Al fin el pánico remitió. Le temblaba todo el cuerpo, tenía la piel sudorosa, pero al menos volvía a respirar. Y a pensar con claridad. Pensar con claridad era muy importante.
El patio estaba muy oscuro, ocupaba un espacio angosto, rodeado de altos muros, y olía a moho y a cosas viejas. La señora Zarya guardaba en él muebles inservibles que iban pudriéndose y mezclándose con montañas de sartenes oxidadas y zapatos antiquísimos. Era de las que no se decidían nunca a tirar nada. Lydia se subió a un baúl desvencijado puesto de lado, sobre una mesa rota, cuya abertura estaba cubierta por una tela metálica, que hacía las veces de tapa. Acercó mucho la cara a la tela.
– Sun Yat-sen -susurró-. ¿Estás dormido?
Se oyó algo que arañaba, husmeaba, y finalmente una nariz rosada, suave, se apretó contra la suya. Ella desató la tela y sostuvo en sus brazos aquel cuerpecillo inquieto, que al instante quedó inmóvil complacido, sobre sus costillas, la nariz hundida en el hueco del codo. Lydia permaneció allí, acunando al animal soñoliento. De sus labios brotó una canción de cuna rusa que tenía casi olvidada, y alzó la vista para contemplar las pocas estrellas que brillaban sobre su cabeza.
Chan An Lo se había ido. Ella había escondido el collar en el club y le creyó cuando él le dijo que se lo traería. Pero la tentación debía de haber sido demasiado fuerte para él. Había cometido un error, y no estaba dispuesta a cometer otro.
Subió la escalera de puntillas, sin el menor ruido esta vez, pues sus pies hallaron el camino silenciosamente por la casa oscura, el ovillo caliente aún alojado en su brazo, acariciando con las yemas de los dedos la piel sedosa de sus orejas largas y su cuerpo suave, sintiendo su aliento etéreo contra la piel.
Abrió la puerta de la buhardilla y se sorprendió al comprobar que su madre había encendido la vela de su habitación, que brillaba tenuemente tras la cortina. Lydia se dirigió rápidamente a la suya, impaciente por esconder a Sun Yat-sen, pero cuando descorrió la cortina se detuvo en seco.
– Mamá -dijo.
Su madre estaba ahí de pie, con el camisón ladeado, observando la cama de Lydia con ojos muy abiertos. Llevaba el pelo sobre los hombros, muy enredados, y unas lágrimas calladas resbalaban por sus mejillas. Se rodeaba el cuerpo con sus delgadísimos brazos, como si tratara de mantener unidas todas sus partes.
– Mamá -volvió a susurrar Lydia.
Valentina volvió la cabeza y abrió mucho la boca.
– ¡Lydia! -exclamó-. Creía que te habían llevado.
– ¿Quién? ¿La policía?
– Los soldados. Han venido con armas.
A Lydia el corazón le latía cada vez con más fuerza.
– ¿Aquí? ¿Esta noche?
– Te sacaban de la cama y tú gritabas y gritabas, y golpeabas a uno de ellos en la cara. Él te encañonaba la boca y te arrancaba los dientes, y luego te arrastraban hasta la nieve y…
– Mamá, mamá. -Se acercó deprisa a su madre y le pasó un brazo por los hombros temblorosos, atrayéndola hacia sí-. Tranquila, mamá, ha sido sólo un sueño. Una pesadilla, nada más.
Valentina estaba helada, y Lydia sentía los espasmos que recorrían su cuerpo, como si algo estuviera quebrándose en su interior.
– Mamá -musitó, con la boca pegada a sus cabellos sudorosos-. Mírame, estoy aquí, sana y salva. Las dos estamos bien. -Retiró los labios-. ¿Lo ves? Conservo todos mis dientes. -Valentina se fijó en su hija, haciendo esfuerzos por comprender las imágenes que se agolpaban en su mente-. Has tenido una pesadilla, mamá, no ha sido real. Lo real es esto. -Y besó a su madre en la mejilla.
Valentina meneó la cabeza, tratando de desprenderse de la confusión. Acarició el pelo de su hija.
– Creía que estabas muerta.
– Estoy aquí, estoy viva. Tú y yo seguimos juntas en esta ratonera apestosa, con la señora Zarya, que sigue contando los dólares en la planta baja, y la casa de los Yeoman sigue oliendo a alcanfor. No ha cambiado nada. -Imaginó el collar de rubíes pasando de unas manos chinas a otras-. Nada.
