Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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Lydia volvió la cabeza. Apartó la mirada, y los pensamientos. Las cosas no iban bien en su casa en ese momento. Nada bien. Valentina llevaba toda la semana sin salir de la buhardilla, desde que se suspendió el concierto en el club, y parecía vivir de su vodka y sus cigarrillos. El aroma intenso de la brillantina de Antoine todavía impregnaba el cuarto, pero nunca estaba ahí cuando ella volvía a casa, donde sólo encontraba los cojines esparcidos desordenadamente por el suelo, y a su madre en diversos estadios de desesperación.

– Querida -le había susurrado el día anterior-, ya va siendo hora de que me vaya con Frau Helga, si es que me acepta.

– No digas esas cosas, mamá. Frau Helga regenta un burdel.

– ¿Y qué?

– Que está lleno de prostitutas.

– Te digo una cosa, niña, si nadie vuelve a pagarme por deslizar los dedos sobre el piano, deberé ganar el dinero deslizándolos sobre otras cosas. En este momento, no valen para mucho más.

Levantó las manos y extendió los dedos como abanicos rotos para que su hija los estudiara.

– Mamá, si los usaras para fregar el suelo o colgarte la ropa, al menos esta casa no parecería una pocilga.

– ¡Bah! -Valentina se pasó las manos por el pelo enredado y se echó de nuevo en la cama. Lydia siguió leyendo junto a la ventana.

Sun Yat-sen se había quedado dormido sobre su hombro, y con la nariz le susurraba sus sueños al oído. El libro lo había sacado de la biblioteca, y se trataba de Jude el oscuro, de Hardy. Era ya la tercera vez que lo leía. Lo abyecto de la miseria que se exponía en él la reconfortaba. A su alrededor, el desorden de la habitación era absoluto, pero ella lo ignoraba. Había llegado a casa del colegio el día anterior y había encontrado la ropa de Valentina esparcida por el suelo, a la espera de que alguien la recogiera. Señales de otra pelea con Antoine. Pero esa vez Lydia se negó a hacerlo, y las esquivó. Era como caminar sorteando cadáveres. En casa no había comida. Las pocas cosas que había comprado ella con el dinero de la venta del reloj ya se habían terminado hacía tiempo.

Lydia sabía que debía llevar su vestido nuevo a la tienda del señor Liu. Sí, el que había llevado al concierto, el de color albaricoque el de la cintura baja, de raso. Pero no lo había hecho. Cada día decía que lo llevaría al día siguiente, pero el vestido seguía colado en el gancho de la pared, y ella estaba cada vez más flaca.

El Strand empezaba a vaciarse cuando Lydia llegó. El calor sofocante había disuadido a mucha gente de salir a la calle, pero en el mercado de verduras, situado en un cobertizo grande y ruidoso, en uno de sus extremos, había más de la que esperaba encontrar a esa hora. El Strand era la principal zona de compras del Asentamiento Internacional, dominado por la fachada gótica de los grandes almacenes Churston, donde las damas adquirían su ropa interior y los caballeros sus puros habanos, y donde Lydia se refugiaba a mirar cuando llovía.

Pero ese día pasó de largo, con prisas, y se dirigió al mercado, en busca de algún puesto que estuviera a punto de cerrar y en el que tiraran a la basura alguna hoja de col rota, o algún durián golpeado, mientras barrían el suelo. Pero, cada vez que daba con uno, una turba de niños de la calle se le adelantaba y saqueaba las sobras, como si fueran cachorros de gato. Al cabo de media hora de concienzuda búsqueda, recogió una mazorca de maíz que algún distraído había echado al suelo de un codazo, y se fue de allí sin esperar más. La metió en la bolsa de cartón, junto con las hojas y la hierba, y acababa de bajar de la acera para cruzar la calle, tras el paso de un carro tirado por un burro, cuando una mano se alargó hacia ella y le quitó la bolsa.

– Devuélvemela -gritó, tratando de aferrarse a la nuca del ladrón.

