Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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– Si pudiera permitirme un Erard, querida, podría permitir un gran salón donde instalarlo. Un salón con alfombras de Tientsi tejidas a mano, con bellos candelabros de plata inglesa, y con flores en todas todas las mesas, que impregnarían el ambiente de tanto perfume que mi nariz se libraría por fin del hedor de la pobreza.

Sus palabras parecieron llenar todo el espacio, haciendo el aire casi irrespirable, de tan denso. El crujido que había seguido bajo la cama cesó. En el silencio, Lydia enterró la cara en la almohada

– ¿Y tú? -le preguntó Valentina después de una pausa tan prolongada que parecía que se hubiera quedado dormida.

– ¿Yo?

– Si tú. ¿Qué te comprarías?

Lydia cerró los ojos y lo imaginó.

– Un pasaporte.

– Claro. Debería haberlo adivinado. ¿Y adónde viajarías con ese pasaporte tuyo, mi niña?

– A Inglaterra, primero a Londres y después a un sitio que se llama Oxford, y que Polly dice que es tan hermoso que te dan ganas de llorar, y después… -su voz adquirió un tono grave, de ensoñación, como si ya se encontrara en otra parte- a América, a ver dónde hacen las películas, y a Dinamarca, para encontrar el sitio en que…

– Sueñas demasiado, dochenka. Es malo para ti.

Lydia abrió los ojos.

– Tú me has educado como si fuera inglesa, mamá, así que es lógico que quiera ir a Inglaterra. Pero esta noche una condesa rusa me ha dicho…

– ¿Quién?

– La condesa Serova. Me ha dicho que…

– ¡Bah! Esa mujer es una bruja mala. Al infierno con ella y con lo que te ha dicho. No quiero que vuelvas a hablar de ella. Ese mundo ya desapareció.

– No, mamá, escúchame. Me ha dicho que es una vergüenza no sepa hablar mi lengua materna.

– Tu lengua materna es el inglés, Lydia. Recuérdalo siempre.

– Rusia está acabada, muerta y enterrada. ¿Para qué te serviría aprender ruso? Para nada. Olvídalo. Yo ya lo he olvidado. Olvida que Rusia existió alguna vez. -Hizo una pausa-. Así serás más feliz.

Las palabras flotaron en la oscuridad, duras, apasionadas, y resonaron como martillos en el cerebro de Lydia, sumiendo en la fusión sus pensamientos. Una parte de ella deseaba enorgullecerse de ser rusa, lo mismo que la condesa Serova se enorgullecía de su cuna y su lengua materna. Pero, a la vez, anhelaba ser inglesa. Tan inglesa como Polly. Tener una madre que le preparara tortitas para merendar y que fuera a todas partes montada en una bicicleta inglesa, y que le regalara un cachorro para su cumpleaños y le hiciera rezar sus oraciones antes de acostarse, y bendijera al rey todas las noches. Una madre que diera sorbos de jerez, y no tragos de vodka.

Se llevó una mano a la boca para tapar cualquier sonido, pues temía que le saliera algún lamento.

– Lydia.

Lydia no tenía ni idea de cuánto había durado el silencio esa vez pero se puso a respirar profundamente, como si estuviera dormida.

– Lydia, ¿por qué has mentido? -Le dio un vuelco el corazón. ¿Mentir? ¿Cuándo? ¿A quién?-. No hagas como que no me oyes. Esta noche le has mentido al policía.

– No.

– Sí.

– No.

El ruido de muelles que provenía del otro extremo del cuarto le hizo temer que su madre se acercara a mirarla a la cara, pero no, sólo estaba revolviéndose, cambiando de posición, impaciente, en la oscuridad.

– No creas que no sé cuándo mientes, Lydia. Te tiras del pelo. De modo que dime, ¿en qué estás metida para inventarte toda esa historia que le has contado al comisario Lacock? ¿Qué intentas ocultar?

Lydia sintió náuseas, y no era la primera vez esa noche. Parecía como si la lengua se le hinchara por momentos y le llenara la boca. El reloj de la iglesia dio las tres, y se oyó un chillido que venía del fondo de la calle. ¿Un cerdo? ¿Un perro? Parecía más bien una persona. El viento había amainado, pero la quietud no le hacía sentirse mejor. Empezó una cuenta atrás a partir del diez, mentalmente, un truco que había aprendido para protegerse del pánico.

