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Kate Furnivall: La Concubina Rusa

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Kate Furnivall La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China. La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo. Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura. Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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– ¿Por qué? Ese cabrón se lo merecía. Que se pudra en el infierno.

– Porque me habría encantado hacerlo a mí -respondió él airado-. Pero sólo después de arrancarle sus pelotas estériles y metérselas en su boca de lombriz.

Ella le besó el pecho, sintió que el corazón le latía con fuerza bajo sus labios. Le pasó la mano por los prominentes huesos de las caderas, y descendió por la mata negra y espesa del vello púbico. Él bajó la cabeza y con la lengua trazó una línea en su vientre pálido, hasta llegar al recodo en el que se unía a la piel blanquísima del muslo. El cuerpo de Lydia se arqueó contra el suyo cuando él la acarició y la acunó, la rozó y le hizo cosquillas, y así, cuando al fin penetró en ella, el fuego que los abrasaba los fundió en un solo cuerpo. Una unidad perfecta. Dos mitades fundidas en una. Permanecieron juntos, tendidos, largo rato después, el calor de su aliento acariciando la piel desnuda del otro, los latidos del corazón adaptándose al ritmo del otro.

– Lydia.

Ella sonrió. Oír su voz pronunciando su nombre era una alegría inmensa. Pero, a la vez, en su pecho empezaba a anidar un dolor intenso. Se acurrucó contra la curva de su brazo, apoyó la cabeza en su clavícula y entrelazó una pierna con la de Chang. Aspiraba su aliento, se empapaba de su olor, y así se mantuvo, con los ojos cerrados, un largo minuto, grabando para siempre el instante en su cerebro.

Abrió los ojos.

– Ya lo sé, mi amor. Ya sé qué es lo que tienes que decirme.

– Debo irme de Junchow.

– Sí.

La abrazó con fuerza, y un escalofrío recorrió sus venas.

– Y debo dejarte aquí, luz de mi alma. Dejarte a salvo.

– Lo sé.

Chang le besó la frente, y sus labios se demoraron en su piel.

– No puedo llevarte conmigo, mi amor.

– Lo sé. -A Lydia se le formó un nudo en la garganta, y el dolor en el pecho le dolía más que una herida de puñal-. Cuando me capturó esa rata de Po Chu, lo comprendí. Aquellos hombres no serían distintos de los combatientes comunistas del campamento. Para ellos, yo siempre sería un forastero, un recordatorio venenoso de todo lo que luchaban por derrotar. Y mientras estuviera a tu lado, tú estarías en peligro. Y eso no podía soportarlo. El enemigo me usaría a mí para mutilarte a ti.

Él le acarició el rostro, sellándole los labios con los dedos, tiernamente.

Pero ella se obligó a seguir.

– Para ti yo sería peor que unas cadenas. De modo que sé bien que debes partir tú solo.

– Lo único que tú me encadenas es el corazón. Y juro que regresaré a por ti.

Los ojos le brillaban a la luz de la vela. Sin fiebre. Ella vio en ellos la verdad de la promesa que acababa de pronunciar, pero también la impaciencia por lo que se extendía ante él, y el puñal que seguía clavado en su pecho se hundió en él un poco más.

– Más te vale -replicó ella riendo. Echó la cabeza hacia atrás y le mostró los dientes-. O seré yo la que atacaré las montañas para atraparte.

Chang le besó el cuello.

– Tanto los comunistas como el Kuomintang huirían despavoridos al verte aparecer, con tu espíritu de zorro.

– Te he preparado un paquete. -Señaló una bolsa de cuero con hebilla y cinta larga colocada sobre unos sacos, junto a la pared-. Es ropa y comida. También hay algo de dinero.

– ¿Y un puñal?

– Claro. Y de los buenos.

Chang asintió, satisfecho.

– Gracias, amor mío. ¿Tu padre se ha vuelto más generoso?

– Mi padre… -dijo con voz áspera. Tragó saliva y prosiguió-. Mi padrastro tiene otras cosas en la cabeza.

Fue entonces cuando se lo contó. Lo de su madre. Lo de la carta. Lo de Alexei Serov. Él la abrazó con fuerza, y ella derramó lágrimas por primera vez desde la muerte de su madre. Un nudo tenso, sólido, se soltó dentro de ella.

