La luna, Bollino y el murciélago
Livy Former
Copyright © 2019 Livy Former. Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de este libro puede reproducirse en el acuerdo del autor.
Ilustraciones de portada e ilustraciones internas de Amelia Sarigu.
Portada gráfica y maquetación de Antonella Monterisi.
Traducción por Maria Acosta Diaz.
Aquella noche la luna estaba más luminosa que nunca y su luz inundaba la ciudad insinuándose entre las anchas calles empedradas, deslizándose sobre los puentes, zambulléndose en el río que discurría plácidamente en su lecho, trepando por los muros de los edificios, por los árboles de los bulevares y los jardines, irrumpiendo en los callejones más oscuros, en las grietas de las viejas casas y los pozos, extendiéndose incluso sobre la torre de metal y tornillos que con su altura parecía querer alcanzar y tocar el cielo.
– ¡Eh, Daki, despiértate, es la hora! – graznó una voz aguda y nasal.
Un pequeño búho redondo, con el plumaje oscuro a rayas rojas y las plumas rígidas sobre la cabeza, miraba la viga donde estaba posado, y colgado cabeza abajo, un joven murciélago dormido.
– ¡Venga, Daki, despiértate! – repitió.
Dado que no recibía una respuesta dio un pequeño golpe con su pico curvo en una pata del murciélago que, al principio, comenzó a balancearse, luego se levantó mientras caía con un pequeño ruido sordo al lado del compañero y con los ojos todavía cerrados comenzó a bostezar y a emitir gruñidos con la nariz.
– ¡Venga, Daki, que ya ha salido la luna!
– ¿Y qué? – preguntó el murciélago. – La noche es larga. Sabes que necesito tiempo para espabilarme. Como ya te he explicado…
– Sí, sí, que mientras dormís vuestro cuerpo sufre una caída de la temperatura que recuperáis al despertar – repitió con cierto aburrimiento. – Pero el problema es que siempre te debo despertar. ¿Sabes que ya estoy cansado?
– ¿En serio? – el amigo abriendo desmesuradamente sus avispados ojillos encima de su agudo hocico. – ¿Puede que de mí?
Por toda respuesta el búho suspiró.
– Entonces, querido Bollino, ¡déjame en paz! – exclamó apenas abriendo las alas.
– ¡Cómo no! – se quejó el compañero abriendo y cerrando los párpados sobre sus grandes y luminosos ojos. – Si me voy no sé qué vas a hacer – le dijo porque era él quien le organizaba la vida. Había encontrado un alojamiento en la gran torre donde nadie se atrevía a molestarles, hacía que tuviese un horario regular, le acompañaba de caza y estaba siempre dispuesto a escucharle.
– ¡Me las apañaré! – respondió muy serio el murciélago.
¡Seguro que sí! ¿Ya se había olvidado de la noche en la que sus compañeros se habían marchado sin él?
Bollino lo había encontrado en un arbusto, lleno de barro, lloriqueante y perdido.
– ¡Pobre de mí, nadie me quiere! – balbuceaba entre lágrimas.
Afectado por aquel dolor se había ofrecido a hospedarlo para que se pudiese recuperar, pero desde aquella noche Daki se le había pegado como una lapa y él no había podido ocuparse de nada más.
Los compañeros le habían tomado el pelo.
– ¿Pero eres tonto? Esa especie de ratón volador no es un amigo adecuado para un búho.
– Es una criatura distinta de nosotros pero especial y maravillosa – se enfadaba Bollino porque los otros se reían a sus espaldas. Eran estúpidos y cerrados de mente y había dejado de ir con ellos, así que, al igual que Daki, se había quedado sin amigos.
Mientras tanto, el murciélago se dedicó a su aseo cotidiano lamiendo con la lengua puntiaguda la suave piel oscura que recubría su rechoncho cuerpo, muy distinto del de un ratón debido a sus largas orejas puntiagudas que le daban un aire extravagante. La forma de sus alas era casi la de una mano humana sin pulgar y entre aquellos dedos tan particulares se extendía una robusta membrana.
Era el único mamífero que existía en el mundo que supiese volar aunque no fuese pariente de los pájaros.
– Deberías volver con tus compañeros. Y convencerte de que somos agresivos, que chupamos la sangre, que somos ciegos y nos pegamos a los cabellos, así es cómo piensan de nosotros los humanos – le dijo cuando terminó de lavarse.
Bollino abrió todavía más sus enormes ojos pero permaneció en silencio.
– Bueno, ¿no dices nada? – le preguntó el compañero de manera provocativa.
– Ya que te apetece auto compadecerte puedo añadir que os consideran también muy feos.
Después de un minuto de silencio el murciélago comenzó a reír, al principio con un sonrisita burlona y a continuación de manera más ruidosa mientras mostraba sus dientes afilados.
– Los humanos no son amables ni siquiera con vosotros, ya que – consiguió decir entre risotadas – creen que sois pájaros de mal agüero.
– Uhu, uhu, uhu – respondió Bollino riendo a carcajadas junto con su amigo.
Alzaron el vuelo descendiendo rápidos a través del aire dulce de la noche y se divirtieron revoloteando durante un rato dibujando amplios giros, exhibiéndose con picados y ascensiones mientras acariciaban las cimas de los árboles.
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