Y ahora otra vez aquí, en mi cuarto, con mi mesa, mi cama dura, mi crucifijo, mi Asunción y mi retrato de Eliot. Con mis diccionarios y mis libros, y todo ello limitado por el teléfono, que es el símbolo de la interrupción. Los días de Murcia me han intensificado la sensación de lejanía. Aquellos muchachos, todos tan ávidos de limpieza, pero provocando la náusea continua de mi estómago, con la visión de sus pies descalzos. Esa ansia de quitarse ropa, de mostrarse como son –también ellos– por el terror a sudar, a sufrir un poco de la cálida temperatura de la época. Y luego sus teorías. Y después Madrid, lo mismo; las gentes desnudas por las calles, desnudas en sus cuerpos, desnudas en su amor, porque los jóvenes siguen abrazados por todas partes. Las discusiones sobre mi propia vestimenta; el encuentro con los dos subdiáconos onubenses, tan simpáticos, que me invitaron a comer, pero me impidieron leer un poco más –podría haber casi terminado, el libro de Felipe de la Trinidad sobre la Redención, que compré no sé donde, y que completa mis iniciados estudios sobre el tema. Ambos de paisano, y allí los tres, en un café, con sendas tazas de café con leche– que, para acabarlo de arreglar, llaman cortado, porque estos imbéciles ni siquiera saben castellano, y preguntando por qué no me planto ese vestido idiota que, como no es español, ni cabe en mente española, se llama en inglés, con un lenguaje protestantizado, clerygman.
Ellos me preguntaron si no era, de no recuerdo qué comisiones nacionales, lo mismo que en Murcia me preguntaron si no tenía nada escrito. Pero en este mundo de castrados ¿qué tiene que decir, o escribir, una persona que, al menos, es varón? No quisiera despertarles tentaciones... ¡Dios! que se castren del todo, y así serán todos iguales, y ya no habrá hombres ni mujeres, ni curas ni seglares, sino todos lo mismo, todos desnudos, que ya no habrá razones para el pudor, todos siendo lo que son, charlando chillonamente, con la voz de mujeruca que les corresponde, esas perpetuas, ininterumpidas inepcias, recibidas –que lo propio, lo específico de la hembra es recibir– que cacarean incesantes. Así estará claro, para las pocas personas que somos aún lo que somos, que no hay nada que hacer, que no existe menester para nosotros, hasta que no pase esta generación, que ni siquiera es adúltera, porque no tiene ni miembros con que adulterar. Es sofocante. No aguantan el calor, y aguantan el ambiente mental. No tienen más que cuerpo. Por eso lo enseñan todo lo que pueden ¿de qué diablos van a jactarse, si no poseen otra cosa? Pero yo no creo que pueda resistir mucho más. Y no siento odio; simplemente me parece que estoy en un jardín de la infancia, o en un colegio de retrasados mentales; y sencillamente los compadezco a todos, pero no me siento competente para educarlos, para criarlos. Hace un año, pienso, escribía en otro de mis cuadernos, que me veía como una barca que iba soltando las amarras, y alejándose lentamente de la costa. La verdad, ahora me contemplo muy semejante a mis 14 años (¿es qué ahora estoy inmaduro, peor aún, infantilizado, o es que entonces era, más o menos, una mente madura?). Repetiría la estrofa de un poema, uno de aquellos poemas perdidos, y que a veces me gustaría recordar:
Con un ansia infinita de luz pura
siempre soñada, mas jamás sentida.
Y la sed de morir. ¡Tengo una hartura
inmensa de la vida!
Por supuesto, habría que rectificar varios matices. Pues, en primer lugar, los versos no están precisamente muy sobrados de armonía y precisión, en su vocabulario; y en segundo lugar, no estoy exactamente harto de la vida. ¡Pero ese anhelo de luz pura! Y conservo, a través de mis años, la misma sensación de una cierta fatiga, y la misma viveza de una incierta ansiedad que describía, por esos mismos días, en un autorretrato –muy influído probablemente por el de M. Machado–:
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