Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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– Amigo, si te comieras el pescado en vez de venderlo a cambio de tus sueños, tal vez también engordaras.

El hombre no dijo nada, se tendió en el suelo, recogió la pipa y la acunó en su pecho, como si de un recién nacido se tratara.

– Dime, Tan Wah, ¿dónde vive ese primo tonto que tienes?

Se hizo el silencio, roto sólo por el rumor de unos dedos que acariciaban la pipa de barro. Chang aguardaba, paciente.

– En la Calle de Cinco Ranas -musitó-. Junto al mercado de cuerdas.

– Mil gracias por tus palabras. Que conserves la salud, Tan Wah. -Con un ágil movimiento, se puso en pie dispuesto a irse-. Mil muertes -dijo, esbozando una sonrisa.

– Mil muertes -respondió su interlocutor.

– Al general de Nanking que bebe meados.

Del montón de periódicos surgió un sonido que parecía una risita ahogada, un gruñido.

– Y a los diablos azules del puerto, a esos malditos burros.

– Conserva la vida, amigo, China necesita a su gente.

Pero, cuando Chang corría la lona, Tan Wah le susurró con apremio:

– Te pisan los talones, Chang An Lo. No te confíes.

– Ya lo sé.

– No es buena idea ofender a la Hermandad de la Serpiente Negra. Y al verte la cara me ha parecido que se la habías arrojado a los chow-chows para que se la comieran. He oído que rescataste a una niña de sus garras, y que arrebataste la vida de uno de sus guardianes.

– Le golpeé en las costillas. Nada más.

En el aire denso se oyó un suspiro.

– Necio. ¿Por qué arriesgar tanto por una miserable babosa, por una muchacha blanca?

Chang salió de la guarida y soltó la lona.

Dejó que fuera su cuchillo quien expusiera sus razones, y lo apretó con fuerza contra el cuello del joven.

– La chapa -exigió Chang.

– Está en mi… en mi cinturón.

El rostro del muchacho, aterrorizado, adquiría por momentos un tono grisáceo. Ya se había orinado encima cuando lo arrastró hasta el callejón oscuro. Al quitarle la chapa identificativa, Chang notó que, en efecto, no pasaba hambre, que su piel brillaba como la de una concubina bien alimentada.

– ¿En qué parte del club trabajas?

– En las cocinas.

– Ah, de modo que robas comida para tu familia.

– No, no. Nunca.

El cuchillo se acercó más al cuello, y una gota de sangre se mezcló con el sudor del muchacho.

– Sí -gritó-, sí, lo admito, a veces lo hago.

– En ese caso, cara de perro, la próxima vez llévale algo a tu primo Tan Wah, o su espíritu vendrá a alimentarse de tu barriga gorda, y se alojará en tu hígado, del que te sacará toda la grasa, hasta que te mueras.

El muchacho empezó a temblar, y cuando Chang lo soltó, vomitó sobre sus caras botas de cuero.

Capítulo 11

– Mira, Theo, ese ruso de ayer noche fue un imprudente dejándolo en el bolsillo de ese modo.

– ¿El collar?

– Sí.

Theo Willoughby y Alfred Parker jugaban al ajedrez en la terraza del Club Ulysses. El director habría preferido las cartas, una partida rápida de póquer, pero era domingo, y Alfred era muy estricto con esas cosas. Nada de jugar en el sabbat. A Theo le parecía absurdo. ¿Por qué no se podían llevar sombrillas los sábados, ni mondarse los dientes con palillos? No tenía sentido. Movió el alfil y se llevó uno de los peones del triángulo defensivo de Alfred.

Éste frunció el ceño. Se quitó las gafas y, meticuloso, se las limpió con un pañuelo blanco, almidonado. Poseía un rostro redondo, bonachón, unos ojos castaños de mirada intensa. Se trataba de un tipo íntegro, que se tomaba su tiempo ante las cosas, algo sorprendente, tratándose de un periodista. Pero había cierta tensión alrededor de la boca, lo que siempre llevaba a Theo a sospechar que su amigo se hallaba al borde del pánico. Tal vez China no era lo que esperaba. Sobre ellos, un cielo azul, fiero, chupaba la energía a la jornada. Incluso las hojas etéreas de la glicina parecían colgar indolentes, fatigadas, pero en la pista de tenis dos mujeres jóvenes ataviadas con sus deliciosos uniformes blancos perseguían una pelota. Theo las observaba de vez en cuando, con discreto interés.

