Apareció entonces un mozo a caballo vestido de diablo, que dijo:
–Yo soy el Diablo; vengo a buscar a don Quijote de la Mancha. La gente que aquí viene son encantadores que traen a la sin par Dulcinea del Toboso, acompañada de un viejo sabio, el cual viene a decirle a don Quijote cómo ha de ser desencantada la tal señora.
–Si fuerais diablo, ya habríais conocido al tal don Quijote, pues lo tenéis delante.
–Por Dios que no me había fijado ―dijo el Diablo.
–Sin duda ―dijo Sancho― que este diablo debe de ser hombre de bien y buen cristiano, porque si no lo fuera, no hablaría de Dios. Hasta en el infierno debe de haber buena gente.
Se oyó luego un espantoso ruido, cada vez más cerca, de disparos, tambores, ruedas de carros; era tal el ruido en la oscuridad de la noche que todos se asustaron y Sancho se refugió en las faldas de la duquesa. De pronto aparecieron varios carros tirados por bueyes y en cada uno venía un sabio encantador.
Empezó a sonar entonces una suave música y llegó un carro tirado por cuatro mulas, acompañado de mucha gente con antorchas encendidas. En él venía sentada una doncella vestida con velos blancos y a su lado había una figura con la cabeza cubierta con un velo negro. Cesó la música y la figura de negro se quitó el velo y dijo:
–Yo soy Merlín, y hasta mí llegó la voz dolida de la bella Dulcinea del Toboso y me enteré de que estaba encantada. Estuve buscando en mis libros el remedio a su dolor y aquí lo traigo. ¡Oh, valiente don Quijote, estrella de la Mancha!, para que Dulcinea salga del encantamiento es necesario que Sancho, tu escudero, se dé tres mil trescientos azotes.
–¡Por Dios que no me los daré! ―dijo Sancho―. Ni tres mil azotes ni tres me daré. Si el señor Merlín no conoce otro modo para desencantar a la señora Dulcinea, encantada se irá a la sepultura.
–Yo os los daré atado a un árbol ―dijo don Quijote―, y no tres mil trescientos, sino seis mil seiscientos os daré.
–No puede ser así ―dijo Merlín―, porque los azotes que ha de recibir Sancho han de ser por su voluntad, y no por la fuerza.
–¿Y por qué he de ser yo y no mi amo? ―se quejó Sancho.
La hermosa doncella del carro se quitó el velo de la cara y dio mil razones a Sancho para que aceptara, sobre todo por el bien de su amo. Pero él volvió a decir que no se daría los azotes.
–Amigo Sancho ―dijo el duque―, si no cedéis, no tendréis el gobierno de la ínsula. No puedo mandar a gobernar a un hombre de corazón tan duro que no cede a los ruegos de las doncellas y de los sabios. Decidid, Sancho, o sois azotado o no seréis gobernador.
–Vamos, buen Sancho ―dijo la duquesa―, debéis ser agradecido con vuestro señor don Quijote, a quien todos debemos servir por su gran valentía.
–Aunque no estoy conforme ―dijo Sancho―, me daré los azotes, pero cuando yo quiera y no todos a la vez.
Cuando todo esto ocurría, ya empezaba a amanecer y los duques decidieron volver a casa, satisfechos de haber conseguido su propósito y dispuestos a continuar con sus burlas.
Días después preguntó la duquesa a Sancho si había comenzado a darse los azotes. Sancho dijo que sí y que aquella noche se había dado cinco.
También le dijo que tenía escrita una carta a su mujer, donde le contaba todo lo sucedido, y quería que la duquesa la leyera para ver si estaba escrita de la forma en que deben escribir los gobernadores.
–¿Y la escribisteis vos? ―preguntó la duquesa.
–No, claro que no ―respondió Sancho―; yo no sé leer ni escribir, aunque sé firmar.
