Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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– Wilbee, acabarás con el otro brazo escayolado si no vas con más cuidado.

Theo se apartó de la calle, donde una sucesión de ruedas pasaba a toda velocidad, un río sin fin de coches y bicicletas, de rickshaws y carretillas. Incluso un joven que iba montado sobre una motocicleta hizo sonar la bocina para que se apartara.

– Buenos días tengas, Feng Tu Hong.

El Rolls-Royce negro susurraba junto a la acera, con la ventanilla bajada, pero el hombre que iba montado en su interior no era el mismo que irradiaba fuerza y poder hacía apenas unos días. Una mirada a sus ojos bastó a Theo para ver el desconcierto de un hombre que ha perdido a su hijo. Llevaba una cinta blanca en la cabeza.

– Te estaba buscando, Willbee. Por favor, hazme el honor de compartir un momento conmigo. Un breve trayecto en mi modesto vehículo tal vez te ayude a aligerar la carga de las heridas que sufres.

– Gracias, Feng, acepto.

Avanzaron en silencio, al principio, los dos demasiado inmersos en sus propios pensamientos como para hallar las palabras que sirvieran de puente entre ellos. Las calles estaban llenas de gente que, bajo el sol brillante del invierno, iba y venía, pero el coche atraía la atención allá por donde pasaba, y varios chinos inclinaron la cabeza en señal de respeto. Feng no se percató de ello siquiera.

– Feng, te acompaño en el sentimiento por tu pérdida. Siento no haber podido ser de ayuda, pero la granja ya estaba vacía cuando llegué.

– Eso me dijeron.

– Tu hija también envía el pésame a su padre.

– Una hija que cumpliera con su deber estaría junto a mí.

– Un padre que cumpliera con su deber no amenazaría a su hija tan salvajemente.

Feng no quiso mirar a Theo, y mantuvo la mirada perdida en su mundo negro, aunque aspiró hondo para controlar la cólera. A Theo se le ocurrió entonces que ese hombre quería algo. Y no era difícil adivinar de qué se trataba.

– Feng Tu Hong, entre tú y yo existe una historia de desencuentros, y me entristece que no podamos aparcar nuestras diferencias por causa de tu hija, a la que los dos amamos. En un momento como éste, en el que sientes una pena desgarradora por la pérdida de tu segundo hijo… -hizo una pausa- te invito a mi casa. -Volvió a oír que el hombre tomaba aire sonoramente-. Tu hija te servirá el té gustosamente, aunque lo que podemos ofrecerte en casa es escaso comparado con las exquisiteces de tu mesa. Pero, en este momento de tristeza, Feng, no debemos elevar la voz.

Feng se volvió hacia él despacio, el cuello grueso agarrotado, a la defensiva.

– Te lo agradezco, Willbee. Mi corazón se complacerá si logro posar mis ojos una vez más en mi hija. Es la única que me queda, y no deseo causarle ninguna molestia.

– En ese caso, seas bienvenido.

Feng se echó hacia delante, deslizó el cristal que separaba el asiento trasero del delantero y dio las instrucciones oportunas al chófer. Cuando volvió a cerrarlo, se agitó, incómodo, en el asiento de piel, y carraspeó, preparándose para lo que tenía que decir.

Theo aguardaba, cauteloso.

– Tiyo Willbee, yo no tengo ningún hijo varón.

Theo asintió, pero permaneció en silencio.

– Necesito un nieto.

Theo sonrió. De modo que era eso. El viejo diablo le estaba implorando. Eso lo cambiaba todo. Ahora Li Mei ostentaba el poder.

– Vamos -le dijo Theo, cortésmente, cuando el coche entró en el patio de la Academia Willoughby -. Entra a tomar el té con nosotros.

Era un principio.

Capítulo 63

– ¡Lydia!

