Ella volteó la mirada hacia él y enfundó su Glock. “Los halagos son inútiles,” dijo ella. “Los halagos, como suele decirse, no logran nada.”
“Lo sé,” dijo Harry. “Pero, ¿lograría al menos un trago?”
Ella le sonrió. “Si invitas tú.”
“Claro, yo invito,” acordó él. “No me gustaría que me dieras una paliza.”
Salieron del edificio y caminaron de vuelta a la lluvia. Ahora que el entrenamiento había concluido, la lluvia resultaba casi refrescante. Y con varios instructores y expertos escaneando la zona para terminar la noche, por fin se permitió sentirse orgullosa de sí misma.
Tras once semanas de entrenamiento, ya había pasado la mayoría de las clases en el aula de su preparación con la Academia. Casi estaba allí… a unas nueve semanas de terminar el curso y de potencialmente convertirse en una agente de campo con el FBI.
De repente se preguntó por qué había esperado tanto tiempo para irse de Nebraska. Cuando Ellington le había recomendado a la Academia, le había hecho el mayor regalo, el empujón que necesitaba para probarse a sí misma, para desprenderse de lo que le había resultado cómodo y seguro. Se había librado de su trabajo, su pareja, el apartamento… y había optado por una nueva vida.
Pensó en la inmensa planicie, los maizales, y los cielos azules que había dejado atrás. A pesar de que tenían su belleza particular, habían sido, de alguna manera, una prisión para ella.
Ahora todo formaba parte del pasado.
Ahora que era libre, no había nada que la pudiera detener.
*
El resto del día continuó con entrenamiento físico: flexiones, carreras cortas, lagartijas, más carreras, y levantamiento selectivo de pesas. Durante los primeros días en la Academia, había odiado este tipo de entrenamiento. Pero a medida que su cuerpo y su mente se habían acostumbrado a ello, le daba la sensación de que en realidad lo ansiaba.
Todo se hacía con precisión y rapidez. Hizo las cincuenta flexiones tan rápido que ni sentía la quemazón en la parte superior de sus brazos hasta que las terminó y se dirigió a la carrera de obstáculos con zonas de barro. Con cualquier tipo de actividad física, se había mentalizado de que no era ella la que estaba empujando realmente hasta que tanto sus brazos como sus piernas le temblaban y sus abdominales parecían tiras de carne dentada.
Había sesenta alumnos en su unidad y ella era una de las nueve mujeres. Esto no le molestaba, seguramente debido a que el tiempo que había pasado en Nebraska le había endurecido como para que no le importara el género de la gente con la que trabajaba. Simplemente mantuvo la discreción y trabajó lo mejor que pudo, lo que, a pesar de que no era tan orgullosa como para decirlo, era bastante excepcional.
Cuando el instructor anunció el final de su último circuito—una carrera de dos millas a través de bosques y caminos embarrados—la clase se disolvió y cada uno se fue por su lado. Mackenzie, por otra parte, se sentó en uno de los bancos junto al borde de la pista y estiró las piernas. Sin gran cosa por hacer el resto del día y todavía con la sensación de satisfacción de su exitosa prueba en el Callejón de Hogan, pensó en salir a correr una vez más.
Por mucho que odiara admitirlo, se había convertido en una de esas personas a las que les gustaba correr. Aunque no tenía pensado registrarse en ningún maratón temático, había conseguido apreciar el acto en sí mismo. Además de los largos y las carreras que requería su entrenamiento, encontró tiempo para correr por los senderos forestales del campus que se encontraba a seis millas de las oficinas centrales del FBI y, como consecuencia, a unas ocho millas de su nuevo apartamento en Quantico.
Con su camiseta de entrenamiento empapada de sudor y un rubor en sus mejillas, terminó el día con una carrera alrededor de la pista de obstáculos, saltándose las colinas, los troncos caídos y las redes. Mientras lo hacía, notó cómo le miraban dos hombres diferentes—no debido a ningún ensueño lujurioso, sino con cierta admiración que, sinceramente, le alentó a seguir.
