Después de siete minutos, el alemán tomó una bocanada de aire. Se paró y salió del instituto sin avisarle a nadie. Anduvo unas cuadras con la cabeza vacía, sin imágenes. El aire fresco lo llenó de una repentina tranquilidad y se sintió despejado y libre. De golpe, llegó a una plaza. Se internó por un sendero y encontró un banco rodeado de arbustos. Estuvo sentado en la misma posición, medio doblado hacia la izquierda, hasta que un grupo de chicos ocupó el arenero. En ese momento, tuvo la certeza de que el pasado había prescrito. Pensó en su hijo, en Marina Kezelman y en todo lo que manifestaba el presente.
Ese mismo día, arregló las cosas y volvió con Simón a esa plaza. Se sentó en el mismo banco, pero esta vez el sol era apenas un resplandor. Simón andaba medio perdido. Levantaba cosas de la tierra, las observaba unos segundos y las descartaba. Después fue a los juegos. Se tiró tres veces del tobogán, pero cuando se le acercó otro chico de su edad, se retrajo y buscó a su padre. Le dijo que se aburría, que quería volver a su casa. El alemán se acomodó el cuello y apenas se desilusionó. Había traído una bolsa de caramelos ácidos y un frisbee. Jugaron con el disco en una zona abierta, una especie de potrero al costado de la glorieta. El frisbee iba y venía por el aire. Simón lo tiraba con fuerza hacia arriba, conseguía una elipsis perfecta. Pero como siempre pasa, la confianza lo traicionó. Arrojó el disco hacia adelante, directo al cuerpo de Carl que, gracias a sus buenos reflejos, se corrió a tiempo y logró esquivarlo. Apenas le rozó la mejilla. Se salvó por cinco centímetros de que le golpeara el ojo.
Marina Kezelman llegó al aeroparque a las 6.45. Llevaba una mochila al hombro, su único equipaje. Ocupó una mesa en el café del primer piso y pidió una lágrima y un muffin de avena. En la costanera, el reflejo de la primera luz –un destello lustroso− resbalaba sobre el agua. Había tres pescadores junto a una garrafa con hornalla. Se frotaban las manos y tomaban mate. Cada tanto, con excesivo rigor, inspeccionaban la tensión de las líneas que se hundían en el río. Los tres eran corpulentos, casi gordos, y de brazos cortos. Estaban demasiado abrigados para la temperatura del día. El más alto tenía puesta una polera gris que le quedaba grande. Les hablaba a los otros moviendo los brazos por encima de la cabeza, como si les diera órdenes. Marina Kezelman le clavó la vista. Pensó que la presencia de ese tipo quebraba el cuadro; después, que una persona así no podía concordar con cuadro alguno. Marina Kezelman, en ese momento, mordió el muffin. El sabor borró de un plumazo a los pescadores, al paisaje con la garrafa y hasta al río mismo. Estuvo diez segundos con la mirada perdida, degustando, hasta que −de un momento a otro− decidió escribirle un whatsapp a Zárate. Llego en 10, le respondió de inmediato.
A Marina le habían dado referencias precisas de su compañero: prognático, pelo corto, ojos chicos. Lo reconoció cuando cruzó la cola de embarque. Para presentarse, el biólogo alargó la mano y dijo su apellido. Se enredó cuando quiso explicar el motivo de su demora. Su brillo profesional discutía con su competencia expresiva. Después de algunas vueltas, quedó en claro que la noche anterior al viaje el perro de un vecino había mordido a su hija de ocho años. El animal, un border collie joven, era tranquilo, pero la chica lo había hostigado hasta que el bicho reaccionó. Se le había colgado de la mano y no quería largarla. Se dieron un susto de muerte. Corrieron al Italiano y la atendieron de urgencia. Hubo que darle doce puntos. Al fin de cuentas, Zárate no había podido dormir en toda la noche y cuando sonó el despertador lo apagó sin darse cuenta. Juró y perjuró que era un tipo puntual. Marina Kezelman se fijó en un detalle: tenía el cuello gastado de la camisa. Supuso que era una persona que no se valía por sí misma. Sonrió. Ese detalle –el pliegue de la tela ajada por el uso− le sirvió para deducir la vulnerabilidad de Zárate. Un alma sensible, se dijo.
