Rosa Chacel - Estación. Ida y vuelta
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La reflexión es algo tremendo para los temperamentos poco flexibles. Porque el que es dúctil tantea, se inclina aquí y allá, antes de tomar una dirección. Pero lo que yo quisiera conseguir es la violenta conmoción de un temperamento duro al ser bruscamente doblado sobre sí mismo, al ser quebrado el ímpetu de su proyección incontinuable. La reflexión es algo que, nada más tocar la superficie de las cosas, está ya de vuelta. En cambio, en el prismático, la imagen se adentra, dobla su ángulo y llega al ojo reforzada, repulida, ampliada. En el espacio que pierde abandonando la recta se avalora su claridad. Así, para la perfecta visión de ciertos temperamentos es preciso que la idea les penetre, deshaciéndose en ellos en mil refracciones que manden a todos los puntos límpidos haces de su imagen. La desventaja es que, a pesar del veloz pensamiento, puede ser lenta, puede perder el tiempo en doblar esquinas, y dar su luminosa refracción -reacción al fin- cuando ya la acción se haya dispersado. Para éstos, toda reflexión es inútil.
El desconcierto de mis protagonistas ante la reflexión de sus actos buscará escapes. No podrá quedar desde aquel punto marcado el pliegue de su nueva dirección; antes al contrario, se rebelarán a la presión, buscarán en vano su vieja línea, que habrá sido quebrada por el choque.
He de prodigar mi esmero en este valor imperceptible de mi obra. Daré a mis protagonistas la máxima independencia, cuidaré lo más posible de no teñir con el mío sus caracteres. Sólo en esto he de permitirme la complacencia personal. El mío por aquí, el suyo por allí. Pero equilibrando siempre la secreta simetría de sus nexos.
Mi reflexión dobló su vértice en el momento que salí de Madrid. En mí estaban los tres personajes. Provoqué el conflicto, di la patada y salí huyendo. Y, naturalmente, mi dirección no quedó plegada en aquel punto, sino intentó desesperadamente seguir la línea de mis viejos planes.
¡Mis planes! He aquí la incógnita. ¿Miento, mentí, mentiré? No mentí, puesto que tracé mi línea, y si me resultó inadaptable al plano real, también es verdad que trabajé en compaginar con las articulaciones de mi perspectiva. Se me fue todo el tiempo en esa maniobra. Y no miento, aunque ya no conservo mi recuerdo de su esquema. Tengo la convicción de que tenía planes. Yo no sé qué clase de cargas, de responsabilidades, era lo que quería; lo que sé es que no era zafarme, que no era escabullirme de lo difícil. Tenía planes; ellos fueron los que salvaguardaron mi integridad: ahora es ella la que me ayuda a creer en mis planes. No será preciso mentir, ya que puede sufrir mi juicio en esta fría revisión.
Mis personajes se entregarán a la suya con impaciencia y acaloramiento. ¡Gran acerbo teatral esta escena! La imprenta sola, una escena hueca y simple, donde la mente se encierre y reconcentre. El cliente, discreto y silencioso entrará, esperará y cautivará la mirada con su acción mínima. Mientras, las voces de ellos, refugiados en la trastienda, irán ilustrando la soledad. Las voces, más que las palabras. No serán sus razonamientos los que vayan entonando el ánimo con sus pasiones, sino las voces. Con escrupuloso sentido armónico se podrán conseguir los tonos sugerentes, los tonos que, anulando lo arbitrario de las frases, compongan con firme y definitiva exactitud la curva de sus escaleras pasionales. En su diálogo, más bien dúo, no habrá ni aclaración ni persuasión. Cada uno, atento a su parte se esforzará en hacer oír al otro su do de pecho. Ella, de vez en cuando, emitirá una nota concreta, un breve motivo melódico que sintetizará en fórmula pueril el gran conjunto: «¡Tú ni siquiera me miras!» Notitas femeninas, atipladas, que lagrimearán en los silencios. En él, la protesta confusa no echará mano de la razón, desbordará sólo acentos, notas bajas, subterráneas, que serán medida de su profunda conmoción.
Medida y contraste de todo el dúo. En su densidad flotarán las noticias de la mujer con la trivial concreción del que para quejarse dice: «¡Ay, mi dedo!», indicará continuamente el sitio de su dolor. «¡Tú ni siquiera me miras!» Todo su yo lastimado en su imagen. El comprador cortará el diálogo, golpeando el mostrador con una moneda, y quedarán interrumpidos en un momento sin solución. El silencio entonces se hará trascendente, asumirá todas las violencias, todas las explosiones que los acentos iban escalando. Llegará a ser largo, a pasar, a producir inquietud, y tan completo que no se pueda esperar nada de él. Cuando ya la paciencia del comprador -la del espectador- se esté agotando, saldrá mi protagonista con cara de haber resuelto su silencio. Una cara que no aclare nada, capaz de todo. Despachará al cliente, que se irá con naturalidad, y cortaré aquí el acto.
¿Podrá llamársele realmente acto a esto? ¡Qué limitación la del teatro! No poder seguir tras la acción fugitiva, tener que constituirse los actos con pies y cabeza, con postura académica, para ser apreciados desde determinado punto de vista.
