quede».
René acababa de casarse. Ginette, su mujer, una chica rubita, que reía todo el rato, fue contratada para el taller. Trabajaba a las órdenes de su marido. Manejaba los traspales, escribía a máquina, contaba y recontaba los contenedores, verificando el contenido. Le hubiese gustado ser cantante, pero la vida había decidido otra cosa. Cuando conoció a René, ella era corista en los espectáculos de Patricia Carli y había tenido que elegir: René o el micrófono. Había elegido a René, pero continuaba graznando cuando le entraban ganas, «¡detente, detente! ¡No me toques más! Te lo suplico, ten piedad de mí. No puedo más. No puedo consentirrrr tenerte que compartirrrr con otra… De hecho, mañana es tu boda, ella tiene dinego, ella es hermosa. Ella tiene to-o-das las cualidades, y mi único defecto ¡¡¡es amarrrrteeeee!!!», bajo las amplias cristaleras del taller. Vocalizaba e imaginaba una muchedumbre de espectadores gritando a sus pies. También había sido corista de Rocky Volcano, Dick Rivers y Sylvie Vartan. Todos los sábados por la noche, en casa de René y Ginette, había karaoke. Ginette no había pasado de los años sesenta, llevaba zapatillas de ballet y pantalones pirata, y se peinaba como Sylvie Vartan en la época de su vestidito azul Real y de la margarita colgada en la oreja. Tenía toda la colección de las revistas Salut Les Copains y de Mademoiselle Age Tendre, que hojeaba cuando se sentía nostálgica.
Marcel había cedido a René y Ginette un local encima de las caballerizas, que habían transformado en alojamiento. Allí habían criado a sus tres hijos, Eddy, Johnny y Sylvie.
Cuando Marcel había contratado a René, había dejado para más tarde la definición de su puesto. «Estoy empezando, así que empezarás conmigo». Desde entonces, los dos hombres estaban unidos como las nudosas ramas de la enredadera.
Cierto era que raramente se veían fuera del trabajo, pero no pasaba un día sin que Marcel no se acercara a darle un golpecito en la gorra a René, quien, vestido con un peto de trabajo, cigarrillo en los labios, murmuraba: «¿Qué tal te va, Viejo?».
René llevaba la cuenta exacta de todas las mercancías, anotaba las entradas y las salidas, las ofertas y los productos que no circulaban y de los que era urgente deshacerse: «Ese trasto de ahí me lo pones como oferta del mes. Se lo largas a los tontos, los bobos u otros de esos retrasados que se pasean por tus tiendas, ¡no quiero verlo por aquí! Y si has comenzado la producción en masa en Sing-Sing o en Pernambuco, le echas el freno. Eso o te vas a ver en calzoncillos bailando claque en el metro. No sé lo que te dio cuando encargaste treinta palés, pero debías de tener el cerebro más seco que una pasa».
Marcel guiñaba un ojo, escuchaba y seguía casi siempre los consejos de René.
Además de la gestión del almacén de la avenida Niel, René se encargaba de repartir las mercancías por las tiendas de París y provincia, gestionar los stocks y de realizar los pedidos de los artículos que faltaban o que iban a faltar. Cada tarde, antes de abandonar el despacho, Marcel bajaba al almacén para beber un vaso de tinto en compañía de René. René sacaba un salchichón, queso, pan, mantequilla salada, y los dos se ponían a charlar contemplando la enredadera a través de la vidriera del taller. La habían conocido menuda, tímida, frágil y, casi treinta años después, se retorcía a su gusto, haciendo bucles, resplandeciendo ante sus ojos maravillados.
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