–El carro es mío ―respondió el carretero―; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán manda a la Corte; las banderas son del rey, en señal de que aquí van cosas suyas.
–¿Son grandes los leones? ―preguntó don Quijote.
–Tan grandes ―respondió el hombre que iba dentro― que no los he visto mayores. Yo soy el leonero y como estos no conozco otros. Son hembra y macho, cada uno en una jaula; ahora van hambrientos, así que apártese que es necesario llegar pronto para darles de comer.
Entonces dijo don Quijote:
–¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos y a estas horas? Pues ¡por Dios que habéis de ver si soy hombre que se espanta de leones! Bajad del carro, buen hombre, y abrid las jaulas y echad fuera esas fieras, para que sepan quién es don Quijote de la Mancha.
Sancho se dirigió al del Verde Gabán y le dijo:
–Señor, por lo que más queráis, haga que el señor don Quijote no luche con esos leones o aquí nos han de hacer pedazos.
–¿Tan loco es vuestro amo ―respondió el del Verde Gabán― que teméis que se enfrente a estos leones?
–No es loco ―dijo Sancho―, sino atrevido.
–Señor don Quijote ―dijo el del Verde Gabán―, los caballeros andantes deben hacer frente a las aventuras de las que es posible salir bien y no a las que son imposibles; y esta tiene más de imprudencia que de valentía. Además, esos leones no desean atacar a vuestra merced.
–Váyase, señor hidalgo, a cazar ―respondió don Quijote―, y deje a cada uno hacer su oficio. Este es el mío y sé si vienen a mí o no esos señores leones.
Y volviéndose al leonero le dijo:
–¡Si no abrís las jaulas, os atravesaré con esta lanza!
El carretero le dijo:
–Señor mío, déjeme retirar las mulas y ponerme a salvo con ellas, porque si las mata, me arruinaré para toda la vida.
–¡Hombre de poca fe! ―respondió don Quijote―. Apéate y haz lo que quieras, que pronto verás que no era necesario apartar las mulas.
–Sed todos testigos ―dijo el leonero― de que abro las puertas contra mi voluntad y de que protesto y digo que todo el mal que hagan esos leones vaya por cuenta de este señor. Pónganse a salvo vuestras mercedes, que a mí no me han de hacer daño.
Sancho, con lágrimas en los ojos, suplicó a don Quijote diciendo:
–Mire, señor, que aquí no hay encantamiento ni cosa parecida, porque yo he visto por entre las rejas de la jaula que son leones tan grandes como montañas.
–El miedo te lo hace ver así ―respondió don Quijote―. Retírate y déjame; si muero aquí, ya sabes nuestro antiguo acuerdo: acudirás a Dulcinea, y no te digo más.
Ni Sancho ni el del Verde Gabán consiguieron convencerle y ambos se apartaron lo más posible por miedo a los leones. Don Quijote decidió pelear a pie por temor a que Rocinante se espantara de las fieras. Cogió el escudo, sacó la espada y se puso delante del carro, pidiendo ayuda a Dios y a su señora Dulcinea.
El leonero, al ver que don Quijote estaba ya preparado, abrió de par en par [161] de par en par – настежь
la primera jaula, donde estaba el león, que era tremendamente grande y de aspecto fiero. El león, que estaba tumbado, se levantó lentamente, abrió la boca y bostezó muy despacio; sacó luego la cabeza y miró a su alrededor.
Don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltara y viniera contra él para hacerlo pedazos. Pero el generoso león, no haciendo caso de niñerías [162] niñería – ребячество
, volvió la espalda y enseñó sus partes traseras a don Quijote, y se volvió a acostar en la jaula. Don Quijote mandó al leonero que le diera con un palo para echarlo fuera.
–Eso no lo haré ―respondió el leonero―, porque yo seré el primero a quien hará pedazos. Vuestra merced ya ha mostrado su valentía, así que no tiente más a la suerte. Todo valiente luchador sólo está obligado a invitar a pelear a su enemigo, y si el contrario no acude, en él se queda la deshonra, y el otro gana la corona del triunfo.
