1 ...7 8 9 11 12 13 ...19 —Hondo –rompe el silencio Paquito.
—Alhámbrico –añade Lucero.
—Nazaricista –se atreve Montesinos.
—Albaicinante –apunta Carnero.
—Generalífico –remata Maroto.
Todos se yerguen solemnemente y brindan. Apuran sus bebidas de un trago y, sin volver a sentarse, cierran devotamente los ojos como embebiéndose de lo espiritoso y lo espiritual del instante.
—¡Manolo! –grita una voz autoritaria, exageradamente viril, que no rompe la magia. Los rinconeros continúan erguidos, con las barbillas alzadas y los párpados dulcemente cerrados bajo la lámpara que los alumbra inútil.
—¡Manuel Fernández-Montesinos Lustau! –insiste la poderosa voz desde la caverna.
El joven Montesinos abre los ojos y ve a su padre y a su hermano Gregorio a cuatro metros de él, tiesos como dos soldaditos de juguete y feroces como dos soldaditos de verdad. Los demás tertulianos abandonan el éxtasis y también se vuelven hacia la circunspecta y varonil pareja.
—Encantado de verle por aquí, banquero Montesinos –farfulla el periodista Carnero desde lo difuso de las ocho ginebras contadas que ha bebido. El banquero no responde.
—Vámonos a casa, Manolo. Tu sitio no está aquí, entre esta gentuza.
—Estoy con lo más granado de Granada, padre –responde el adolescente con aplomo.
El primero que se empieza a reír es el Lucero, una risa nerviosa y alcohólica que, por fin, le descoloca el rizo rebeldemente perfecto. Paquito, con una inmensa risa como su estatura, es el segundo. En un momento, todos los admiradores de Capdepón están retorciéndose en sus sillas, endemoniados con sus carcajadas. Carrillo La Loca se cae incluso al suelo y Maroto se vuelve a cortar las manos con los cristales de la copa rota.
El joven Montesinos es el único que permanece en pie, con una media sonrisa serena y sin apartar la vista del banquero.
—Si lo deseáis –silabea con calma–, os presento a mis amigos y os tomáis algo con nosotros. Podemos leeros, incluso, un nuevo poema del gran vate granadino Isidoro Capdepón. Es un poema hondo, alhámbrico, nazaricista, albaicinante, generalífico y no sé cuántas cosas más. No os vais a arrepentir.
Las risas llegan al paroxismo entre la caterva de poetas ebrios. Paquito Soriano se está ahogando y a lo mejor se muere, pero al resto de borrachos, en ese momento, les da igual. El banquero y su hijo Gregorio giran sobre sí mismos y desfilan dignamente hacia la puerta de salida. Soriano finalmente no se ha muerto y consigue encadenar algunas sílabas.
—Dejadme hablar. Quiero hablar. Necesito hablar –eleva la voz.
Los demás, con la carcajada ya medio domesticada, van haciendo silenciosas ofrendas al joven Montesinos. El primero es Manuel Pizarro, que deposita ante él la flor de lis que adornaba el ojal de su chaqueta. El Lucero desdobla el poema de Isidoro Capdepón, lo besa reverencialmente y se lo entrega al chaval. Miguel Pizarro desata de su cuello el foulard de seda con motivos orientales y se lo ata a Montesinos a modo de turbante. Carrillo La Loca se corta un mechón de pelo y lo envuelve en una servilleta. El periodista Carnero desengancha su reloj de oro y también se lo entrega. Finalmente, Maroto se acerca por la espalda del chaval, aprieta uno de los cortes que se ha infligido en las manos y, gota a gota, va dibujando en la mesa un exacto corazón de sangre.
—Quiero proponer junta extraordinaria de la hermandad putrefaccionaria del Rinconcillo –declara Paquito desde lo alto de sus dos metros de estatura–. ¿Votos a favor?
Todos yerguen la mano.
—De acuerdo, aunque en mi calidad de presidente fundador hubiera convocado la junta igual.
—¡Viva la democracia! –grita Carnero.
—Arriba el unipersonalismo democrático –corea Maroto.