Y tomando la carta, la duquesa empezó a leer:
CARTA DE SANCHO PANZA A TERESA PANZA, SU MUJER
Has de saber, Teresa, que eres mujer de un gobernador. Ahí te envío un vestido verde de cazador que me dio mi señora duquesa; arréglalo para que le sirva a nuestra hija. Hemos estado en la cueva de Montesinos, y el sabio Merlín me ha utilizado para desencantar a Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo; con tres mil trescientos azotes, menos cinco que ya me he dado, quedará desencantada como la madre que la parió. De aquí a pocos días me iré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con ese mismo deseo; te avisaré si has de venir a estar conmigo o no. El asno está bueno y no lo pienso dejar. La duquesa de mi señora te besa mil veces las manos; devuélvele tú dos mil, que no hay cosa que menos cueste. Dios te dé buena suerte y a mí me guarde para servirte. Desde este castillo, a veinte de julio de 1614.
Tu marido el gobernador, Sancho Panza
Al acabar de leer la carta, la duquesa dijo a Sancho:
–Veo que el gobernador se muestra en la carta muy codicioso [184] codicioso – алчный
, y no querría que así fuera, porque la codicia no es buena y el gobernador codicioso no gobierna con justicia.
–Si a vuestra merced le parece que la carta no debe ir así, se rompe y se hace otra nueva.
–No, no ―dijo la duquesa―; está bien así y quiero que la vea el duque.
Y salieron a un jardín donde la duquesa le mostró la carta de Sancho al duque y este se divirtió mucho al leerla.
Capítulo XIV
La aventura de Clavileño
Estaban todos en el jardín cuando llegó un hombre vestido de negro que dijo ser el escudero de la condesa Trifaldi, llamada también la dueña [185] dueña – (зд.) дуэнья, пожилая женщина, наблюдающая за девушкой-дворянкой или ведущая хозяйство
Dolorida, la cual venía en busca del valeroso don Quijote de la Mancha desde el reino de Candaya para contarle su pena.
Los duques, que habían ideado otra burla, hicieron pasar a la dueña Dolorida. Apareció la señora acompañada de otras doce dueñas, todas ellas con velos negros que les cubrían los rostros. La condesa Trifaldi iba vestida de negro y su larga falda terminaba en tres puntas, por lo que todos pensaron que a eso se debía el nombre de Trifaldi.
Contó la dueña Dolorida sus desgracias en el lejano país de Candaya. Ella se ocupaba de cuidar la hija de la reina Maguncia, una bella doncella llamada Antonomasia. Quiso la suerte que un caballero se enamorara de la doncella y se valió de la dueña para conseguir los favores de Antonomasia. Como ella se quedó embarazada hubo que casarlos, y del disgusto se murió la reina Maguncia. Nada más enterrarla apareció sobre la sepultura el gigante Malambruno, montado en un caballo de madera; era el primo hermano de la reina y quería vengarse. En castigo, convirtió a la doncella en una mona de bronce y al caballero en un cocodrilo de metal, y al pie de ambas estatuas dejó escrito: «No recuperarán su forma original estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso manchego venga a enfrentarse conmigo en una batalla». Y a continuación castigó a la dueña Dolorida y a las demás dueñas de la casa haciendo crecer barbas en sus caras.
Cuando terminó de hablar la Dolorida, ella y las otras dueñas levantaron los velos que cubrían sus rostros y todos se asombraron de ver sus barbas, unas negras, otras blancas.
–Por mí no quedará ―dijo don Quijote―; decidme, señora, qué tengo que hacer para serviros.
–Es el caso ―respondió la Dolorida― que desde aquí al reino de Candaya, si se va por tierra, hay cinco mil leguas; pero si se va por el aire, hay tres mil doscientas. Además, el gigante Malambruno me dijo que cuando yo encontrara al caballero libertador, él le enviaría un caballo nunca visto por estos lugares. Es un caballo de madera que se mueve y se para por una clavija [186] clavija – колок
que tiene en la frente y que le sirve de freno, y vuela por el aire tan ligero que parece que lo llevan los diablos. Este caballo lo fabricó el sabio Merlín; ha viajado por todo el mundo, y hoy está aquí y mañana puede estar en Francia o más lejos.
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