–Así es la verdad ―respondió don Quijote―; cierra la puerta, amigo, y da testimonio de lo que has visto, sin olvidar nada.
Don Quijote hizo señas a los demás para que volvieran, cosa que hicieron poco a poco, porque todavía no habían perdido el miedo. Don Quijote dijo al carretero:
–Volved, hermano, a atar vuestras mulas y continuad vuestro viaje; y tú, Sancho, dale dos escudos [163] escudo – эскудо, старинная испанская монета
de oro, para él y para el leonero, en recompensa del tiempo que han estado parados por mí.
–Lo haré de muy buena gana ―dijo Sancho―; pero ¿qué ha sido de los leones? ¿Están muertos o vivos?
El leonero contó lo sucedido exagerando lo mejor que supo el valor de don Quijote, y así dijo que el león se acobardó al verle y no se atrevió a salir de la jaula, aunque había tenido la puerta abierta un buen rato.
El leonero prometió contar aquella valerosa hazaña al mismo rey.
–Si su majestad pregunta quién la llevó a cabo [164] llevó a cabo – осуществил
―dijo don Quijote―, le diréis que el Caballero de los Leones , como me llamaré en adelante. En esto sigo la costumbre de los andantes caballeros que se cambiaban de nombre cuando querían.
El carro siguió su camino, y don Quijote, Sancho y el Caballero del Verde Gabán continuaron el suyo.
En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, pues estaba atento a mirar y escuchar a don Quijote para saber si era loco o cuerdo. Y es que por lo que hablaba, con palabras bien dichas y razonadas, parecía un hombre cuerdo, pero por sus actos disparatados le parecía un loco.
Don Diego le ofreció su casa a don Quijote para descansar, y se dirigieron a su aldea, adonde llegaron alrededor de las dos de la tarde.
Capítulo IX
Las bodas de Camacho
Cuatro días estuvo don Quijote en casa de don Diego, donde fue muy bien atendido. Finalmente se despidió diciéndole que le agradecía el buen trato recibido, pero por no parecer bien que los caballeros andantes disfruten de muchas horas de ocio, se quería ir a cumplir con su oficio.
Al poco tiempo de abandonar la aldea de don Diego, se encontraron con dos licenciados y uno de ellos dijo a don Quijote:
–Si vuestra merced no lleva camino fijo, como no lo suelen llevar los que buscan aventuras, véngase vuestra merced con nosotros y verá una de las mejores bodas y más ricas que se hayan celebrado jamás en la Mancha.
Preguntó don Quijote si se trataba de algún príncipe. El caballero le respondió:
–No es boda de príncipes, sino de un labrador y una labradora; él, el más rico de esta tierra; y ella, la más hermosa que han visto los hombres. Se ha de celebrar en un prado cerca del pueblo de la novia, a quien llaman Quiteria la hermosa, y el novio es Camacho el rico.
Contaron también que un muchacho de la edad de Quiteria y vecino de ella, llamado Basilio, se había enamorado de Quiteria cuando aún eran niños y ella también le quería; todos en el pueblo conocían sus amores y se alegraban, pues Basilio era un hábil muchacho, que corría veloz, sabía cantar y tocar y ganaba en todos los juegos. Pero el padre de Quiteria no quería casarla con Basilio por ser pobre y ordenó su boda con el rico Camacho.
No quiso don Quijote entrar en la aldea de los novios, aunque se lo pidieron sus acompañantes, por ser costumbre de caballeros andantes dormir por los campos y bosques antes que en los poblados. Así que se desviaron un poco del camino para pasar la noche.
A la mañana siguiente, se despertó don Quijote y llamó a su escudero Sancho, que todavía roncaba. Despertó, por fin, soñoliento [165] soñoliento – сонливый
y perezoso, y mirando a todas partes dijo:
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