Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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Caminar a aquellas horas de la noche era una temeridad. En el Asentamiento Internacional, las historias sobre secuestros y violaciones estaban a la orden del día, pero aquello no la detuvo esa noche. Habría querido acercarse corriendo al río, escapar de los miles de personas que luchaban por su centímetro cuadrado de aire y de espacio en Junchow. Tal vez allí lograra respirar mejor. Pero ni siquiera Lydia estaba tan desesperada. Sabía de la existencia de las ratas de río, los hombres con un cuchillo y un vicio que satisfacer, de modo que se dirigió colina arriba, por Tennyson Road y Wordsworth Avenue, donde las casas eran seguras y respetables, y donde los perros vigilaban, en sus casetas, cualquier paso furtivo.

Estaba muy enfadada con Chang An Lo, pero más enfadada aún consigo misma. Había consentido que se introdujera bajo su piel, y le había hecho sentir… sentir… ¡Demonios! ¿Sentir qué? Trataba de comprender el remolino de emociones que le oprimía el pecho, pero todas se confundían, se mezclaban, y cuando trataba de tirar de ellas, se aferraban a sus pulmones y a su garganta como alambradas. Le dio un puntapié a una piedra y la oyó rebotar contra el guardabarros de un coche aparcado. En algún lugar ladró un perro. Un coche, una casa, un perro. Con treinta y ocho mil dólares habría podido tener las tres cosas. Por una libra esterlina te daban doce dólares chinos, o eso era lo que Parker le había contado esa noche, más que suficiente para lo que ella necesitaba: dos pasaportes, dos billetes en el vapor de Inglaterra, y una pequeña casa de ladrillo, con baño y suelos de madera, para poder bailar sobre ellos. Y un poco de césped para Sun Yat-sen. Al conejo le encantaría.

Se negó a seguir pensando. Era demasiado doloroso. Ahuyentó aquellas imágenes de su mente, pero no logró librarse tan fácilmente de las de Chang, sus ojos intensos, el susurro de su caricia en el brazo. Aquellos recuerdos perduraban en ella, se extendía por su piel, de un miembro a otro.

Trató de establecer qué había de distinto en él esa noche. Estaba más flaco, sí, pero no era eso. Siempre había sido delgado. No. Era algo en su rostro. En sus ojos, en la curva de su boca. Había visto la misma expresión una vez, en la cara de Polly, cuando atropellaron a su adorado Benji. Era un gesto de dolor constante. No el dolor que había sentido cuando ella le suturaba el pie. Se trataba de algo más profundo. Deseaba saber qué le había sucedido, qué era el causante de aquel cambio tan considerable desde aquel día en la Quebrada del Lagarto, pero al mismo tiempo se había jurado que nunca volvería a hablar con él. Esa noche le había hecho sentir… ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

Mal. Le había hecho sentirse mal consigo misma.

Llegó junto a un par de pilares de piedra y una verja de hierro -fácil de escalar-, y sin abandonar la sombra protectora de un alto seto, que rodeaba la propiedad, corrió ágil, bajo la lluvia, en dirección a la parte trasera de la casa.

– ¡Lydia! ¡Estás empapada! -Los ojos azules de Polly, muy abiertos, expresaban perplejidad, pero su rostro mantenía la calma, y mostraba aún el velo del sueño.

– Siento despertarte, pero tenía que venir a contarte…

Polly tiró de ella, le levantó el vestido para quitárselo por la cabeza, y cuando lo hubo hecho lo escurrió, mientras emitía un gemido lastimero.

– Espero que no se haya echado a perder.

– Bah, Polly, qué más da el vestido. Ya se me mojó la primera vez que lo llevé, y no le pasó nada. Bueno, casi nada. Una o dos manchas de agua en la franja de raso, de modo que unas cuantas más no importan.

Con gran cuidado, Polly colocó el vestido en el perchero.