—Gracias, gracias –los labios gruesos y sensuales del dandi Paquito se humedecen antes de continuar, preparándose para una extensa alocución–. Salvas hemos derrochado en la recepción de nuestro nuevo amigo. Depositado ante él ofrendas de oro, seda y sangre congratulándonos de su valor y joven entereza. Ah, dulce amigo. Las cabezas antes laureadas son las que primero rodarán, pero tu ejército, éste tu ejército, caerá antes que tú en el campo de batalla. Arrogante ante los poderosos, delicado con los poetas, cariñoso con los bufones y que hace reír a las damas. Así eres tú, porque, aunque no te conozco, ya te adivino, como adivinó la luna al sol la primera vez que vio su luz –aplausos; Paquito los acalla con un gesto senatorial de mano–. Como oficiante saturnal de esta hermandad litúrgica, propongo el nombramiento de Manuel Fernández-Montesinos Lustau como centurión de nuestros líricos ejércitos. ¿Votamos?
—Alto, senador. Un apunte breve –irrumpe el periodista Carnero con la garganta gorgoteando ginebra.
—¡Redundante! –le grita Lucero.
—Tienes razón, músico. Disculpad la torpeza de mi verbo. Pero Roma decayó en Imperio, insultó la delicada herencia democrática de Helena, ensuciando los mares, de las Cícladas al Dodecaneso, con la avaricia y la mezquindad de sus centuriones –Carnero toma aire e intenta escurrir la ginebra que gotea de su brillante cerebro–. No es Manuel centurión, es un niño poeta. Y niños poetas es lo que necesita el futuro de España y de Granada. Como demócrata, propongo el nombramiento de Manuel Fernández-Montesinos eh...
—Lustau –completa divertido el neófito.
—De Manuel Fernández-Montesinos Lustau –pausa enfática antes de gritar– como futuro alcalde de Granada.
—Brillante, compañero Carnero. Brillante –atrona Paquito sobre las entusiastas salvas de aplausos–. Ponte en pie, mi sabio efebo.
Montesinos obedece con el turbante aún cubriendo su cabeza y la flor de lis muriendo lentamente en su solapa.
—Por la autoridad que me otorga mi conocimiento cabalístico del porvenir, la compañía de esta ralea de borrachos y gitanos geniales, mi extensa cultura genital y nuestro insobornable afán por convertir toda la extensión de la Alhambra en un enorme Valhalla sicalíptico donde hombres y mujeres y todos los demás sexos folguen en lúbrica libertad, yo te nombro, solemnemente, futuro Alcalde de Granada.
Aplausos y vítores acallados por lentos ademanes de Montesinos.
—Con honor acepto el nombramiento. Y acato las altas responsabilidades que me habéis conferido. ¡Muera Granada, viva Granada y eternidad incorrupta para Isidoro Capdepón!
—¡Muera Granada, viva Granada y eternidad incorrupta para Isidoro Capdepón! –repite el coro.
—¡Navarricooo! ¡Trae champán! ¡Doce botellas de champán!
Las campanas de Granada desincronizan la una. La madrugada se ha puesto fría y el taconeo de los rinconcillistas, en huida hacia sus casas, es lo único que se escucha en la plaza del Campillo. El gigante Paquito Soriano sujeta de un brazo a Carnero y de otro a La Loca Carrillo, que han perdido la consciencia. Montesinos ha querido devolverle a Carrillo su reloj de oro, pero el periodista ha respondido: «La libertad necesita tiempo. Y no me vuelvas a insultar. Mi tiempo es tuyo». Maroto y Almagro se tambalean mientras discuten si los versos de Zorrilla «¡Dios os dé tanto placer / como con ellos me dais! / Si un día España dejáis, / como a mí os haga volver» son simplemente cursis o estrepitosamente horteras. Barrios y Mariscal están vomitando en la misma esquina y se ensucian con reciprocidad camaradesca sus respectivos pantalones. Los que se mantienen medianamente verticales huyen hacia la Manigua, el barrio de las putas. Lucero y Montesinos, aún tocado con el foulard a modo de turbante, caminan calle abajo sin esperarlos.
—Es increíble que esto pueda pasar en Granada –dice Montesinos.
—Todos las noches, casi.
—No sabía que existían los poetas vivos, ¿sabes? Creí que todos los poetas eran como Manolo de Góngora.
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