La cuestión era, por supuesto, qué podía hacer en esos años.
Y a pesar de tener la reputación de ser uno de los agentes más inteligentes que habían pasado por el Buró en la última década, ella no tenía idea de por dónde empezar.
***
Aparte del polígono de tiro y sus casi obsesivos hábitos de lectura, Kate también se las había arreglado para tener el hábito semanal de reunirse con otras tres mujeres para tomar café. Las cuatro se burlaban de sí mismas, al opinar que componían el club más triste que se hubiese visto; cuatro mujeres al inicio de su retiro sin idea alguna de qué hacer con la novedad de sus días libres.
Al dia siguiente de su revelación, Kate condujo hasta su café preferido. Era un sitio propiedad de una familia donde no solo el café era mejor que el brebaje con sobreprecio de Starbucks: el lugar no estaba abarrotado con milenials y mamás de futbolistas. Entró, y antes de dirigirse al mostrador para hacer su pedido, miró su mesa acostumbrada al fondo. Dos de las otras tres mujeres ya estaban allí, saludándola con la mano.
Kate tomó su preparado con avellanas y se sumó a sus amigas en la mesa. Tomó asiento junto a Jane Patterson, de cincuenta y siete, que tenía siete meses de haberse retirado de ir y venir entre una y otra compañía, como especialista de propuestas para una firma gubernamental de telecomunicaciones. Frente a ella estaba Clarissa James, con poco más de un año de jubilada luego de haber trabajado medio tiempo como instructora de criminología en el Buró. El cuarto miembro de su triste y pequeño club, una mujer recientemente retirada de cincuenta y cinco años llamada Debbie Meade, no había llegado todavía.
Qué extraño, pensó Kate. Deb es por lo general la primera en llegar aquí.
En el instante en que tomó asiento, Jane y Clarissa parecieron ponerse tensas. Esto era más extraño aún porque no era el modo de ser de Clarissa mostrarse de otra forma que no fuera efervescente. A diferencia de Kate, Clarissa había aprendido con rapidez a amar la jubilación. Kate suponía que ayudaba el que Clarissa estuviera casada con un hombre casi diez años más joven, que participaba en competiciones de natación en su tiempo libre.
—¿Qué pasa con ustedes chicas? —preguntó Kate— Saben que vengo aquí para sentirme motivada con respecto a la jubilación, ¿correcto? Ustedes dos realmente se ven tristes.
Jane y Clarissa intercambiaron una mirada que Kate ya habia visto innumerables veces. Durante su época de agente, la había visto en salas de recibo, salas de interrogación, y salas de espera de hospital. Era una mirada que encerraba una simple pregunta que no era necesario pronunciar: ¿Quién va a decirle?
—¿Qué pasa? —preguntó.
De pronto estaba plenamente consciente de la ausencia de Deb.
—Es Deb —dijo Jane, confirmando sus temores.
—Bueno, no es Deb exactamente —añadió Clarissa—. Es su hija, Julie. ¿Te encontraste con ella alguna vez?
—Una vez, creo —dijo Kate—. ¿Qué pasó?
—Está muerta —dijo Clarissa—. Asesinada. Hasta el momento, no tienen idea de quién lo hizo.
—Oh, Dios mío —dijo Kate, entristecida en verdad por su amiga. Conocía a Deb desde hacía unos quince años, desde cuando estaban en Quantico. Kate había estado trabajando como instructora asistente para una nueva camada de agentes de campo, y Deb había estado trabajando con algunos de los talentos en tecnología en alguna clase de nuevo sistema de seguridad. Ambas de inmediato hicieron buenas migas que terminaron convirtiéndose en amistad.
El hecho de que Deb no le hubiese llamado ni enviado un mensaje para transmitirle la noticia antes que a nadie mostraba lo rapido que las amistades podían cambiar con los años.
—¿Cuándo sucedió? —preguntó Kate.
—Ayer, no sé a qué hora —dijo Jane—. Me envió un mensaje esta mañana para decirme.