– Ten, ponte esto -dijo, arrojándole un camisón a Lydia. Era blanco, con unos elefantitos de color rosa estampados en las mangas y el dobladillo. A Lydia le pareció infantil, pero se lo puso para tapar su cuerpo huesudo, flaco. El de Polly, en cambio, era redondeado, suave, lleno de curvas, sus pechos ya crecidos, móviles, mientras que los de Lydia eran poco más que dos platillos vueltos del revés. «Cuando comas un poco, cielo, ya verás cómo te crecen, no te preocupes», le había dicho su madre. Pero ella no estaba tan segura.

Polly se sentó en la cama y dio unas palmaditas a su lado, para indicar a su amiga que se sentara.

– Siéntate y cuéntamelo todo.

Esa era una de las cosas que a Lydia le gustaban de Polly, que era adaptable. No le importaba lo más mínimo que la despertaran en plena noche llamando a su ventana, y se mostraba encantada de abrírsela a su visitante nocturna, que aparecía calada hasta los huesos. Sólo había que trepar hasta el primer piso, algo fácil que Lydia había hecho varias veces ya, por la celosía y el tejado del porche desde el que ya sólo había que dar un pequeño salto hasta el alféizar de la ventana. Por suerte Christopher Mason consentía tanto a sus perros que les permitía dormir en el lavadero cuando llovía, de modo que no había corrido el peligro de perder un pedazo de pierna de un bocado.

– ¿Cómo te ha ido? -le preguntó Polly, emocionada, con un gesto que le hacía parecer más joven-. ¿Te ha gustado?

– ¿Quién?

– Alfred Parker. ¿Quién si no? ¿No es de él de quien has venido a hablarme?

– Ah, sí, claro. De la cena en La Licorne.

– ¿Qué ha pasado?

Lydia tuvo que rebuscar mucho en su memoria.

– Ha sido divertido. Yo he tomado gambas con salsa de ajo -dijo, echándole el aliento a su amiga a modo de prueba-, y filete a la pimienta, y…

– No, no, no hablo de la comida. ¿Qué tal él?

– ¿El señor Parker?

– Sí, tonta.

– Ha sido… amable. -La elección de la palabra sorprendió a la propia Lydia, pero al pensar un poco en ella llegó a la conclusión de que era cierto.

– ¡Qué soso!

– Sí, sí, es más soso que una clase de latín. Cree que lo sabe todo, y quiere que pienses lo mismo que él. Me ha dado la impresión de que le gusta que le admiren.

A Polly se le escapó una risita.

– No seas tonta, Lyd, a todos los hombres les gusta que les admiren. De eso se trata con ellos, básicamente.

– ¿De veras?

– Sí, claro. ¿No te has dado cuenta? Eso es lo que se le da tan bien a tu madre, y por eso los hombres siempre revolotean a su alrededor.

– Yo creía que era porque es guapa.

– Con ser guapa no basta. Tienes que ser lista. -Meneó la cabeza, y el pelo rubio osciló de un lado a otro, mientras esbozaba a sonrisa cariñosa-. A mi madre se le da fatal.

– Pero a mí me gusta tu madre precisamente como es.

– A mí también -reconoció Polly, ufana.

– ¿Están tus padres en la cama?

– No, han ido a una fiesta en casa del general Stowbridge. Tardarán bastante en volver. -Polly saltó de la cama-. Aquí sólo quedan los criados, pero están en sus aposentos, de modo que ¿porqué no bajamos y nos preparamos un cacao?

Lydia se levantó de un salto.

– Sí, por favor.

Salieron del dormitorio, bajaron la escalera y se metieron en la cocina. Lydia se sentía más cómoda allí. Para ser sincera consigo misma, el cuarto de Polly no le gustaba. La ponía tensa. Y era por culpa del comportamiento de su amiga. No había tardado en aprender que no debía tocar nada, absolutamente nada. Si levantaba un cepillo del tocador, o sacaba algún libro de la estantería, Polly se inquietaba al momento y corría a ponerlo de nuevo en el mismo lugar, y en la misma posición exacta. Y con sus muñecas era aún peor. Tenía veintitrés preciosas muñecas en fila, sobre una balda, con las caras de porcelana y vestidos bordados a mano. Si cualquiera de ellas cambiaba un solo dedo, o se le movía un mechón de pelo, ella se daba cuenta y se sentía impulsada a quitarlas todas de su sitio y recolocarlas. Y tardaba siglos.

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