Aníbal Malvar - Lucero

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Las vidas de los poetas malditos están sometidas al capricho de quien quiera interpretarlas. Lucero es y no es una novela sobre la vida y el tiempo de Federico García Lorca. Quizá sí el relato de cómo un país se confabula para conceder a un poeta el derecho a morir asesinado.
Es 1916 en la Vega de Granada, la tierra más rica de Andalucía y escenario de incendiarios conflictos sociales y políticos, donde los alpargateros pasan hambre y los terratenientes –como el padre del Lucero– se hacen inmensamente ricos con el contrabando de alimentos básicos hacia los frentes de la Gran Guerra. Es tiempo de jinetes y pistolas, revientahuelgas sanguinarios, bolchevistas iracundos y guardiaciviles borrachos.
En ese paisaje se forjará la primera agitación poética del Lucero antes de sumergirse en el vanguardismo irreverente de la madrileña Residencia de Estudiantes, con Dalí y Buñuel y las «sinsombrero». Vivirá estrepitosos fracasos teatrales y hasta el mordisco censor de la dictadura de Primo de Rivera. La persecución al maricón de la tenebrosa España. El éxito internacional. La singladura de la Barraca, su compañía teatral, llevando a Lope y a Cervantes por los pueblos bajo la constante amenaza de los falangistas…
Con mezclas de realidad, jaleo, ficción, noticias de prensa, cartas, entrevistas y publicidades, Lucero se convierte en un puzle cubista donde cabe todo. Quizá, también, el correcto manual de instrucciones para asesinar a un poeta.

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—Entrarán los asesinos y te asesinarán, si dejas la ventana abierta.

Al Lucero se le salta del susto el lapicero y la primera hoja del cuaderno se le descuajaringa. Horacio Roldán, colgado con las dos manos de la ventana y asomando solamente la cabeza, se ríe sin meter mucho ruido para no despertar a la familia.

—Ojalá te caigas y te esolles, maricón –susurra Lucero.

Con agilidad, Horacio se alza a pulso y entra en la habitación llenándola con sus movimientos que todo lo tocan y todo lo auscultan de nuevo, como si no hubiera entrado allí ya un millón de veces. Tras recorrer toda la geometría del cuarto, pega un brinco y se queda sentado en la cama al lado de su primo.

—¡Quítate los zapatos! –grita en susurros el anfitrión–. ¡Sólo a los muertos los acuestan con los zapatos puestos!

Horacio obedece riéndose. Su risa tiene un punto travieso y bellamente diabólico. Su camisa de holanda blanca está llena de hombros, a pesar de que sólo ha cumplido dieciséis años. Lucero lo mira y sonríe complacido. Hablan en susurros y, a cada tanto, Lucero tuerce la vista hacia la puerta con miedo a que pueda aparecer alguien.

—A pesar del susto, gracias por la visita. Hoy es un día muy importante para mí.

Horacio abre unos ojos muy grandes y de un marrón verdoso algo mefítico.

—No jodas. ¿Ha sido con Adelaida? –pregunta Horacio.

—¿Qué dices? ¿Quién es Adelaida?

—La chica del Corpus Chico, la guapa. ¿Te has estrenado?

—No tienes remedio, Horacio. Vete a la Manigua.

—Yo ya he ido. Tres veces. Lo digo por ti –dice Horacio abrazando a su primo por el hombro y atrayéndolo hacia sí con gestos de falsa sensualidad grotesca en los labios.

—¡Suelta! ¿Qué dices? ¿Has ido?

—¿Qué iba a hacer? ¿Follarme a la nariz de gancho? Prefiero pagar.

—Eres un degenerado.

Horacio enciende un cigarro ignorando las protestas de su primo. Usa como cenicero el vaso de agua de la mesilla. La luna ya asoma por la ventana y Lucero apaga la lámpara de aceite.

—Entonces, ¿por qué hoy es un día muy importante para ti, si no la has metido? –pregunta Horacio con sorna.

—Ya tengo oficio –responde muy serio el Lucero.

—¿Vas a llevar las cuentas a tu padre? –se asombra Horacio.

—¿Qué dices? Voy a ser poeta.

Horacio tuerce una mueca de decepción, aspira una larga calada y deja la habitación hecha un Londres antes de replicar.

—Bueno, eres rico. Te puedes permitir no hacer nada.

—Ser poeta no es no hacer nada –protesta Lucero.

—¿No? A ver –Horacio se inclina sobre su primo y recoge el cuaderno abandonado sobre la cama; va pasando las páginas violentamente, con gesto profesoral–. En blanco, en blanco, en blanco, en blanco... ¡Vaya oficio!

—Vete a la mierda.

El Lucero le arrebata el cuaderno, enfurruñado, y lo arroja al otro extremo de la habitación.

—Coño, primo. No trates así tus obras completas.