El pelo, negrísimo, se le levantaba como una escoba a medida que se abría paso entre el tráfico, y aunque no podía tener más que siete u ocho años, se movía con la agilidad de una nutria que se sumergiera, se retorciera, subiera a la superficie. Lydia iba tras él, y al doblar una esquina tropezó con un malabarista y le desbarató los aros. Pero no quitaba los ojos de aquella cabeza que parecía un cepillo. Le dolían los pulmones, pero no se detenía, y sus zancadas doblaban las del muchacho-nutria. No iba a permitir que Sun Yat-sen pasara hambre.

De pronto, el muchacho se detuvo a unos veinte metros de ella, y la miró. Era pequeño, de piernas flacas y mugrientas, y tenía un absceso bajo un ojo, pero se notaba muy seguro de sí mismo. Sostuvo la bolsa en alto un segundo, observándola con sus ojos fijos y entonces separó los dedos y soltó la bolsa, antes de retroceder unos cuantos pasos.

Sólo entonces Lydia paró y miró a su alrededor. La calle estaba tranquila, pero no desierta. Un coche pequeño, de color teja y guardabarros empotrados en la carrocería estaba aparcado a su lado, más adelante, mientras dos ingleses, enfrente, reparaban un motor. Uno le contaba al otro, en voz muy alta, un chiste sobre una suegra y un loro. Se trataba de una calle inglesa. Con cortinas caladas en las ventanas. Aquello no era un callejón de la parte vieja de la ciudad. Allí estaba a salvo. Pero entonces ¿por qué se sentía cada vez más insegura? Se acercó despacio al niño.

– ¡Eh, tú, sucio ladrón! -le gritó.

No obtuvo respuesta.

Sin quitarle los ojos de encima, se agachó deprisa, recogió la bolsa del suelo y la estrechó con fuerza contra el pecho, palpando con los dedos la mazorca. Pero, sin tiempo para comprender qué estaba pasando, una mano surgió desde atrás, le tapó la boca, y unos brazos poderosos la introdujeron en el asiento trasero del vehículo. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, aunque ella no pudiera ni parpadear siquiera. Alguien le acercó la punta de un cuchillo al ojo derecho, y una voz áspera ladró algo en chino.

Una mano le impedía abrir la boca. La sangre se le agolpaba en los oídos, y el corazón le latía con tal fuerza que le dolían las costillas, pero logró estirar una pierna y le dio una patada a una pantorrilla.

– Quieta.

Esa voz era más suave, y le hablaba en su idioma. El rostro del que provenía también lo era. Eran dos hombres, obreros chinos, uno de cara ancha, que apestaba a ajo, y el otro de mirada dura y rasgos menudos, finos. Él era el que sostenía el cuchillo, el que le acercaba la punta al párpado.

– Perderás ojo. No problema. -Hablaba en voz baja, y Lydia oyó a los dos ingleses reírse de su estúpido chiste, al otro lado de la calle-. ¿Comprendes?

Ella parpadeó con el ojo izquierdo.

El otro hombre le retiró de la boca la mano repugnante.

– ¿Qué quieren? -balbució Lydia-. No tengo dinero.

– No dinero. -El más suave de los dos meneó la cabeza-. ¿Dónde Chang An Lo?

Lydia sintió que una gota de sudor le resbalaba por la espalda.

– No conozco a ningún Chang An Lo.

La punta del cuchillo se clavó en su piel, y el párpado empezó a escocerle.

– ¿Dónde él?

– No lo sé, pero no vuelva a cortarme. Es la verdad. Se ha ido. No sé adónde.

– Mientes.

– No, es cierto. -Levantó un dedo-. Córtemelo, y le responderé lo mismo. No sé dónde está.

Los dos rostros vacilaron, y se miraron. Fue entonces cuando vio la serpiente negra, enroscada sobre sí misma, que los dos hombres llevaban tatuada a un lado del cuello. La última vez que vio una serpiente fue en el callejón de la ciudad vieja, y también era negra.

– Pero supongo que podría adivinarlo -añadió, escupiendo en su cara.

El más duro de sus dos captores le escupió a ella, y el más tranquilo se acercó más.

– ¿Dónde?

– En la cárcel.

Desconcierto, ceño fruncido, enfado.

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