Nadie podía sospechar que se estrenaba en varias cosas: era la primera vez que iba a un restaurante, la primera vez que comía filete, y la primera vez que bebía vino.
– Espero que escojas algo impactante, querida -había declarado su madre, burlona.
Lydia observaba a Parker atentamente, copiaba los modales que exhibía cuando se trataba de seleccionar el cubierto adecuado de entre el gran despliegue que cubría el mantel blanco, inmaculado, se fijaba en su modo de llevarse la servilleta a la comisura de los labios. Le sorprendió que su madre le anunciara que Alfred la había invitado a cenar con ellos. Otro estreno más. Ningún otro amigo de su madre la había incluido nunca en sus planes, y en su mente sonaron campanas de alarma, pero su deseo de cenar en un restaurante fue mayor que su intuición, que le decía que debía mantenerse lo más alejada que pudiera del señor Parker.
– Está bien -dijo a su madre-. Iré. Pero sólo si no me sermonea.
– No te sermoneará. -Valentina sujetó a su hija por la barbilla y la zarandeó cariñosamente-. Pero pórtate bien. Sé dulce y cariñosa. Esto es importante para mí, cielo.
– ¿Y qué pasa con Antoine?
Hasta ese momento, todo había ido bien. Sólo había cometido un pequeño desliz, cuando Parker, amablemente, le había ofrecido un caracol de su plato para que lo probara. Sin pensarlo, respondió:
– No, gracias, ya he comido tantos caracoles en mi vida que no quiero comer ni uno más.
Valentina le clavó la mirada, y le propinó un puntapié por debajo de la mesa.
– ¿En serio? -Parker parecía sorprendido.
– Sí -respondió Lydia sin vacilar-. En casa de mi amiga Polly. A su madre le encantan.
– No la culpo por ello. ¿Con un poco de mantequilla y ajo?
– Mmmm, deliciosos. -Se echó a reír, maliciosa-. ¿Verdad que sí, mamá?
Valentina alzó los ojos al cielo. No quería recordar las veces que había salido a caminar bajo la lluvia para coger los caracoles que, de noche, poblaban los arbustos y los jardines traseros de las casas. E incluso algún que otro gusano, alguna que otra rana. Y no quería recordar el hedor que desprendía la cacerola en que los cocía.
Lydia dedicó a Alfred Parker una sonrisa dulce y cariñosa.
– Mamá me dice que es usted periodista, señor Parker. Eso debe de ser muy interesante.
Su madre emitió un suspiro de alivio y aprobación.
– Soy periodista, sí, trabajo para el Daily Herald. Nos hallamos en un momento muy convulso de la historia de China, y a la vez crucial. Chiang Kai-Chek ha traído al fin algo de sensatez y orden a este país desgraciado, gracias a Dios. De modo que sí, es un trabajo extremadamente interesante -respondió, dedicándole una sonrisa franca.
Ella se la devolvió.
– Y dime, Lydia, ¿tú lees el periódico?
Lydia parpadeó. ¿Acaso no tenía en cuenta que por el precio de un periódico podía comprarse dos baos y llenarse la barriga?
– Normalmente estoy demasiado ocupada con los deberes de clase.
– Ah, sí, claro, haces muy bien. Pero te sería útil leer el periódico de vez en cuando, para saber qué es lo que sucede por aquí. Ensanchar tu mente, ya sabes, conocer los hechos.
– Mi mente es bastante ancha. Y todos los días aprendo cuáles son los hechos.
Otra patada por debajo de la mesa.
– Lydia estudia en la Academia Willoughby -terció Valentina, dedicando a su hija una mirada asesina-. Le concedieron una beca.
Parker se mostró impresionado.
– Debe de ser muy lista, ciertamente. -Se volvió para mirar a la joven-. Conozco bien al director de tu escuela. Se lo comentaré.
– No hace falta.
Parker se echó a reír, y le dio una palmada en la mano.
– No te alarmes, no le comentaré cómo nos conocimos.
Lydia alzó la copa, enterró en ella la nariz y deseó su muerte.
Valentina acudió en su rescate.
– Creo que tienes razón con lo del periódico, Alfred. Le vendría muy bien ampliar sus conocimientos y, además -esbozó lentamente una sonrisa-, nada me proporcionaría más placer.
– ¿Señor Parker?
