Aníbal Malvar - Lucero

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Las vidas de los poetas malditos están sometidas al capricho de quien quiera interpretarlas. Lucero es y no es una novela sobre la vida y el tiempo de Federico García Lorca. Quizá sí el relato de cómo un país se confabula para conceder a un poeta el derecho a morir asesinado.
Es 1916 en la Vega de Granada, la tierra más rica de Andalucía y escenario de incendiarios conflictos sociales y políticos, donde los alpargateros pasan hambre y los terratenientes –como el padre del Lucero– se hacen inmensamente ricos con el contrabando de alimentos básicos hacia los frentes de la Gran Guerra. Es tiempo de jinetes y pistolas, revientahuelgas sanguinarios, bolchevistas iracundos y guardiaciviles borrachos.
En ese paisaje se forjará la primera agitación poética del Lucero antes de sumergirse en el vanguardismo irreverente de la madrileña Residencia de Estudiantes, con Dalí y Buñuel y las «sinsombrero». Vivirá estrepitosos fracasos teatrales y hasta el mordisco censor de la dictadura de Primo de Rivera. La persecución al maricón de la tenebrosa España. El éxito internacional. La singladura de la Barraca, su compañía teatral, llevando a Lope y a Cervantes por los pueblos bajo la constante amenaza de los falangistas…
Con mezclas de realidad, jaleo, ficción, noticias de prensa, cartas, entrevistas y publicidades, Lucero se convierte en un puzle cubista donde cabe todo. Quizá, también, el correcto manual de instrucciones para asesinar a un poeta.

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Descabalgan frente a las puertas del cuartelillo de Pinos Puente, en la calle Real, a menos de cuarenta metros del ayuntamiento. Don Federico no se despoja de su guardapolvo negro. Sabe que le confiere autoridad. Aunque no la necesita. Desde su fundación en 1904, es el máximo accionista de la azucarera Nueva Rosario. Buena parte de los pineros bendecidos por la posibilidad de llevar todos los días pan a casa trabaja para él. No hay persona que se le cruce en Pinos Puente que no incline, a su paso, la cabeza.

El recibidor del cuartelillo es fresco y oreado, aunque un leve aroma a pólvora y a humanidad perfuma el aire. Un número, aburrido, fuma tras el mostrador de madera, más propio de un tasco, sentado en una silla y con los pies apoyados en otra. No tendrá más de veinte años. El bigotillo aún no espesa sobre sus labios finos y las mejillas son lampiñas y enfermizamente incoloras. Se levanta de un brinco cuando ve la cabeza contundente de don Federico asomar sobre su holganza.

—Llama al sargento Biescas. Ligero, que no tengo todo el día –ordena don Federico sin énfasis.

El número entra hacia las celdas y, casi de inmediato, asoma por la puerta la corpulencia descamisada de un hombre de unos treinta años. Biescas está afeitándose y deja la pilación a medias en cuanto comprueba que sí, que es don Federico. Mientras saluda, abandona la navaja sucia de jabón sobre el mostrador vacío y se seca la cara, medio rostro aún desafeitado. La sonrisa se le apelmaza cuando ve el cuerpo menudo de Daza bajo la sombra del cacique.

—Buenos días, Biescas.

—¡Pero don Federico! ¿Otra vez?

—He encontrado a este hombre robando en mi casa. José Daza es su nombre.

—Ya sé que es Pepe Daza, don Federico. Pero esto no puede ser. Bastante lío tenemos ya con la llegada de Su Majestad a la Vega para que me venga usted con estos juegos.

—Cumple con tu deber, redacta la denuncia y arréstalo. En caso contrario, tendré que dar parte de tu conducta en Granada, sargento –recita el cacique.

—Hay que joderse, con perdón –rezonga el sargento inclinándose bajo el mostrador para buscar papel y pluma.

—La culpa es vuestra. Antes os lo traíais de malos modos cada vez que venía el Tío Paje. Ahora que os lo traigo yo, te quejas.

—Hombre. Sus razones hubo. Todo el mundo en la Vega sabe que Daza es bolchevista.

—Pues lo sigue siendo. Y ahora, además, es ladrón –don Federico consulta al bracero–. Porque sigues siendo bolchevista, ¿verdad?

—No es del todo exacto. Internacionalista, soy internacionalista...

—Bueno, da igual. Es delito lo mismo –zanja el cacique.

—A ver, nombre, apellidos y edad...

Don Federico responde sucintamente al cuestionario. Detrás de él, Daza asiente a cada respuesta con un gesto tímido de cabeza.

—¿Y qué es lo que ha robado este año, Daza?

—Pues... –don Federico duda–. Doscientos reales.

—¡Yo nunca le robaría tanto, don Federico! –protesta, aunque con tono menestral, el bracero internacionalista.

—Bueno, Biescas. Pon cincuenta reales –se vuelve hacia Daza–. ¿Cincuenta está bien?

—Está mejor –asiente Daza–. Gracias.

—A mandar, hombre.

El sargento Biescas pide la firma de don Federico en la denuncia y rubrica él mismo. Da una voz hacia la puerta que conduce a las celdas.

—¡Niño! Mete a Daza en la tres. Vete entrando tú, Daza.

—Quiero ver yo antes la celda –irrumpe don Federico con autoridad.

