Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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Lydia se puso en pie de un salto, envuelta en una manta.

– ¡Salgan de aquí! ¿Cómo se atreven a entrar de este modo? Esto es propiedad privada.

– Traemos una orden judicial. -El oficial blandió un papel y se lo acercó groseramente a la cara-. No se haga la inocente, señorita. ¿Dónde está?

Varias manos rebuscaban entre las mantas, entre cajas, telarañas y latas viejas, como si su presa pudiera ocultarse en una de ellas.

Cuando apartaron los sacos de la pared trasera, el capitán chino de rostro pétreo lanzó una maldición y ordenó a sus hombres que buscaran fuera. Tras aquellos sacos se adivinaba un hueco en la pared. Alguien había serrado limpiamente unos tablones y los había arrancado. La larga espera de Lydia, aquella tarde, no había resultado del todo ociosa.

– ¿Dónde está, señorita? -reiteró el oficial inglés.

– Se ha ido -respondió. Y volvió a decirlo, esta vez en un susurro, para sus adentros-. Se ha ido.

Capítulo 65

El tiempo que siguió a esa noche fue un tiempo fragmentado para Lydia. Los días pasaban, pero no existían. En su mente se sucedían las imágenes, borrosas, sin sentido. Sólo el encuentro con Polly destacaba y llamaba su atención.

– Lydia. Lo siento. -Polly había aparecido en la puerta de su casa, con una bandeja de dulces envuelta y con un lazo de seda de color violeta-. Perdóname, Lyd. Yo sólo pretendía hacer lo que parecía mejor para ti.

Fue duro. Librarse de la ira. Pero Lydia se dijo que si las palabras de Polly no hubieran atraído a los hombres de Po Chu al cobertizo aquel día, la habrían encontrado en cualquier otro momento. En algún otro lugar. Y al fin el resultado habría sido el mismo. La Caja. El agua llenándole la garganta. Las tenazas en el pecho. Nada habría cambiado aquello.

De modo que sonrió a Polly, con la mirada fija en sus ojos azules, de expresión preocupada, y la abrazó con fuerza.

– No te preocupes, lo entiendo. De veras. Creías que de ese modo me protegías, pero las cosas no salieron bien.

– Verás, mi padre…

– Cállate, Polly. Olvídalo. No fue culpa tuya. Tu padre hace cosas que a veces no están bien.

Pero eso ya había terminado. Christopher Mason no volvería a hacer cosas que no estuvieran bien con su hija. De modo que Lydia le plantó un beso en la mejilla pálida, y le dijo que se iba de Junchow. Polly lloró, y volvieron a abrazarse, y ella le prometió que volverían a encontrarse algún día en Londres, en Trafalgar Square, entre palomas. De aquellos días, Lydia no conservaba ningún otro recuerdo claro. Hasta la mañana en que se encontraba en el andén, con Alfred, con una bolsa de naranjas en una mano y el billete a Vladivostok en la otra. Luego sí, todo se aclaraba. La imagen se volvía nítida, brillante, tanto que le dolía la mente.

El resoplido aceitoso de la locomotora de vapor la impacientaba. A su alrededor se congregaban multitudes, viajeros que se gritaban unos a otros, puertas de vagones que se cerraban. Un porteador cargaba con equipajes. Había vendedores que pasaban con sus bandejas de baos y cacahuetes recién tostados, hacían sonar sus campanillas y pregonaban sus mercancías. Y entretejidos con todo ello, como un río amarillo, avanzaban cinco monjes budistas con sus túnicas de color azafrán, murmurando oraciones y esparciendo incienso. Lydia echó una moneda en el cuenco en el que recogían las limosnas. Para congraciarse con los dioses de Chang An Lo.

– Voy a echarte de menos -le dijo a Alfred.

– Mi querida niña. ¿No puedo convencerte? ¿Ni siquiera ahora?

– No, Alfred. Pero me siento muy agradecida. De veras.

Y lo decía en serio. Alfred se había comportado de modo asombroso. Cuando se dio cuenta de que no lograría que cambiara de opinión, movió todos los hilos a su alcance para lograr que los trámites burocráticos que dependían de sir Edward Carlisle se agilizaran al máximo. Y en un breve espacio de tiempo, le consiguió un visado y un pasaporte. En ambos figuraba un apellido con el que a ella se le hacía difícil identificarse: Lydia Parker.