A regañadientes, el periodista apartó los ojos de Valentina.
– ¿Sí, Lydia?
– Tal vez yo sepa más cosas que usted sobre lo que sucede en este lugar.
Parker se apoyó mejor en el respaldo y estudió a la joven con una precisión que hizo dudar a Lydia si no lo habría subestimado.
– No se me escapa que tu madre te permite un grado de libertad que te lleva a conocer más que la mayoría de las muchachas de tu edad, pero, aun así, ¿no te parece que exageras? Sólo tienes dieciséis años.
Sabía que debía dejarlo en ese punto, lo sabía. Dar otro sorbo a aquel vino delicioso, y dejar que Parker siguiera poniendo ojos de cordero degollado a su madre. Pero no lo hizo.
– Una de las cosas que sé, por ejemplo, es que su querido Chiang Kai-Chek ha engañado a sus seguidores -dijo-, y ha traicionado los tres principios sobre los que Sun Yat-sen construyó la República de China.
– Chyort vosmi, Lydia!
– Eso es absurdo. -Parker arrugó la frente-. ¿Quién te ha llenado la cabeza con esas mentiras ridículas?
– Un amigo. -¿Se había vuelto loca?-. Un amigo chino.
Valentina se echó hacia delante en su asiento y agarró con fuerza la copa.
– ¿Y quién es ese amigo chino exactamente? -le preguntó con voz gélida.
– Me salvó la vida.
Se hizo un silencio tenso en la mesa, y entonces Valentina soltó una carcajada.
– ¡Cielo, pero qué mentirosa eres! ¿Dónde lo conociste en realidad?
– En la biblioteca.
– Ah, claro -intervino Parker-. Eso lo explica todo. Un intelectual de izquierdas. Todo palabras y nada de hechos.
– Debes mantenerte alejada de él, querida. Mira qué hicieron con Rusia los intelectuales. Las ideas son peligrosas. -Dio unos golpes con los nudillos en la mesa-. Te prohíbo terminantemente que vuelvas a ver a ese chino.
– No te preocupes. Por mí, como si está muerto.
– Lydia Ivanova, si no me equivoco. ¡Qué interesante encontrarte concretamente aquí!
Lydia acababa de salir del tocador de señoras y regresaba a su sitio sorteando mesas, entre el rumor de la gente, cuando oyó tras ella la voz de una mujer. Al volverse, se topó con unos ojos azules pálidos, que la observaban divertidos.
– Condesa Serova -exclamó, sorprendida.
– Veo que todavía llevas el mismo vestido.
– Es un vestido que me gusta.
– Querida, a mí me gusta el chocolate, pero no lo tomo siempre. Permíteme presentarte a mi hijo.
La condesa se echó a un lado para que Lydia viera mejor al joven que la seguía.
Se trataba de un hombre de rostro alargado, alto como su madre, de pelo abundante, rizado, castaño, y con la misma pose altiva, el mismo rictus, la misma manera de entrecerrar los ojos, como si el mundo no estuviera a su altura y no mereciera la pena abrirlos del todo.
– Alexei, ésta es la joven Lydia Ivanova. También es de San Petersburgo. Su madre es pianista.
– Pianista de conciertos, de hecho -puntualizó Lydia.
La condesa esbozó una sonrisa.
– Buenas noches, señorita Ivanova -saludó el joven con voz cristalina, inclinando apenas perceptiblemente la cabeza, y clavando la mirada en un punto indeterminado que quedaba por encima de sus ojos-. Espero que esté disfrutando de la velada.
– Lo estoy pasando estupendamente, gracias. Aquí la comida es excelente, ¿no le parece? -Era la clase de comentario que creía que su madre habría hecho, alegre, desenfadado, trivial.
Pero la respuesta fue breve.
– Sí.
Permanecieron largo rato en aquel silencio incómodo.
– Debo irme -dijo Lydia al fin.
Se volvió hacia la condesa y la vio mirar a Valentina, que había acercado mucho el rostro al de Alfred, y le hablaba en susurros. A Lydia le pareció que su madre estaba más guapa que nunca esa noche, resplandeciente con aquel vestido azul marino y blanco, el peo casi negro, tamizado por la tenue luz, recogido en un moño alto, los labios rojo carmín. Lo que sorprendía a su hija era que todos los presentes en el restaurante la miraran.
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