El viaje se planteó sin complicaciones. El ruido de las turbinas, como un eco negativo, ocupó la cabina. En poco tiempo, se filtró en el pasaje. El efecto fue un pesado letargo. Marina Kezelman y Zárate intercambiaron algunas palabras antes de dormirse. Tan profundo fue el sueño que el biólogo no reaccionó cuando le ofrecieron el desayuno. En Formosa los esperaba un empleado del gobierno –un tipo huesudo de nariz recta− con una Hilux cargada con equipos de medición. Kezelman y Zárate se dejaron conducir. Tuvieron veinte escasos minutos para pasar por el hotel. Les habían anticipado: la estadía debía ser productiva. Tomaron café de parados y salieron para el bosque. No se dieron tregua, cuatro horas trabajando entre los árboles. Enterraron higrómetros, intercambiaron datos y cifras, buscaron madrigueras de conejos. El empleado –del que no se enteraron el nombre− los esperó en la camioneta con la radio encendida. A última hora, regresaron por un camino irregular sin decir palabra: el chofer parecía mudo, ellos estaban cansadísimos. En el hotel se enteraron de que la gobernación los invitaba a cenar. Se encontraron en el lobby después de una ducha rápida. Zárate tenía el pelo tirado hacia atrás. Se había puesto una remera con cuello piqué color arena; Marina Kezelman estaba con la misma ropa: se arrepintió de no haber llevado más equipaje.
Clara faltó al segundo encuentro del Tobar García: Amer la esperó en vano. Cuando terminó la sesión, le dijo al cordobés que no iba para su casa. Inventó una excusa. Anduvo sin rumbo casi dos horas y cerca de la medianoche se metió en un bodegón a comer una milanesa. Se consoló con la idea de que vería a Clara en el próximo encuentro, pero el martes siguiente tampoco apareció. Amer se sintió morir. El cigarrillo lo tentó como nunca, pero pudo resistir. Extrañar a alguien a quien no conocía –había intercambiado con Clara veinte palabras− era absurdo –él bien lo sabía−; pero no por eso dejaba de sufrir. Duplicó la dosis de Alplax. Fueron dos semanas insoportables. A la tercera, Amer se dio la última oportunidad en el hospital. Cuando entró a la sala y la vio, pensó que era un espejismo. Clara estaba al lado de una columna, ausente, levemente hastiada de todo. A Amer se le aceleró el pulso, sintió el corazón en la garganta. Sin mucha conciencia, creyó que ingenio y felicidad eran la misma cosa. Invitó a salir a Clara con una frase estúpida. Ella lo miró como si no entendiera el idioma.
Se encontraron por San Telmo. Eludieron el momento del café o el alcohol: no querían propiciar el cigarrillo. Bajaron por Defensa hasta Brasil. Cruzaron Parque Lezama en diagonal y tomaron avenida Patricios. En Barracas, ella estuvo más sociable. Amer le preguntó por su familia. Clara se quedó callada y de golpe, caprichosamente, empezó a contar la historia de una tía nacida en Trelew, hermana de su madre, que había tenido una infección urinaria y que por poco se muere. La voz de Clara era insípida, con el mínimo de humedad posible; una voz desacostumbrada a articular palabra. En la esquina de Martín García compraron mandarinas y volvieron al parque a comerlas. Se sentaron en la barranca con el tráfico de Paseo Colón de fondo. El río flotaba en el aire como si fuera tierra mojada. Un perro trepó con dificultad por la cuesta, los distinguió y se acercó a husmear. Quizá porque el animal le recordó su profesión, Amer habló de taxidermia. Clara lo escuchó con la vista clavada en la distancia. Dio vuelta la cabeza para mirarlo cuando él definió su actividad como una filosofía de vida. Amer dijo que armaba bioterios en los museos. Tomó aire. Con cierta jactancia, contó que estaba embalsamando un elefante para el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Dejó entrever que dirigía un equipo numeroso. Clara dijo que sí con la cabeza. Después se acomodó el pelo con sus manos grandes, que no parecían fuertes, ni hábiles, ni sensibles, pero que ella usaba como si fueran herramientas.
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