Valentina aspiró hondo una vez. Dos veces.
Lydia la condujo hasta su cama, junto a la que una vela chisporroteaba y emitía su luz titubeante. La arropó con las sábanas y, amorosa, le besó la frente. Sun Yat-sen seguía acurrucado contra su cuerpo y tenía los ojos, rosados como ratoncillos de azúcar, muy abiertos, en señal de alarma, de modo que también le besó en la cabeza, aunque Valentina no se percató siquiera.
– Te dejo la vela encendida -susurró, aunque sabía que era un despilfarro que no podían permitirse. Pero su madre lo necesitaba.
– Quédate.
– ¿Que me quede?
– Quédate aquí, conmigo -aclaró Valentina, levantando la sabana.
Sin decir nada, Lydia se metió en la cama y se tumbó boca arriba, con su madre a un lado y el conejo al otro. Se mantenía inmóvil por si su madre cambiaba de opinión, y observaba el humo y las sombras bailar en el techo.
– Tienes los pies helados -dijo Valentina, que parecía más sosegada y apoyaba la cabeza contra la de su hija-. Ya no recuerdo la última vez que estuvimos juntas en la cama.
– Fue cuando te pusiste enferma. Pillaste una infección de oído, y tenías fiebre.
– ¿De veras? Entonces tiene que haber sido hace tres o cuatro años, cuando Constance Yeoman te dijo que tal vez me moriría.
– Sí.
– Vieja bruja. Hace falta algo más que una fiebre, incluso algo más que un ejército de bolcheviques para acabar conmigo. -Apretó la mano de su hija bajo las sábanas, y Lydia se aferró a ella.
– Cuéntame cosas de San Petersburgo, mamá. De cuando el zar fue a visitar tu escuela.
– No, otra vez no.
– Pero si no he oído la historia desde que tenía once años.
– Tienes una memoria rarísima para las fechas, Lydochka.
Lydia no respondió. El instante era muy frágil, y su madre podía volver a levantar la guardia en cualquier momento, y entonces ya estaría fuera de su alcance.
Valentina suspiró y empezó a tararear un pasaje del Nocturno en mi bemol mayor de Chopin. Su hija se relajó al momento, y Sun Yat-sen se apretujó contra ella y apoyó la diminuta barbilla contra su pecho, haciéndole cosquillas.
– Nevaba -empezó su madre-. Madame Irena nos hizo pulir el suelo hasta que quedó reluciente como el hielo que se acumulaba en las ventanas, hasta que vimos nuestras caras reflejadas en él. Lo hicimos durante la clase de francés, que ese día no dimos. Estábamos tan emocionadas… A mí me temblaban mucho los dedos. Estaba asustada, y no podía tocar. Tatiana Sharapova vomitó en el pupitre, y la enviaron todo el día a la cama.
– Pobre Tatiana. Sí, se lo perdió todo.
– Pero la que debería haberse sentido indispuesta eras tú -apuntó Lydia.
– Exacto. A mí me escogieron para tocar para él. El Padre de Rusia, el zar Nicolás II. Era un gran honor, el mayor honor con el que una muchacha de quince años podía soñar en aquellos días. Nos escogió a nosotras porque nuestra escuela era el Instituto Ekaterininsky, el mejor de toda Rusia, mejor incluso que los de Jarkov y Moscú. Éramos las mejores, y lo sabíamos. Orgullosas como princesas, andábamos con las cabezas tan erguidas que casi tocaban las nubes.
– ¿Y habló contigo?
– Por supuesto. Se sentó en una gran silla labrada, en medio del salón, y me pidió que empezara. Yo había oído que Chopin era su compositor favorito, así que toqué el Nocturno , y le puse todo mi corazón. Y, cuando terminé, él tenía lágrimas en los ojos, unas lágrimas que no se molestó en ocultar.
Por la mejilla de Lydia también resbaló una lágrima, que no supo bien de quién era.
– Todas llevábamos nuestras capas blancas, cortas, y nuestros pichis -prosiguió Valentina-, y él vino hasta mí y me besó la frente. Recuerdo que me pinchó la cara con la barba, y que olía a cera de pelo, pero las medallas de la pechera relucían tan intensamente que parecía que las hubiera rozado el dedo de Dios.
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