– Un buen pasaporte inglés -había insistido Alfred-. Con él se va a todas partes en este mundo. Te protegerá. Ya sabes, tendrás el poder del Imperio británico a la espalda.

Tenía parte de razón, no lo dudaba. Pero tenía más fe en sí misma que en su imperio, de modo que, sin que su padrastro lo supiera, llevaba otro pasaporte oculto en la falda. Un pasaporte ruso. Falsificado, claro. Y en él constaba su otro nombre, Lydia Ivanova. Por si acaso. Parte del paquete de supervivencia.

– Te enviaré un telegrama, Alfred. Te lo prometo. En cuanto pueda.

– Hazlo, mi niña. Ya sabes que estaré preocupado.

Ella le miró a la cara. No entendía cómo había llegado a apreciarlo tanto. Había perdido algunos kilos, y tenía los ojos más hundidos que antes. ¿Cómo podían haberle parecido fatuos en otro tiempo? Se acercó a él y lo abrazó.

– ¿Estás segura de que llevas dinero suficiente?

– Si llevara más guineas de oro cosidas a la ropa y encoladas en el interior de mis zapatos, al tren le haría falta otra locomotora para atravesar las montañas.

Alfred se echó a reír.

– Ya tienes la dirección de mi abogado en Londres, de modo que siempre podrás ponerte en contacto conmigo, y yo te enviaré dinero para que compres un billete del vapor a Inglaterra. Yo no me quedaré aquí mucho más tiempo. Ya no. No en China.

Ella le tomó de la mano un instante, tratando de encontrar las palabras adecuadas, sin conseguirlo.

– Sé feliz en Inglaterra -le dijo al fin, esbozando una sonrisa-. A ella le habría gustado que lo fueras.

– Lo sé. -Alfred apretó los labios. Asintió y le dio una palmadita en el brazo-. Cuídate mucho, querida niña. Y que Dios te acompañe.

– Llevo conmigo a mi oso.

Se volvió a mirar el vagón. Liev Popkov estaba sentado en él. Se acariciaba la barba con su mano inmensa, y de algún modo lograba que hasta ese simple gesto resultara amenazador. La maleta de Lydia, pequeña, de cuero, iba a su lado, en el asiento, más segura que si se hallara depositada en el Banco de Inglaterra. Ni siquiera Alfred pudo reprimir la risa al ver que dos hombres abandonaban a toda prisa el compartimento al ver el único ojo de Liev y sus piernas desplegadas, como si un búfalo acabara de bufarles en la cara.

El revisor empezó a cerrar las puertas. El olor a metal caliente impregnó las fosas nasales de Lydia, y otra vaharada de vapor se elevó por la estación, tiñéndolo todo de negro. La locomotora hizo sonar su silbato. Había llegado la hora. El corazón le latía con fuerza, pero al mismo tiempo algo se desgarraba en él, y no podía hacer nada para mantenerlo entero. Se subió al peldaño de su vagón, y fue entonces cuando se fijó en la figura alta. Bufanda de seda, pello castaño, corto, que avanzaba con paso lento por el andén, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Se acercó al vagón y se quitó el sombrero elegante, nuevo, de piel.

– ¡Alexei! -Le sonrió-. Creía que no vendrías.

– He cambiado de opinión. Este lugar ya no me gusta. Hace demasiado frío. -Se volvió para contemplar la entrada de la estación y, aunque lo hizo sin inmutarse, algo en sus ojos verdes delataba su incomodidad.

– Demasiado calor, querrás decir -objetó ella, echándose a un lado para dejarle subir.

Alexei la miró de un modo desconcertante, pero a Lydia no le importó. Su hermano estaba ahí. Le estrechó la mano a Alfred, que murmuró:

– Cuida de ella, amigo.

Alexei se montó en el vagón sin esfuerzo, y se plantó a su lado.

Las nubes, sobre sus cabezas, se mostraban caprichosas y grisáceas. Lydia tomó asiento, apoyó la cabeza en el cristal, aspiró hondo y soltó el aire despacio, tal como Chang An Lo le había enseñado a hacer, observando cómo el cristal se empañaba y le privaba de la visión del otro lado. Lo que tenía por delante le causaba terror y emoción a partes iguales. Sabía que sobreviviría. Se lo había dicho muchas veces. Eso era lo que mejor se le daba: sobrevivir. ¿No lo había demostrado ya? Pues ahora iba a tener que ayudar a sobrevivir a su padre.

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