– ¿Qué historia? -preguntó al fin.

– Chyort! Sabes perfectamente de qué hablo. La historia esa de que has visto a un hombre misterioso en el ventanal, cuando estabas en el salón de lectura con el señor Willoughby esta noche dando a entender que ese extraño personaje podría ser el que robó el collar de rubíes del club.

– Ah, eso.

– Sí, eso. Un hombre corpulento, con barba, parche en el ojo, gorro de astracán y botas con dibujos. Eso es lo que tú has dicho.

– Sí -respondió ella en un tono más vacilante del que esperaba.

– ¿Por qué contar esas mentiras?

– Lo vi de verdad.

– Lydia Ivanova, que tus palabras caven huecos en tu lengua.

Lydia no dijo nada. Le ardían las mejillas.

– Lo detendrán, ¿sabes? -exclamó su madre con vehemencia.

– No. ¿Cómo iban a hacerlo?

– En tu descripción lo has señalado claramente como ruso. Registrarán todo este barrio hasta que encuentren a un hombre que encaje con esa descripción. Y entonces, ¿qué?

«Por favor, que no lo encuentren.»

– Ha sido una mentira muy arriesgada, Lydia. Poner en peligro a otras personas…

Pero Lydia seguía sin abrir la boca. Temía que las palabras la delataran.

– Sí, claro, enfádate si quieres. -La voz de Valentina expresaba un profundo enojo-. Dios mío, qué noche más horrible ha sido ésta. No ha habido concierto, por lo que no me han pagado, me ha registrado una enfermera insolente, y ahora mi hija, que no sólo arruina su precioso vestido saliendo al jardín en pleno aguacero, me insulta con sus mentiras y su silencio.

Lydia siguió sin hablar.

– Vamos, vamos, duérmete entonces, y espero que sueñes con tu fantasma barbudo. Tal vez te persiga con una forca para agradecerte tus mentiras.

Lydia se tendió en la cama y contempló la oscuridad, por miedo a cerrar los ojos.

– Hola, querida, te has levantado muy pronto esta mañana. Has venido a contarle a Polly todas las emociones que vivimos ayer noche, ¿verdad? Dios mío, menudo escándalo.

Anthea Mason parecía de lo más complacida ante la presencia de Lydia, como si no se le ocurriera ninguna manera mejor de empezar un domingo por la mañana que con la aparición de la amiga de su hija frente a su puerta antes del desayuno.

– Entra, ven a la terraza con nosotros.

Aquello no era exactamente lo que Lydia había planeado, porque tenía que hablar con Polly a solas, pero mejor eso que nada, de modo que sonrió, agradecida, y siguió a la señora Mason por la casa, una construcción espaciosa y moderna con suelos de madera de haya que siempre parecía inundada de luz, como si, no se sabía cómo, atrapara el sol, que danzaba sobre las paredes color crema y acariciaba el reluciente altavoz de latón del gramófono, que Lydia codiciaba con pasión. Allí el papel pintado no se despegaba nunca, ni había rincones mugrientos propicios para las cucarachas. Además, la casa de Polly siempre olía tan bien… A cera de abeja, a flores, y a algo que siempre se estaba horneando en la cocina. Ese domingo el aroma era a café y a panecillos recién hechos.

Al salir a la terraza, que daba a un césped moteado de sol, salpicado de rosas de té amarillas, constató que la imagen era idílica; sobre la mesa, cubierta con un mantel almidonado y blanco, se esparcían tazas de frágiles asas y ribetes dorados, y una cafetera de plata rodeada de unos cuencos a juego con azúcar, mantequilla, mermelada y miel. El señor Mason leía tranquilamente el periódico en un extremo de la mesa, en mangas de camisa y con las botas de montar puestas. Con una mano pasaba las páginas mientras con la otra sostenía una tostada, y Achules permanecía inmóvil en su regazo. Achules era un gato gordo, de pelo largo y gris, que emitía unos maullidos graves, como de sirena de barco.

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