Rosa Chacel - Estación. Ida y vuelta
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Tampoco en el cine hay espacio para el complejo proceso de mi protagonista. Querría matizar más su posibilidad e imposibilidad de suicidio. Este deseo de ser atropellado, de abandonarse al destrozamiento, es, por lo regular, en todo suicida, un deseo de largueza. Es querer pagar desmedidamente, con algo inútil para el acreedor, por no poder sufrir el aspecto que tomó su egoísmo. Claro: todo egoísta, estimando el suyo, no puede verle tomar cariz de fraude. El bolsista, abismado en su cálculo, si es sorprendido por la bancarrota, tira la casa por la ventana. Es decir, se tira él para demostrar su largueza.
Con trabajo encuentro en rincones casi inaccesibles de mi psique elementos para concebir clara la idea del suicidio. Creo que al querer delinear su curva no podré lograr el definitivo descenso. Creo que mi línea, contrariando a mi esfuerzo, se levantará siempre para mirar su contorno. Porque en mí lo único que se ha dado ha sido el deseo de vivir mi suicidio. Yo hubiera pagado con ello a quienes se han creído defraudados por mí. Pero les hubiera pagado para que siguiesen aportándome. ¿Cómo dejar de desear? Es fácil rematar la filiación de ciertos suicidas con la consabida tara familiar. Pero, ¿y el que padece la imposibilidad de suicidio, el que tiene una ascendencia de nonagenarios, gentes que aprovecharon hasta el último rescoldo del calor vital, incapaces de zambullirse por sí mismos en el baño frío? Esta es mi tara; también la vida puede serlo; puede pasar sobre el ánima, incapacitándola para el mutis elocuente. ¡Poder soltarse, poder quitársela de encima! Para mí, el suicidio sería eso, «quitarme la vida». Quitármela a mí mismo, con forcejo desesperado, y vencerme, anularme, dejarme derrotado y sin ella; sin nada. Porque ha habido muchos para los que ha sido «darse la muerte»; la han buscado y la han tomado, después de meditada elección como medicina específica de su mal. Y otros aún que se han «dado muerte» con sentido ornamental, como un producto cosmético. Yo, en cambio, he sentido el deseo de desprenderme de la vida, apalancando con mi voluntad como cuando se desprende un molusco de una piedra. Precisamente por haberme visto tan pegado a ella. Y más porque me han visto. ¡Ciertos momentos! Reconstruir la vida sobre ellos, que queden en el cimiento, como escoria apisonada bajo la construcción. No es cuestión de tapar. Ni de explicar: es cuestión de poder soportar.
Reconstruiré mi vida con material nuevo. Antes jamás concreté mis planes. Esto es lo tremendo, habría seguramente quien los concretase, quien creyese verme ocultar en mi incongruencia un vil planecito estratégico. Será preciso depurar el presente. ¿Concretarle? ¿Para qué? Vale más orientarle, probar una y otra vez el camino, nivelando siempre la certera brújula infalible. El quid es ése: no desviarse un miligrado de donde apunte su incitación sutil, no trazar un ángulo erróneo. Para no tener luego que borrar, que destruir violentamente. Porque, además, hay caminos trazados. Todo hombre, ante su fraude, piensa en el caso análogo ya resuelto; se cree obligado a obrar como los hombres de honor, como los temperamentos delicados que no pudieron resistir. Pero ¿y la comprobación de que se pueda? Esta es la última amargura. Comprobar que podemos resistir. Aún más: que podemos seguir apeteciendo.
No quiero ejercer sobre mí mismo influjo alguno; prefiero cercarme con insobornable censura. Porque podría convencerme de que no puedo resistir; ese sería el gesto airoso. Pero la resistencia se demuestra resistiendo, y no consigo aniquilarme ni con el bochorno de mi resistencia. No entraré con falsos méritos en el terreno de los hombres de honor. Mi censura será, más que para la estética de mis actos, para su origen. No me quitaré la vida, puesto que la deseo. Lo que haré será exponerla. Podría ocultarla; es decir, disimular mi voraz goce de ella. Pero lo expondré. Es adonde llega mi valor. No arrojarla con generosidad fingida, ni guardarla como algo ilícito. Ir con ella, amándola inmensamente, absorto en ella. Y, si es posible, que me la quiten cuando me sea más cara.