– ¿Volverán a por ti las tropas del Kuomintang? -le preguntó al fin.

– Como lobos que olisquean la sangre recién derramada -respondió él.

– ¿Y Alexei?

– Cuando descubran que ha dado orden de que me liberen, los rusos tendrán que responder ante ellos.

Lydia asintió.

Durante un momento, la mirada de Chang se clavó en la suya, en silencio, y entonces abrió mucho los ojos. Con un movimiento fluido se apoyó en el codo y, sujetándole la barbilla con la mano, le zarandeó la cabeza suavemente. Lydia se dio cuenta de que la herida del dedo amputado estaba casi curada.

– Lo has planeado todo muy bien -dijo él-. Y, en cierto modo, así contribuyes a la causa comunista.

Ella asintió.

– El Kuomintang perderá a su asesor militar en Junchow. -Hablaba con serenidad, pero se veía muy pálido-. Y tú… no, Lydia. No. Tú te meterás en la boca del dragón.

Ella sonrió, mirándole a los ojos, negros, intensos, y con un dedo recorrió el perfil afilado de su mandíbula.

– Amor mío, de ti he aprendido a retorcer la cola del dragón.

Él le acarició el pelo, impaciente, como si al hacerlo quisiera acariciarle los pensamientos.

– Vuelves a Rusia.

– Sí.

– Será peligroso.

– Estoy bien preparada. Te lo prometo.

– Por los dioses, el tuyo va a ser un viaje más duro que el mío. Pero te juro que, en tu bolsillo, contigo, viajará mi alma.

Lydia sintió que la embargaba una gran emoción, y le besó los párpados.

– Gracias, amor mío, por comprender. Lo mismo que tú debes luchar por aquello en lo que crees, yo también tengo que hacer esto.

– Oigo tus palabras, pero el miedo me muerde los huesos.

– No temas. Los dos lo superaremos. Yo creía que la supervivencia lo era todo. Durante toda mi vida he luchado por comer y respirar en este mundo apestoso, como una gata de callejón, que era como me llamaba mi madre. Pero he aprendido. De ti. Del anodino Alfred. E incluso de la salvajada que viví en la Caja. Hay que sobrevivir por una causa.

Chang An Lo se incorporó y la rodeó con sus brazos, le besó el hombro como si quisiera devorarlo.

– Oh, mi Lydia, el viento de la vida sopla con tal fuerza en tu interior…

– Amor -prosiguió ella-. Y lealtad. Ésas son mis causas. Y merece la pena sobrevivir por ellas. Él es mi padre, Chang An Lo. Deseo saber qué razón lo ha mantenido con vida diez años en ese terrorífico campo de prisioneros ruso.

– En el corazón del hombre, el hierro proviene de su mente.

– Y en el de la mujer, también.

Chang sonrió, aunque con pesar. Alargó la mano en dirección a su ropa, hecha un ovillo en el suelo.

– Tengo algo para ti.

Sacó una bolsa de cuero y, de ella, extrajo un colgante pequeño, rosado, que le colocó en la palma de la mano.

– Se trata de un poderoso símbolo chino. Un símbolo de amor.

Ella lo estudió con detenimiento.

– Un dragón.

Su forma era exquisita. Enroscado como un gatito.

– Sí, tallado en cuarzo rosa. Llévalo siempre contigo. Te protegerá y te guardará de los malos espíritus hasta mi regreso.

– Es muy bonito. Gracias.

Le besó, y volvieron a hacer el amor, despacio, demorándose, saboreando cada caricia, cada sabor, y luego, en los momentos finales, con fiereza, convirtiéndose el uno en parte del otro. En el instante último de temblor y abandono, algo cambió en él. Ella lo notó, y a él el instinto le llevó a cubrirle la boca con la mano y a susurrarle al oído.

– Escucha.

Ella lo hizo, pero no oyó nada. Excepto el viento entre los árboles. Pero su corazón y su estómago parecían a punto de colisionar.

– Vas a necesitar ese cuchillo.

Las bisagras gimieron, y la puerta se abrió de golpe y rebotó contra la pared con estruendo. Un oficial del ejército británico irrumpió en el cobertizo húmedo, los ojos veloces, astutos. Tras él, los uniformes grises del Kuomintang acechaban como perros atados con correas.

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