– Le está bien -dijo-. Me refiero al ruso. La verdad es que no me importa lo más mínimo. Ya sé que el viejo Lacock y sir Edward están furiosos por que algo así haya pasado delante de sus narices, pero, la verdad… -Se encogió de hombros y encendió un cigarrillo-. Tengo otras cosas en las que pensar.

Parker alzó los ojos del tablero, observó a su contrincante y asintió, antes de mover el caballo.

– Circulan rumores -dijo- de que el ruso era un agente enviado por Stalin para negociar con el general Chiang Kai-Chek. El general ha llegado desde Nanking, y se dice que en este momento se encuentra en Pekín.

– Aquí siempre hay rumores.

– Se supone que el collar debía ser un regalo para Mai-ling, la esposa de Chiang Kai-Chek. Rubíes de la colección de fabulosas joyas de la zarina muerta.

– ¿Ah sí? Veo que estás muy bien informado, Alfred -dijo Theo, soltando una sonora carcajada-. Tiene sentido que pase de la esposa de un déspota a la de otro, supongo, pero para quienquiera que lo tenga en su poder ahora, su valor es nulo.

– ¿Cómo es eso?

– Bien, nadie, ni siquiera un traficante chino de objetos robados, se arriesgaría a vender esa pieza en estos momentos. Más que un collar, se ha convertido en una soga al cuello. Todo el mundo lo conoce, resulta demasiado peligroso. De modo que el ladrón no podrá venderlo. Se ha corrido la voz, y apenas diga algo sobre los rubíes, su cabeza acabará metida de una de esas jaulas de bambú que cuelgan de las farolas.

– Una práctica de lo más bárbara -comentó Parker, que se estremeció al pensarlo.

– Todavía te queda mucho por aprender.

Jugaron en silencio media hora más. Sólo un reloj de pared, al dar las horas, y el canto de un jilguero, alteraban sus pensamientos. Luego, Theo, nervioso y cansado del juego, tendió su trampa y el rey de Parker cayó.

– Bien hecho, muchacho. Me has pillado. -Parker se apoyó en el respaldo de la silla de ratán, en absoluto afectado por la derrota, y encendió la pipa de brezo con parsimonia-. ¿Para qué me has hecho venir hoy? Sé que odias este lugar. Y no habrá sido sólo para que jugáramos al ajedrez, supongo.

– No.

– ¿Y bien?

– Tengo un problemilla con Mason.

– ¿El jefe del departamento de educación? ¿El bocazas de la mujer silenciosa?

– El mismo.

– ¿Qué pasa con él?

– Alfred, escúchame. Tengo que descubrir algo de él, algo sucio en su pasado. Algo que pueda usar para quitarme de encima a ese cerdo. Tú eres periodista, tienes contactos y sabes escarbar donde hace falta.

Parker parecía escandalizado. Dio una chupada a su pipa, y lentamente exhaló una nube de humo que interceptó una mariposa que pasaba por allí.

– Tiene mala pinta, muchacho. ¿En qué anda metido?

Theo fue al grano.

– Le debo al Banco Courtney una suma considerable. Por la ampliación de la escuela que llevamos a cabo el año pasado. Mason es uno de los directores de la entidad -ya sabes cómo se jacta de todo-, y me ha amenazado con reclamarme el préstamo a menos que…

– ¿A menos que qué?

– A menos que le complazca.

Parker tosió, incómodo.

– Dios mío, ¿qué quieres decir?

Theo apagó el cigarrillo, pisándolo en el suelo.

– Quiero decir que quiere hacer uso de Li Mei.

Alfred Parker se ruborizó al instante, y hasta la punta de la nariz se le puso roja.

– Theo, muchacho, esto no me gusta, creo que no quiero seguir oyendo más. -Apartó los ojos, y con ellos siguió a un sirviente chino ataviado con túnica blanca que se acercaba al porche sosteniendo una bandeja pequeña en la mano.

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