Esto ya no es estilizable; debo guardar mis decisiones, no manosearlas, para que no llegue jamás la vida a teñirse de este frío vidriado literario, ni la obra a desequilibrarse por irreprimibles latidos de la vida.
La imposibilidad de suicidio en mi protagonista no será más que ese mirar atrás, ese probarse su suicidio, llenándole del encanto de su imagen. Mi protagonista se conmoverá ante la imagen de su suicidio. Se enamorará de ella, se la llevará al subir al tranvía para hacerla perdurable en su memoria. La ira contemplando todo el trayecto, adornada, abrillantada con las lágrimas de los cristales y las suyas. Se le interrumpirá la acción por extasiarse ante la idea. A mí, en cambio, es siempre una acción súbita, inesperada, lo que me hace dejar incompleta la anterior.
Mi drama sería cinematizable a lo HaroldLloyd. Aunque yo no use su perenne risa dentífrica, también me caracteriza la misma torpe agilidad, el mismo estilo en el tropezón, en salvar la nariz a un palmo del suelo. Yo podría, plagiándole, invitar a la muchedumbre a mi suicidio y arrojarme sobre los congregados desde lo alto del rascacielos, dejarme caer sencilla y distraídamente, entreteniéndome por el camino en contar los pisos a la inversa. Decimonono, decimoctavo, decimoséptimo… Y al llegar al segundo, cuando los de abajo hiciesen claro para dejarme libre el suelo, volver sobre mí mismo con rápida decisión y, cogiéndome por el cuello de la chaqueta, como para colgarla en la percha, sin punto de apoyo alguno, sin más fuerza que mi propio impulso, subirme otra vez al alero. ¡Qué hilarante desilusión verme ascender hasta alcanzar el plano inaccesible al curioso, el libre plano de la azotea, máximo nivel de la ciudad! Además, como todo buen film, terminaría en el abrazo de la novia. Ella me esperaría arriba, en aquel puro ambiente, y yo caería otra vez en la vida. Volvería a encontrar la mía, a arrojarme en ella, ansioso de su novedad.
¿Cómo evitar esta intermitencia? Mis ideas son cada vez más entrecortadas por este ritmo neurótico. Más que indisciplina, mi imposibilidad de curso regular en ellas es falta de aliento. Se me ahogan si bucean mucho tiempo en lo literario; necesitan continuamente airearse en lo real. Más bien reconfortarse. Es desfallecimiento lo que padecen, necesidad de alimento. Está en la médula de mi modo de ser; soy todo yo el que sufro rachas de apetencia. Ahora puedo concretar la vaga emoción de aquel día. Bajar del tren, helado y muerto de hambre, y, nada más sentarme en el restaurante, servirme aquel plato que nunca hubiera pedido, que no figurara en ningún menú. Pero que con tanta urgencia sirven a cada viajero, sabiendo que él sólo puede fortificarle en la espera. Toda la aflicción que empobrecía mi ánimo quedó calmada ante el blanco plato, caliente y vacío. Después de él, lo demás resultaba innecesario. Su limpio calor, insaboro, esencia de todo lo apetecible, se difundió en mí, haciendo de la pesada hora del transbordo un momento de indecible ligereza. Me bebí el tiempo de un sorbo, como en la mística comida franciscana en que, al probar la hirviente palabra, fueron los comensales ratti in Dio.
¡Deseo y hartura! Sentirme morir de soledad, de necesidad; aniquilarse en consumir el propio jugo. ¡Absorber, trasegar otra esencia en nosotros, robusteciendo, corroborando nuestro ser! ¡Delicia incomparable! ¡Abominemos de los inapetentes! Y aun es posible, a más de desear, desearse; querer probar las cosas y su repercusión en nosotros, sentirse en la soledad mutilado ante la vida, necesitar el choque de nuestro tacto con su cuerpo.
Mi protagonista resistirá su soledad, rumiando sus sensaciones atragantadas. Sentirá que la mujer le deja; pero tendrá para mucho rato bastante de ella. Después cerrará la imprenta, donde habrá ido repartiendo su energía entre los compradores. Y se encontrará con la cáscara vana de la casa, chafada como un traje caído de la percha, inanimable, inarticulable. Se irá a la calle. La hora de realizar el día -la noche- le apremiará, obligándole a sintetizar. Su proceso, breve y sin complejidad, le dará el comprimido de una necesidad insufrible de respuesta y un miedo desolador de quedar definitivamente aislado.
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