—¿No tienen sospechosos? —preguntó Kate.
Jane se encogió de hombros. —Solo dijo que ellos no saben quién es. No hay pistas, ni indicios, nada.
Kate se sintió de inmediato metida en el rol de agente. Se imaginó que sería lo mismo que sentiría un atleta entrenado después de estar alejado de la pista por demasiado tiempo. Ella podría no tener cancha o una multitud que la adorara y le recordase cómo habían sido sus días de g!oria, pero tenía una mente afinada para resolver crímenes.
—No te vayas por allí —dijo Clarissa, intentando poner su mejor sonrisa.
—¿Ir adónde?
—No seas ahora la Agente Wise —dijo Clarissa—. Ahora mismo, tan solo sé su amiga. Puedo ver cómo dan vuelta esos engranajes en tu cabeza. Jesús, mujer. ¿No tienes una hija embarazada? ¿No vas a ser abuela?
—Qué manera de patearme cuando estoy por los suelos —dijo Kate con una sonrisa. Dejó que el comentario se desvaneciera y entonces preguntó—. La hija de Deb… ¿tenía un novio?
—No tengo idea —dijo Jane.
Un incómodo silencio se sentó a la mesa. A lo largo del año en que el pequeño grupo de amigas recién jubiladas se había estado reuniendo, la conversación había sido mayormente superficial. Este era el primer tema serio y no encajaba con la rutina del grupo. Kate, por supuesto, estaba acostumbrada al mismo. Su tiempo en la academia le había enseñado cómo manejar estas situaciones.
Pero Clarissa tenía razón. Al escuchar las noticias, Kate había asumido con facilidad su rol de agente. Sabía que debería haber pensado primero como una amiga —pensar en la pérdida de Deb y su estado emocional. Pero la agente que había en ella era demasiado fuerte, los instintos estaban todavía al alcance de la mano luego de haber estado guardados en un anaquel durante un año.
—Entonces, ¿qué podemos hacer para que se sienta mejor? —preguntó Jane.
—Estaba pensando en un tren de comidas —dijo Clarissa—, conozco a otras señoras que podrían unirse. Es sólo para asegurar que ella no tenga que cocinar para su familia en las próximas semanas mientras lidia con todo esto.
En los siguientes diez minutos, las tres mujeres planificaron la manera más efectiva de poner en marcha un tren de comidas para la amiga alcanzada por la desgracia.
Pero para Kate, la conversación se quedó en la superficie. Su mente estaba en otra parte, intentando pensar en los chismes y detalles ocultos sobre Deb y su familia, tratando de encontrar un caso donde quizás no lo había.
O quizás sí, pensó Kate.Y presumo que solo hay una manera de averiguarlo.
Luego de su jubilación, Kate habia regresado a Richmond, Virginia. Había crecido en el pequeño pueblo de Amelia, como a cuarenta minutos de Richmond, pero había asistido a la universidad justo cerca del centro de la ciudad. Había pasado sus años de pregrado en VCU, queriendo en principio aprender de todo. Llevaba tres años allí cuando descubrió que sentía pasión por la justicia penal, a través de uno de sus cursos electivos en psicología. Había sido un camino sinuoso e irregular el que la había conducido a Quantico y a los treinta años ininterrumpidos de una ilustre carrera.
Ahora mismo conducía por algunas de esas calles de Richmond, tan familiares para ella. Había estado solo una vez en la casa de Debbie Meade, pero sabía exactamente dónde estaba ubicada. Sabía donde estaba porque envidiaba la ubicación, una de esas edificaciones de aspecto antiguo en una de las calles cercanas al centro de la ciudad, con filas de árboles en lugar de postes de iluminación y edificios elevados.
La calle de Deb estaba en esos momentos inundada con las hojas caídas de los olmos que bordeaban la calle. Tuvo que estacionar tres casas más allá porque la familia y los amigos habían comenzado a llenar los espacios delante de la casa de Deb.
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