Aunque, la verdad sea dicha, no le hubiera importado recibir alguna mirada de deseo de vez en cuando. Este nuevo y esbelto cuerpo por el que había trabajado tan duro se merecía algo de aprecio. Era extraño sentirse tan cómoda en su propia piel, pero estaba aprendiendo a apreciarlo. Sabía que a Harry Dougan también le gustaba, aunque, por el momento, no había dicho nada. Y hasta si fuera a decir algo, Mackenzie no estaba segura de cómo le respondería.
Cuando terminó con su última carrera (algo menos de dos millas), se dio una ducha en las instalaciones de la Academia y al salir compró un paquete de galletas saladas en la máquina expendedora. Tenía el resto del día a su disposición; cuatro horas para hacer lo que le diera la gana antes de pasarse por la cinta andadora en el gimnasio—una pequeña rutina a la que había conseguido acostumbrarse para mantenerse un paso por delante de todos los demás.
¿Qué podía hacer con el resto del día? Quizá pudiera terminar de deshacer las maletas. Todavía había seis cajas en su apartamento a las que ni había cortado la cinta de empaquetar. Eso sería lo más inteligente, aunque también se preguntaba qué tendría pensado Harry para esa noche, si todavía estaría dispuesto a tomar un trago. ¿Se refería a esta noche o a alguna otra noche?
Y, además de eso, se preguntó qué estaría haciendo el Agente Ellington.
Ellington y ella casi habían quedado en unas cuantas ocasiones pero al final nunca había resultado posible—probablemente para bien, en lo que a Mackenzie se refería. Podía pasarse el resto de su vida sin que le recordaran la vergüenza que había pasado con él en Nebraska.
Mientras trataba de decidir qué hacía con su tarde, se dirigió a su coche. Cuando introdujo la llave en la cerradura de la puerta, vio un rostro familiar pasar corriendo. La corredora, una compañera en formación con la Academia llamada Colby Stinson, la vio mirándola y sonrió. Corrió hacia el coche de Mackenzie con tal energía que Mackenzie pensó que Colby debía de estar comenzando su carrera, y no terminándola.
“¿Qué pasa?,” dijo Colby. “¿Te dejó atrás la clase?”
“No. Me las arreglé para hacer otra carrera.”
“Claro, por supuesto que sí.”
“¿Qué se supone que significa eso?” preguntó Mackenzie. Colby y ella se conocían bastante bien, aunque no se pudiera decir que eran amigas. Nunca estaba segura de si Colby se estaba haciendo la graciosa o intentando que reaccionara.
“Significa que estás increíblemente motivada y que destacas en tu campo,” dijo Colby.
“Culpable.”
“¿Y qué estás haciendo?” preguntó Colby. Entonces señaló al paquete de galletas que Mackenzie tenía en la mano. “¿Ese es tu almuerzo?”
“Así es,” dijo ella. “Triste, ¿verdad?”
“Un poco. ¿Por qué no vamos a comer algo? Me encanta la idea de comer una pizza.”
A Mackenzie también le sonaba muy bien la idea de comer pizza. Lo que no quería era sufrir la charlatanería, especialmente con una mujer que mostraba inclinación por la conversación chismosa. Por otra parte, sabía que necesitaba algo más en su vida que el entrenamiento, el entrenamiento extra, y encerrarse en su apartamento.
“Sí, hagámoslo,” dijo Mackenzie.
Era una pequeña victoria—salir de su zona de confort para intentar hacer amigos en este nuevo lugar, en este nuevo episodio de su vida. Con cada paso que tomaba, abría una nueva página y estaba, con toda sinceridad, deseando comenzar a escribir.
*
La pizzería de Donnie solo estaba medio llena cuando llegaron Mackenzie y Colby a media tarde, cuando habían salido muchos comensales del almuerzo. Eligieron una mesa en la parte trasera y pidieron una pizza. Mackenzie se permitió relajarse, descansando sus doloridas extremidades, pero no pudo hacerlo durante mucho tiempo.
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