La cara colérica del Lucero empieza a temblar en la comisura de los labios hasta que estalla en carcajada. Horacio tampoco puede evitar la risa. El ruido de una puerta al fondo del pasillo rompe su hilaridad. Horacio salta de la cama, se pone los zapatos, corre hacia la puerta, se detiene y se vuelve como si hubiera olvidado algo, besa a su primo en la frente y huye por la ventana como un Rocambole de aldea.

—Hijo –es la voz de Vicenta a través de la puerta–. ¿Te pasa algo?

—No, madre –Lucero esconde el vaso con la colilla en la mesilla de noche–. ¿Por qué?

—Me había parecido oír risas.

—Es que estaba leyendo a los hermanos Quintero, mamá.

—¿A los hermanos Quintero, tú?

Lucero se tapa la boca con la mano para ahogar otra risotada. El galopar del caballo de Horacio Roldán se pierde hacia los marjales.

***

El viento mañanero levanta tolvaneras en la plaza de Asquerosa. Olmo, Manuel y Donato el tardo hacen corro con otros cinco alpargateros hablando a media voz y con los ojos semicerrados para que no los apague el polvo que levanta el ábrego.

—Nosotros vamos a ir –dice Olmo.

—En la cárcel voy a tener menos jornal que aquí, Olmo. Y tengo tres criaturas –responde uno.

—Yo dos.

—En la cárcel, por lo menos, vas a ser una boca menos que alimentar –argumenta Olmo.

Se vuelven al escuchar un trote de caballos que se acerca desde el fondo de la calle Mayor. Distinguen a don Alejandro Roldán sobre su caballo tordo escoltado por los alazanes de su hijo menor, Miguel el Marquesito, y de Horacio. A pesar de que la plaza está diáfana, porque es domingo y los que no están en el campo han ido a la iglesia, los tres jinetes hacen desfilar sus monturas hacia los braceros obligándolos a disolver el corro.

—Mierda de alpargateros –escupe el Marquesito.

—Si sudaran en vez de hacer tanta revolución... –masculla don Alejandro sin dirigirles ni una mirada.

—Cabrones –musita Manuel cuando se han alejado lo suficiente.

Los braceros se despiden con desgana y dejan a Olmo, Manuel y Donato solos en la plaza. Desde allí pueden observar cómo el trío de los Roldanes descabalga frente a la puerta de García. Una doméstica les abre y suben hasta el despacho de don Federico. No es una estancia amplia y sólo la mesa, los anaqueles y el armero de nogal, con seis escopetas apuntando al techo, delatan dinero. Los sillones están raídos, no hay cortinajes en las ventanas, las paredes tienen manchas de humedad y la madera del suelo ha ido perdiendo el color y combándose por la humedad perenne del aire de la Vega. El patriarca de los Roldán entra y cierra la puerta con tal violencia que está a punto de arrancarle un brazo al Marquesito .

—Eres un hijo de perra, Federico –brama don Alejandro.

—Qué sorpresa más agradable e inesperada –responde sonriente don Federico–. Sentaos, sentaos.

Don Alejandro bufa un par de veces antes de sentarse, dar un fuerte golpe de bastón en el suelo y preguntar:

—¿Qué tal Vicenta? –truena el terrateniente de ojos opacos.

—Bien, bien. Y yo también estoy perfectamente. ¿Qué tal estás tú?

—Jodido, Federico. Estoy jodido y harto de ti.

—Tranquilízate, hombre, que te va a llevar un miserere. ¿Quieres un coñá?

—Bueno, pero dos dedos meñiques, ni una gota más –conviene don Alejandro.

Roldán tiene 47 años, diez menos que García. Pero viéndolos frente a frente se diría que es al revés. Más bajo que su primo y de complexión menos musculosa, a don Alejandro lo han envejecido una gota muy mala de curar en la Vega y una mala leche muy difícil de curar en cualquier parte. A un gesto de García, los dos Roldanes pequeños se acomodan en sendos butacones. Don Alejandro huele el brandi con delectación antes de saborear el primer trago.

—Bueno, ¿a qué debo el honor? –pregunta García.

—No me jodas, Federico. ¿Cómo me has podido hacer esto? Nuestros hijos se han criado juntos, coño. Y nosotros nos hemos criado juntos.

—Negocios. Nada personal.

Lo que ha hecho don Federico es adquirir, poniendo como testaferros a sus hermanos y sin hacer mucho ruido, la práctica totalidad de los terrenos de Zujaira donde se está construyendo la nueva azucarera San Pascual, propiedad de los Roldanes 1 1 Esta disputa se produjo, en realidad, en 1909. .

—¿Cómo que negocios, Federico?

—Compré una tierra que se va a revalorizar, simplemente.

—A costa de San Pascual, que es mía.

—Bueno, tuya... –tercia García–. Eres accionista.

—¡Bah! –exclama Roldán antes de echar otro trago al gaznate–. ¿Cómo te enteraste?

—La información es negocio. El primero que se entera de algo, hace un negocio; el segundo hace una inversión; el tercero asume un riesgo, y el cuarto suele arruinarse.

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