Lydia se encontraba en su dormitorio. Llevaba tantas horas con la mirada perdida en la oscuridad y la lluvia, en un abismo de soledad, que su pensamiento había huido del presente, y la había llevado hasta el día en que su madre había aparecido en la buhardilla con una barra pequeña de algo que había llamado pan de malta en una mano, y una barra de mantequilla en la otra. A Lydia le entusiasmó tanto el olor nuevo y raro, la textura blanda de aquella masa cocida que no se parecía nada al pan, que se subió a una silla para ver a Valentina untar una gran cantidad de mantequilla en ese pan. Acto seguido, su madre le había ido metiendo, una a una, en la boca, las rebanadas cuajadas de frutas, como si fuera una cría de pájaro. Y se habían reído tanto que se les habían saltado las lágrimas. Ahora, al recordar que su madre había comido muy poco, que se había limitado a lamer los restos de mantequilla del cuchillo y a poner los ojos en blanco, en señal de éxtasis, algo en su interior se desgarraba.

– ¡Lydia! ¡Ven! ¡Deprisa!

Lydia había desarrollado un gran instinto para detectar el peligro, y agarró un cepillo para usarlo como arma, antes de salir al rellano y meterse en el dormitorio de Alfred. Se detuvo. Durante un instante insoportable, la esperanza anidó en su interior. La estancia estaba llena de gente, y todos eran su madre. Alfred estaba sentado muy tieso, al borde de la cama matrimonial, con dos sobres en una mano, y la otra aferrada a las sábanas, como si tratara de mantenerse anclado en la realidad.

– ¡Lydia, mira! -le dijo, con la respiración entrecortada-. Cartas.

Pero ella no lograba apartar la vista del suelo. Había ropa de su madre por todas partes, dispuesta ordenadamente, separada por colores.

Un vestido azul marino sobre unos zapatos del mismo tono. Un dos piezas de seda color crema con una blusa beige y sandalias marrones. Medias, sombreros, guantes, e incluso joyas, colocadas como si las llevara puestas. Cuerpos vacíos. Su madre estaba allí. Pero no estaba allí. Un fular ocupaba el lugar que debería haber ocupado su rostro.

Aquello era demasiado. Y Lydia estalló en sollozos.

– ¡Lydia! -repitió Alfred, vehemente-. Lydia, nos ha escrito. -No llevaba las gafas puestas, y sin ellas su rostro se veía desnudo, vulnerable. Aunque el despertador de la mesilla marcaba las cuatro y veinte de la mañana, todavía no se había quitado el traje arrugado del día anterior, y no le habría venido mal un afeitado.

– ¿A qué te refieres?

– Las he encontrado. Debajo de su ropa interior, en ese cajón. Una para cada uno.

Soltó las sábanas y se acercó mucho los sobres a la cara.

Lydia se arrodilló frente a él, sobre la alfombra, apoyó las manos en sus rodillas y notó que estaba temblando. Alzó la vista y le miró a los ojos.

– Alfred, Alfred -murmuró. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de su padrastro, pero él era consciente de su propio llanto-. No podemos hacer que vuelva.

– Ya lo sé -sollozó él-. Pero si Dios resucitó a su hijo, ¿por qué no puedo yo recuperar a mi mujer?

Querida dochenka:

Si lees esto, significa que habré hecho lo peor que una madre puede hacerle a su hija: irse. Te he abandonado. Pero bueno, ya sabes que nunca se me ha dado muy bien hacer de madre, ¿verdad, corazón? Hoy es el día de mi boda. Te escribo esto porque me invade un horrible presentimiento, que me cubre como un sudario. El frío se apodera de mi corazón. Pero sé que te reirías de mí, que menearías tu cabecita y me dirías que es por culpa del vodka. Tal vez tengas razón. Y tal vez no.

Así que el caso es que tengo algunas cosas que contarte. Cosas importantes. Chyort! Ya me conoces, mi cielo. Yo no soy de las que cuenta las cosas. Yo soy más de las que guardan secretos. Los atesoro como si fueran piedras preciosas, y me los quedo para mí. De modo que te lo contaré todo deprisa.

En primer lugar, te quiero, mi pequeña. Te quiero más que a mi vida. De modo que, si en este momento ya me encuentro bajo tierra, fría, no me llores. Estaré contenta, porque querrá decir que tú me has sobrevivido, y eso es lo que importa. En realidad, a mí nunca se me dio demasiado bien vivir. Espero descubrir que el diablo y yo nos llevamos bien. Y, por el amor del infierno, no llores. Vas a echar a perder esos ojos preciosos que tienes.

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