¡Imposible! Jamás prescindiré de esas situaciones transitorias en las que la acción va a toda marcha. ¿Cómo conseguir en el teatro la conmoción de nuestro personaje al ser volcado en otro ambiente? Yo no consentiré nunca que mi personaje se escamotee en los intervalos escénicos. Haré que caiga en las cosas y ante el espectador sea sorprendido por ellas.
Esto sólo en el cine: tendré que prescindir del concierto musical y compaginar la armonía plástica.
El cine es el alma en pena de un arte plástico. Es un arte plástico sin plasmar. Plásticos sus valores, sus elementos. Con ellos puede conseguir la infiltración subjetiva, suave y velozmente, disparando a un tiempo cien flechas de sutiles sugerencias.
En el cine conseguiría inmediatamente el reverso de la escena. Pero a partir del silencio su altercado es difícilmente cinematizable. Yo los precipitaría en la pantalla en el momento de ser interrumpidos por el comprador. Les sorprendería refrenando sus gestos descompuestos y dudando entre detener, como cuando se deja con tranquilidad una conversación pendiente, o rematar su situación de golpe. Entonces él la cortaría con decisión, precisamente cuando en ella se estuviese iniciando el descenso hacia la súplica. Una fuerza inerte le obligaría a salir de la trastienda, agravando el caso, obligando a ella a no flojear en la tensión. Y ella, reforzada, enardecida, se iría a la calle, poniéndose el sombrero al salir del portal. Entonces empezaría la situación verdaderamente cinemática. El sujeto portador de su drama lanzado al mundo de los objetos, maltratado por ellos, que le acometerán con su dureza, que le penetrarán con su impenetrabilidad. Mi protagonista, arrebatada por la calle, se aniquilará en ella, dejará desangrarse todo su ánimo en la huida. Porque se sentirá parada, detenida por el golpe importuno, y no percibirá cómo las calles se la van tragando, cómo todo lo ambulante la atropellará con su imagen. Pero el espectador la verá desaparecer, minúscula, entre las formas rotundas y cambiantes. Ya que el sujeto cinemático no ha de tener preponderancia alguna sobre sus circunstancias, será preciso que todo lo que concurra en la pantalla contribuya al proceso deseado. Mi protagonista se perderá entre las formas que invadirán la pantalla desbordando de ella, estallando por su propio tamaño en la nada de la oscuridad. Entre ellas, de trecho en trecho aparecerá la pequeña figura, que apenas visible será borrada por cualquier imagen que en su discurso objetivo diga lo más que una forma puede decir de sí misma. Cuando ya el dinamismo de las imágenes haya hervido en el desconcierto que puede abrumar a una mujer pequeñita perdida en una ciudad grande, desembocará en la pantalla una calle ancha, asfaltada, por donde correrá suavemente el caudal tranviario. Una calle que no se abalanzará a la pantalla sino se dará a ella como blanda corriente, humedeciendo el ambiente reseco que causó la frotación de las imágenes. Todo en ésta será tiernamente lluvioso. Escurrirá la luz de los primeros focos por el asfalto y pasarán los paraguas con la cabeza mojada. No sé si dar a mi protagonista un par de lágrimas, pendientes de sus pestañas. Toda actriz cinematográfica sabe usar esta joya. Pero yo preferiría ponérselas al objetivo, querría envolver toda la imagen en un velo acuoso de tembloroso brillo turbio para que el espectador viera a través de él como a través de un abstracto enternecimiento. Ya en esa situación, mi protagonista empezará a hacerse más visible, irá adquiriendo el tamaño justo necesario para ser percibida con toda realidad y detalle. Al encontrarla, el espectador reposará en ella. Su desconocimiento terminará al ser guiado en el sentimiento por la fácilmente legible expresión fisonómica. Mi protagonista quedará remansada en un andén, entre otros seis u ocho personajes, junto al poste del tranvía. Al pie quieto, bajo la lluvia, como en una balsa para pasar la calle. Permanecerá allí, mientras los tranvías irán llevándose viajeros. Pero ella no esperará a ninguno; en el andén irá haciendo su travesía. Más que náufraga emigrada, huida de un momento insoportable. Pero emigrada sin pasaje. ¿Adónde irá la balsa? La brisa del bu-levar la ceñirá la falda. La balsa no tendrá rumbo. ¿Acaso ella, al partir, pensó en alguna costa? Mirará el horizonte de la calle sin esperanza de puerto. ¿Volver? ¿Cómo remontar la corriente? Mejor abandonarse a ella, dejarse arrastrar por la ola del tranvía, dando el chapuzón en el asfalto cuando esté ya llegando y sea inevitable que ruede sobre ella. Para entonces pensar libremente en el punto de partida, mandarle su despedida apasionada cuando ya nada pueda detenerla. Entonces el tranvía llegará acudiendo ligero a la llamada, y ella se inclinará al borde del andén, a punto de traspasar la baranda del equilibrio. Pero alguien que esperará junto a ella interpondrá su mirada enérgica. ¡No, no! Y ella le pedirá permiso, le suplicará con la suya, le razonará sin convencerle. La prohibición persistirá hasta que el tranvía pare. ¡No, no, no! Y ella, vencida, subirá y se irá en él.
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