—Lo que usted quiera, García –Biescas arrastra cansina su claudicación.

En el interior, un pasillo de terrazo se abre a dos hileras de celdas. Las puertas de madera no son muy sólidas. Don Federico las va abriendo una a una. Las mazmorras son cuadradas, de paredes mugrientas, oscuras, con un estrecho respiradero casi a la altura del techo que no logra aventar el sahumerio de orinas viejas, viejas cagadas, lejanos vómitos.

—¿No hay nadie?

—Hemos soltado a todo el mundo. Hasta a los gitanos. Por si hay lío.

—Mételo en la del fondo. La grande. La que tiene el ventanuco con barrotes.

—Eso no puede ser, patrón. Ésa es para los especiales. Y ahí caben cinco o seis.

—Éste es especial. Bolchevista y ladrón. E internacionalista, además.

—Lo que usted mande.

Cuando don Federico ya va a atravesar la puerta del cuartelillo para recoger los caballos, Biescas le da una voz y don Federico se vuelve.

—¿Sí?

—Una última cosa, don Federico.

—Ligerito, que me esperan en Granada.

—Nada, que... cuándo piensa retirar la denuncia, si no es mucho preguntar.

—Tú suéltalo en cuanto el Tío Paje se vuelva a Madrid. Ya me acerco yo a firmar lo que necesites, cuando tenga un rato. Ya sabes dónde está tu casa.

—Saludos a doña Vicenta, don Federico.

—De tu parte.

Don Federico monta a Zoraida después de atar largo a la cincha las riendas de la Zaína. Lleva prisa y sale a trote. Enseguida, espolea a la jaca. Le gusta la violencia del aire frío en el rostro. Esta vez ni siquiera vuelve la mirada cuando los corrillos de braceros, que esperan trabajo en las lindes camineras de los sembradíos, levantan la vista hacia él.

***

En la estación ferroviaria de Granada hay siempre ajetreo. Patatas, azúcar, tabaco y madera viajan a diario hacia Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona. Descargadores, costaleros, faquines, esportilleros, maleteros y porteadores sudan camisas viejas o enseñan pecho sin detener ni un momento su trajín anarquizante por andenes, cobertizos, apartaderos y barracones. Don Federico remolonea junto a las vías fumando un cigarro y aguardando a que su contacto lo vea. Eugenio, el factor pequeño y ratonil –le apodan Ratón–, enciende otro cigarro y se acerca a su vera.

—Buenas tardes, don Federico. Ya me estaba preocupando.

—Hay queja por la subida, Ratón .

—El Rey viene a la Vega. Va a haber mucha guardia real en los campos. Más riesgo.

Don Federico, con un movimiento ágil de mano, extrae del bolsillo trescientas pesetas que el Ratón despista al vuelo y guarda sin contarlas. Trescientas pesetas. El equivalente al jornal de cien braceros.

—En el apeadero viejo de El Trébol –el factor habla entre dientes–. Yo suelto la máquina a las doce y cuarto con seis furgones vacíos y abiertos. No se espera. A las menos cinco, el maquinista tiene orden de arrancar, estén como estén las cosas. Lleve bastantes hombres. Y procure que no sean de por aquí. Hay mucha lengua y los alpargateros están nerviosos.

Don Federico asiente en silencio, con la vista extraviada en los perfiles lejanos de la sierra de Huétor y el cigarro apagado en la boca. Se da la vuelta sin despedirse y se va. Al atravesar los andenes, distingue a Olmo cargando fardos junto a otros costaleros. Intercambian un gesto levísimo de reconocimiento y continúa cada uno a lo suyo.

***

Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de lo perseguido. Del gitano, del negro, del judío..., del morisco que todos llevamos dentro. Granada huele a misterio, a cosa que no puede ser y, sin embargo, es. Que no existe, pero influye. O que influye precisamente por no poder existir, que pierde el cuerpo y conserva aumentado el aroma.

FGL

***

El Cervantes reestrenó esta tarde la zarzuela El arte de ser guapa, del maestro Giménez y Bellido. La función ha terminado hace ya casi dos horas. El Lucero se refugia frente a la entrada del teatro, al amparo de los soportales, con un papel desplegado que lee y relee una y otra vez moviendo los labios y gesticulando levemente. De vez en cuando, tacha una palabra y escribe algo, y vuelve a mover los labios y a gesticular.

Mientras medita rimas y cuenta versos, observa al otro lado de la plaza del Campillo los movimientos más o menos subrepticios de los hombres que entran al teatro. Merodean. Fuman y vuelven a merodear. Consultan la hora en sus relojes de cadena y merodean otra vez. Los menos tímidos, simulan que leen el cartel que anuncia la zarzuela. Marisa Riquelme es la actriz que goza, hoy en Granada, del arte de ser guapa, tarea nada fácil. Después, inexorablemente, los hombres elegantemente vestidos hinchan el pecho de aire vigoroso y entran al teatro en dos zancadas rezumando virilidad. Es la cara oscura del Cervantes. Por la noche, cuando la función familiar de zarzuela ha concluido, un espectáculo pornográfico toma el relevo y empuja el arte de ser guapa hacia el pudoroso olvido. Es el gran secreto a voces de las braguetas de la ciudad.

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